La crisis capitalista y las amenazas a la democracia
“El país enfrenta una crisis de violencia y vandalismo que amenaza nuestra democracia”; así reza una declaración suscrita el pasado 27 de noviembre por senadores de todos los partidos chilenos, salvo el PC. Las impresionantes movilizaciones de la clase trabajadora chilena contra las políticas ultraliberales de Piñera se transforman de esta manera en una amenaza a “la democracia” aún mayor que la desigualdad social y que el propio aparato del Estado heredado, intacto, del pinochetismo. Desde que la crisis capitalista devino en crisis política a escala global, no son pocas las declaraciones alertando de las “amenazas a la democracia” que representarían movimientos de masas como los que estamos presenciando estos meses, así como por parte de ese cajón de sastre llamado “populismo”, en el que invariable y desvergonzadamente se mezclan organizaciones tan opuestas como Podemos y la Lega de Salvini. ¿Pero cuál es realmente esa democracia que está amenazada?
La democracia, en abstracto, se nos presenta como algo fijo, inmutable y predeterminado, como la conclusión natural del desarrollo de los sistemas políticos empujada por una tendencia “natural” a la ampliación de los derechos de ciudadanía. Lo cierto es que el desarrollo de la democracia burguesa, llamada también democracia formal o representativa, ha ido parejo al desarrollo del sistema capitalista pero en ningún caso ha surgido espontáneamente de éste. Los derechos democráticos, empezando por los más elementales como el sufragio universal, han sido, salvo contadas excepciones, arrancados por la lucha de las masas, siendo las más de las veces el subproducto de las grandes sacudidas revolucionarias de la Historia. Por el contrario, cuando la burguesía ha visto peligrar su dominación y ha concluido que los mecanismos de la democracia formal no le servían para mantenerla, ha tirado por la borda esta democracia y ha abrazado la reacción en la forma del fascismo o de las dictaduras militares.
Breve historia de la democracia (en el mundo occidental)
Los apologistas liberales de la democracia formal sitúan invariablemente el origen de la misma en la Democracia ateniense, pero no está de más recordar que éste era un régimen elitista en el que los derechos de ciudadanía estaban restringidos a una capa minoritaria de la población, los varones adultos con el servicio militar cumplido. Las mujeres, los extranjeros y, por supuesto, los esclavos estaban excluidos de la ciudadanía. Semejante fue en sus comienzos la República romana, con una democracia restringida a una élite, el patriciado, que acaparaba todos los cargos públicos. La rebelión plebeya del 494 ane, en la que la plebe romana llegó incluso a establecer un estado paralelo, consiguió una ampliación significativa de los derechos políticos del Pueblo de Roma y la instauración de la figura sacrosanta del Tribuno de la Plebe.
Éste es un ejemplo temprano de cómo las acciones revolucionarias de masas pueden conseguir la ampliación y extensión de los derechos democráticos. Pese a ello, la República romana continuó bