La canonización de Monseñor Romero

La Iglesia Católica ha canonizado (elevado a la dignidad de Santo) a Óscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, uno de los máximos referentes prácticos de la Teología de la Liberación, que fue asesinado en 1980 en un acto de terrorismo de estado. Reproducimos aquí este artículo publicado por los compañeros salvadoreños de Militante y que explica el proceso de canonización de Monseñor Romero y el debate que ha generado en El Salvador.

Monseñor Romero está a punto de ser declarado Santo, ha sido un largo proceso que comenzara por el año de 1990 cuando el arzobispo de San Salvador de ese entonces y muy cercano amigo y colaborador de Romero en vida, Mons. Arturo Rivera y Damas, introdujera la causa de canonización del “obispo de los pobres” como se le llegó a conocer popularmente. Este evento ha llenado de alegría a miles, por no decir millones de feligreses tanto a nivel local como internacional de diferentes denominaciones religiosas, y es que Monseñor trascendió fronteras y su vida y obra han sido mundialmente difundidas y conocidas.

Debemos decir que el proceso de transformación de Monseñor está enmarcado en uno de los periodos más obscuros y violentos que ha tenido nuestro país en su historia. Una época donde el valor de la vida de un ser humano -tal como ahora- no tenía mucho significado, pero sobre todo si se simpatizaba con ideas insurgentes o que olieran como la peste a “comunismo”, y que hicieran tambalear los cimientos de la sacrosanta propiedad privada. Los garantes de que la sociedad se mantuviera sumergida en una espiral de violencia continua, de asesinatos y desapariciones corrían a cargo -a diferencia del lumpen ahora- de los hombres que deberían hacer totalmente lo opuesto, brindarle seguridad y respeto a la integridad física y moral de los miembros de la sociedad, es decir los hombres armados del Estado.

Monseñor al igual que la amplia mayoría de servidores de la iglesia, procedía de un ambiente muy conservador, ese que es enseñado en los seminarios para que sus vidas se dediquen por completo a la contemplación divina y a servir a los fines de la iglesia, desde luego se deben involucrar de vez en cuando con algún problema de la comunidad o la sociedad, pero entre menos se vean comprometidos, sería mejor según ellos. Así Monseñor fue designado Arzobispo de San Salvador, el 22 de febrero de 1977. Quienes los conocían en ese entonces sabían que era un sacerdote con sólidos vínculos con la oligarquía salvadoreña, y prácticamente su designación respondía a los intereses del clero y la clase dominante de ejercer su influencia sobre los fieles católicos de todo el país para exorcizar a la feligresía y sus sacerdotes de los demonios del marxismo, la lucha de clases y sus derivados.

Romero sería puesto a prueba pronto por el curso de los acontecimientos, sus convicciones religiosas sufrirían un fuerte impacto al darse cuenta de que uno de sus amigos más cercanos, el padre Rutilio Grande, fuera asesinado el 12 de marzo de 1977 por elementos del ejército. El padre Rutilio Grande había abrazado la línea de la “Conferencia de Medellín” que en 1968 había aglutinado a los obispos latinoamericanos que, entre otras, cosas se reunieron para hablar sobre “el pecado institucionalizado” y de aplicar un giro brusco a la comprensión de las enseñanzas de los Evangelios, que sería conocida como la Teología de la Liberación, que según sus fundamentos tenía la intención de lograr el paraíso en la Tierra, y liberar a los pobres de toda opresión social expresada en su famosa consigna de la “opción preferencial por los pobres”.

Monseñor exigió justicia por este crimen al entonces presidente coronel Arturo Armando Molina por medio de una carta personal, de la cual recibió un silencio sepulcral y nunca le respondió, lo que desenmascaraba la complicidad del régimen militar. Monseñor también estuvo bajo la presión del clero quienes le exigían que denunciase el asesinato de Grande de forma enérgica, sobre todo de parte de la Compañía de Jesús. Romero en un gesto de valentía respondió con la celebración de una misa única en Catedral Metropolitana para el padre Grande y dos de sus acompañantes, un anciano y un niño de 72 y 16 años respectivamente. Esto no le cayó en gracia a la clase dominante, quienes no estaban dispuestos a mezclarse con la gentuza que abarrotaría Catedral ese día para escuchar la acostumbrada misa.

Desde ese momento en adelante Monseñor Romero se convertiría en “la voz de los sin voz”, y no escatimaría recursos y energías para denunciar el pecado estructural de la sociedad salvadoreña, las desapariciones, los asesinatos de sacerdotes y monjas, la persecución a los miembros de la iglesia que para ese entonces podemos afirmar tenían una doble afiliación, política y religiosa, las organizaciones de masas se nutrían de elementos que hicieron suya la Teología de la Liberación y viceversa. El púlpito se convirtió en tribuna de agitación y de denuncia constante, su radio la YSAX contribuiría grandemente a la difusión de su mensaje, esto le granjeó el odio más feroz de los idolatras del becerro de oro quienes no podían tolerar cómo uno de sus elementos más sumisos se convirtiese en todo un defensor de la causa de los oprimidos.  Esto inevitablemente tenía que coincidir con las reivindicaciones de los movimientos revolucionarios de ese entonces, la línea que separaba el programa de reivindicaciones de los obreros y campesinos con la de la opción preferencial por los pobres se había diluido por completo, y la iglesia se dividió así mismo en líneas de clase.

El proceso de canonización 

Canonizar a Monseñor Romero no ha sido un proceso fácil, de hecho, no ha escapado a la polémica desde un principio. El Vaticano ha tenido que estudiar exhaustivamente su perfil y deliberar por mucho tiempo con diferentes fuentes. Desde su reconversión, Romero comenzó a ser criticado duramente por sus mismos compañeros de púlpito. En su viaje al Vaticano en 1979 para encontrarse con Juan Pablo II, Romero intentó tener una audiencia con el carismático Papa para explicarle el grado de represión del que eran víctima los pobres obreros y campesinos y un sector del clero identificado con Medellín; pero el Vaticano ya tenía referencias sobre Monseñor y diplomáticamente le bloquearon cualquier acceso formal que pudiera tener con el pontífice. Romero no se daría por vencido y se apostó sobre las filas de sillas de la catedral de San Pedro al siguiente día para esperar el tradicional saludo de Juan Pablo II a los cardenales y obispos, en ese momento Monseñor le exigió al Papa que era necesario que hablaran, finalmente accedió.

Con expedientes y testimonios en mano de la represión de los corderos de Dios en el país, Romero enfrentó a Karol Wojtyla, le mostró fotografías y expedientes de sacerdotes asesinados por el régimen, era evidente que Juan Pablo no estaba en una situación muy cómoda y que quería evitar a toda costa esa entrevista. Al principio se quejó de que no era necesario que llegasen con tanto documento ya que allí no tenían tiempo para leer tanta cosa, luego que Monseñor le mostró fotografías del sacerdote Octavio Ortiz masacrado con el rostro desfigurado, Romero le hizo ver que fue acusado de comunista antes que se cometiera la barbarie, a lo que Karol contestaría lacónicamente: “¿Acaso no lo era?”. Esto impactaría emocionalmente a Monseñor que esperaba una respuesta diferente, luego, para sellar con broche de oro, el Papa le aconseja que debe acercase al gobierno del general Humberto Romero ya que era un militar católico y algo positivo debía haber en su gestión.

Monseñor abandonó el Vaticano con lágrimas en los ojos, no podía comprender la actitud del máximo jerarca de la iglesia católica y demás autoridades, que para ese entonces estaban enfrascadas en una férrea lucha contra el comunismo que amenazaba con penetrar todas las esferas y estructuras de la iglesia en muchas partes del mundo, y Latinoamérica estaba en el ojo del huracán con un fermento revolucionario en muchos países y la Teología de la Liberación no era otra cosa, según ellos,  que una fachada del marxismo para hacer de las suyas y manipular a monjas y sacerdotes, algo que el Vaticano no estaba dispuesto a permitir. Esto se vio reflejado en la posición de un Papa que era un férreo crítico del comunismo europeo -mejor dicho, del estalinismo- y de todos sus regímenes o países dependientes de la esfera de influencia de Moscú. Y desde luego, dados los referentes que tenía sobre Monseñor y su reconversión, no tenía más remedio que reprender al arzobispo por haber capitulado ante las fuerzas obscuras del salvaje marxismo-leninismo al defender a curas y monjas “guerrilleros”.

Desde luego Wojtyla debe haber reflexionado amargamente la dureza con que recibió al obispo de los pobres luego que se enterara que las denuncias sobre la persecución de la iglesia se cristalizaran ni más ni menos que en la figura del mismo Romero, quien fuera asesinado por un francotirador en momentos de oficiar una misa en una capilla de un hospital para enfermos de cáncer. Esto no bastó para que el clero salvadoreño se volcara en un apoyo rotundo sobre Monseñor para aglutinar a la iglesia, sus fieles y defenderla de la represión, de hecho, solo aquellos que desconfiaron de Monseñor desde un principio, pero luego abrazaron su causa, como los Jesuitas y Mons. Rivera y Damas lo acompañaron en su funeral y siguieron defendiendo su legado. El clero estaba marcadamente dividido en torno a Monseñor, y no hay duda de que aún lo sigue. Años más tarde en 1996, un viejo y cansado Karol Wojtyla visitaría la cripta de Monseñor, y preguntaría a los obispos sobre qué opinaban sobre la canonización de Monseñor, el que era entonces presidente de la Conferencia Episcopal respondió que Monseñor Romero había sido responsable de 70,000 muertos.

Juan Pablo II,  el paladín de la lucha anticomunista por parte de la Iglesia, a pesar de los informes, ahora le daba el aval a Monseñor y lo consideró un mártir y un perseguido, que fue asesinado por un “odio a la fe”, realmente Monseñor fue asesinado por el odio a su posición humanitaria a favor de los más vulnerables de la sociedad capitalista, los que lo asesinaron en ese entonces predicaron y siguen predicando la misma fe que él predicó; pero en la cabeza de los amos del dinero y los medios de producción, no cabe la idea que los pobres logren un día revertir el orden de las cosas y se liberen de toda opresión en este mundo y no en el otro. Ahora que el proceso de canonización ha llegado a su culminación, los señores y señoras que portan símbolos y vestimentas eclesiales no tienen otra opción que tragarse por el momento su odio a la figura de Romero y aceptarle en los altares como un ícono muy por encima de ellos y donde ya nada pueden hacer para revertir el proceso. Pero como dicen las ancianitas, hay santos de santos, y desde luego para una parte de la feligresía no será “santo de su devoción” por mucho que se los imponga el Vaticano.

El proceso de canonización también ha desatado otro fenómeno el cual es muy bien conocido, y lo hemos visto en figuras como el mismo Che Guevara, Lenin, Chávez y otros tantos revolucionarios honestos. Lenin en El Estado y la Revolución escribió: “Ocurre hoy con la doctrina de Marx lo que ha solido ocurrir en la historia repetidas veces con las doctrinas de los pensadores revolucionarios y de los jefes de las clases oprimidas en su lucha por la liberación. En vida de los grandes revolucionarios, las clases opresoras les someten a constantes persecuciones, acogen sus doctrinas con rabia más salvaje, con el odio más furioso, con la campaña más desenfrenada de mentiras y calumnias. Después de su muerte, se intenta convertirlos en iconos inofensivos, canonizarlos, por decirlo así, rodear sus nombres de una cierta aureola de gloria para ‘consolar’ y engañar a las clases oprimidas, castrando el contenido de su doctrina revolucionaria, mellando su filo revolucionario, envileciéndola”.

Esto es lo que está sucediendo con la figura de Monseñor, al llevarlo a los altares, la jerarquía de la Iglesia intenta borrar del imaginario colectivo la parte de la vida del obispo que dio origen a su sentencia de muerte. Retazos de sus homilías previo a su reconversión, son las que predominan o son exaltadas como vivo ejemplo de su santidad y su devoción a Dios, la Virgen y todos los Santos a los cuales ya se les ha unido por decreto del Vaticano en la Tierra. Es común escuchar ahora en las homilías de la mayoría de los sacerdotes declamaciones, fogosos discursos en torno a la figura de Romero, cuando antes no se atrevían a decir una palabra a favor del obispo mártir. Esto desde luego es entendible dado la sumisión que hay de parte del clero a las autoridades del Vaticano, el temor y la conveniencia que de ello deriva.

A dieciocho años de la muerte de Romero, el sacerdote jesuita Jon Sobrino ya había previsto semejante tendencia: “Es difícil detener el proceso de canonización de Monseñor Romero, pero se lo puede desdibujar y cooptar. Desde este punto de vista, el peligro consistiría en canonizar a un Monseñor bueno, piadoso, sacerdotal, pero en definitiva a un Monseñor aguado. Consistiría en quitarle las aristas y el fuego que tuvo como profeta, y el quitarle las entrañas de misericordia que tuvo como buen samaritano”. Esto es precisamente lo que no nos gustaría ver como agentes transformadores de una sociedad que no ha cambiado mucho desde la partida de Monseñor, un santo milagrero y no un Monseñor compañero. En nuestras manos está rescatar el legado revolucionario del obispo mártir ya que la Iglesia no le apostará a ello, al contrario, intentará desaparecer todo lo que le parezca peligroso e incómodo de su figura.

Sobrino prosigue: “Es evidente que Monseñor fue hombre de Dios, creyente, devoto; que fue sacerdote, dispensador de los misterios de Dios; que fue arzobispo, cuidador de la fe y de las cosas santas de su pueblo. Pero a eso hay que añadir -–y hacer de ello cosa central–que Monseñor fue un insigne salvadoreño que por eso se encarnó en una realidad de conflicto y de muerte. Que fue defensor de los pobres, y que por eso fue amado y venerado por ellos. Que fue profeta, denunciador y desenmascarador de militares, oligarcas, gobernantes y políticos, y que por eso fue odiado por ellos. Que fue voz de los sin voz, y que por eso fue voz contra los que tienen demasiada voz. Que fue creyente y hombre de Dios, y que por eso fue enemigo acérrimo de los ídolos. En suma, es evidente que el verdadero Monseñor vivió todo para Dios y todo para la justicia. Ese fue el Monseñor Romero total, el “verdadero” Monseñor. Y ese Monseñor es el que el pueblo espera que sea canonizado, el que sea presentado como protector y modelo de este pueblo. Un Monseñor distinto, desdibujado, aguado, sería irreconocible. Y de él -–la verdad–- no habría mucha necesidad”. (El énfasis es nuestro)

El “verdadero” Monseñor forma parte desde hace años de la identidad revolucionaria de nuestro pueblo. Para los revolucionarios no es necesario irlo a esconder dentro de las paredes de un templo, para ser venerado por un grupo selecto y llevarle flores o velas, aunque para los fieles esto tenga mucho significado. Monseñor combatió los últimos años de su vida al capitalismo, a las clases poseedoras y alentó a los trabajadores y campesinos sobre la necesidad de la organización para alcanzar niveles de vida dignos y defenderse ellos mismos de cualquier atropello de sus enemigos.

La postura de la derecha 

A nadie quizá sorprenda que hoy en día los medios de difusión masiva lleven a cabo una amplia propaganda anunciando de manera festiva la canonización de Monseñor, pareciera como si estos paladines de la libertad de expresión se regocijaran de tan magno evento, y hasta cualquiera podría afirmar que son tan benevolentes y seguidores de Monseñor como cualquiera de los que murieron en sus funerales intentando verle por última vez. Pero la realidad es otra. La desfachatez y descaro de estos individuos no tiene comparación. En vida difamaron y calumniaron por todos los medios posibles al obispo, creando las condiciones apropiadas para que se planeara su asesinato frente a las mismas narices de los gobernantes de entonces. Los campos pagados en periódicos y la radio amenazándole de muerte eran comunes para esos días.

Los grupos paramilitares actuaban con total impunidad, con el aval del Alto Mando de las Fuerzas Armadas, los Escuadrones de la Muerte deambulaban armados por las calles como Juan por su casa buscando o seleccionando a sus próximas víctimas. No es necesario detenernos a mencionar de nuevo los hechos en torno a la muerte de Romero dado que es una historia muy conocida, el jefe de los famosos Escuadrones fue una figura acuerpada y apoyada por no pocos empresarios que pidieron la cabeza de Monseñor, esos que ahora no se inmutan al asistir a cualquier acto de celebración del obispo en su actual etapa como Santo de la Iglesia, como el mismo hijo del Mayor d’Aubuisson quien participara en el acto de beatificación de Monseñor en 2015, como si se sintiera orgulloso de ser parte de la nefasta historia del crimen que elaborara su padre.

Pero la cosa no termina allí, en sintonía con la Iglesia que está despojando a Monseñor de su imagen más incómoda para el poder fáctico y borrar toda muestra de su perfil combativo, los miembros más recalcitrantes del partido de d’Aubuisson ahora se esmeran en borrar cualquier dato o hecho que vincule al Mayor en la orquestación del plan para asesinar a Romero. Hace unos días en un evento en la sede de Arena auspiciado por Ricardo el “Gringo” Valdivieso íntimo amigo del Mayor, ofrecía una conferencia donde realzaba la figura del escuadronero y le removía cualquier nexo de los que se pudiesen tener prueba de su participación en el magnicidio, y exhortó a los asistentes a defender al Mayor de cualquier ataque que lo implicara, catalogando dichas historias como “leyendas urbanas”.

Es más que evidente que la derecha intenta eliminar toda conexión con el hecho, e incluso pasar del bando de los perseguidores al de alabadores de la vida del obispo. Esto es muy conveniente en momentos en que no logran recuperar la posición que tenían como fuerza política y siguen estancados en sus aspiraciones de regresar al Ejecutivo. La clase dominante sabe muy bien que, si el pueblo quiere un Santo, no serán tan estúpidos en interponerse a las aspiraciones de miles de feligreses, incluso pasarán a aplaudir la canonización y mostrarse como buenos cristianos también en pro de reflejar una imagen amistosa y respetuosa.

Pero Monseñor no se anduvo con medias tintas para dirigirse a las damas y  caballeros que representan el poder político y económico, arremetió contra ellos una y otra vez, como Jesús contra los mercaderes del templo y les advirtió muchas veces que se quitaran los anillos antes que se los arrancaran con todo y sus manos, a los empresarios de la ANEP les acusó de idolatrar sus riquezas y la propiedad privada lo cual era francamente paganismo: “Surge siempre la necesidad de unas estructuras de justicia, de distribución, mejores que las que nos dominan. Es urgente, y ojalá que en esto sean fuertes los hombres del gobierno para llevar adelante estos cambios a pesar de todos los sombrerazos y amenazas de la clase adinerada, que no se detengan como se detuvieron regímenes anteriores cuando vieron la necesidad del cambio de estructuras, pero no se atrevieron porque el poder del dinero era más fuerte que la voluntad del gobierno. Yo quisiera que la preocupación principal de ANEP y de todos los que defienden sus intereses no fuera mantener su posición, sino ver cómo la economía del país permita que todos los salvadoreños puedan sostener, con el fruto de su trabajo, dignamente a sus propias familias. Este es el ideal que tenemos que buscar entre todos”.  (Homilía 9 de diciembre de 1979, VIII p. 30).

El perdón y el olvido 

A 38 años del magnicidio de Monseñor, aún no se juzga ni condena a nadie. Un gran segmento de la población considera que, al convertirlo en Santo, se está haciendo justicia sobre los hechos ocurridos y que esto es un símbolo de la justicia divina que representa a los miles de desaparecidos y asesinados, por tanto, sus memorias han sido reivindicadas y podemos respirar tranquilos. Nada más alejado de la realidad, partir de un caso particular para reivindicar a las miles de víctimas del conflicto no representa una verdadera justicia. De hecho, sirve para apaciguar las voces que claman por sus desaparecidos y que siguen desconsolados para que olviden todo. Clamar a la justicia divina por sobre la proletaria no es de ningún modo revolucionario, y en eso son expertas las clases dominantes, quienes adormecen a las masas con la ayuda de la autoridad espiritual de las iglesias.

La Comisión de la Verdad estableció en 1993 responsabilidades sobre el caso de Monseñor y muchos otros donde las estructuras del ejército tuvieron un rol protagónico en la mayoría de las masacres, asesinatos selectivos, atentados y desapariciones. Nunca se juzgó ni castigó a nadie de manera seria, estas comisiones tienen el objetivo de hacer borrón y cuenta nueva y apelar a que el pueblo adolorido y sangrado se reconcilie con sus verdugos y puedan llevarse bien de ahora en adelante. Muchos sacerdotes y monjas fueron aniquilados en Latinoamérica en tan sólo una década entre 1968 y 1978, se calcula más de 800. La impunidad sigue restregándole en la cara de las víctimas y sus familiares que ellos tienen el poder y que la justicia tanto en la tierra como en el cielo les tiene sin cuidado.

Al hacer de Monseñor un ícono inofensivo para las clases en el poder, también están ganando otra batalla, y es la de borrar de la conciencia de los pobres, campesinos y trabajadores su perfil revolucionario. Es una farsa decir que Monseñor era un pacifista tal cual nos lo quieren hacer ver los que ahora lo alzan por las nubes, si bien cuestionó la violencia criminal de los militares y la que llevaron a cabo los grupos de la guerrilla, en el fondo sabía que entre estas dos violencias había una diferencia cualitativa, como revolucionarios cometemos un error si damos por válido el argumento de los pacifistas solapados que afirman que, violencia es violencia venga de donde venga. En su momento Monseñor avaló el uso de ésta porque sabía que era necesaria para defenderse: “Los cristianos no le tienen miedo al combate, saben combatir, pero prefieren hablar el lenguaje de la paz. Sin embargo, cuando una dictadura atenta gravemente contra los derechos humanos y el bien común de la nación, cuando se torna insoportable y se cierran los canales del diálogo, el entendimiento, la racionalidad, cuando esto ocurre, entonces la Iglesia habla del legítimo derecho a la violencia insurreccional”.

Somos conscientes del significado que este proceso ha tenido para la mayor parte de la feligresía católica y de las otras iglesias que se alegran de ver a Monseñor como un Santo, los marxistas no aspiramos a que esto diluya en la fe el papel revolucionario que el obispo mártir jugó en ese cruento periodo de nuestra historia al denunciar y condenar todas las estructuras de injusticia y opresión que siguen vigentes en nuestro país a causa del capitalismo. Para nosotros, Monseñor no estará en un templo, estará en las calles acompañando a los obreros y campesinos en sus luchas, en cada huelga, en cada movilización, en cada toma de fábrica, en cada reivindicación justa para los más desfavorecidos de esta sociedad dividida en clases, con su mensaje de esperanza y el llamado constante a la organización.

Debemos decir que Monseñor estuvo abierto en sus últimos años a la posibilidad de un acercamiento entre los marxistas y los cristianos verdaderos, las diferencias filosóficas pueden representar para algunos una barrera infranqueable; pero son más los puntos que nos acercan que los que nos alejan de los cristianos consecuentes, y en el fondo la justicia y la transformación de la sociedad en un lugar digno donde poder vivir y desarrollarnos libremente nos vincula como hermanos de lucha. Ante esto Monseñor habló de un diálogo franco entre cristianismo y marxismo: “Para aquellos que se espantan del marxismo tan fácilmente, no por motivos cristianos sino por intereses egoístas; porque jamás habíamos visto tanto celo anticomunista como cuando ven en peligro sus intereses egoístas. Pero sí puede haber un diálogo, no para claudicar en los principios de la fe, sino para comprender qué se entiende hoy por comunismo, por marxismo. Y muchas veces, quienes se espantan más de los grandes males del comunismo, no se quieren fijar en los grandes males del capitalismo que está sacrificando a nuestro pueblo”.  (Homilía 2 de marzo de 1980, VIII p. 300).

El capitalismo sigue vigente y sacrificando a la inmensa mayoría de la población a nivel mundial, nuestro deber es combatirlo de la manera más eficaz posible y retomar las enseñanzas que Monseñor nos dejara, capitular ante el perdón y el olvido es el más grato favor que podemos conceder a nuestros enemigos de clase, esos que ahora también celebran que Monseñor es Santo, pero que no tendrían reparo de volverlo a matar si resucita en su pueblo.

¡Organízate y lucha junto a las fuerzas del marxismo en El Salvador,eso te diría Monseñor Romero hoy!

¡Ni perdón, olvido o reconciliación, queremos justicia y revolución!

San Salvador, 12 de octubre, 2018


Ver también: El asesinato del Arzobispo Romero

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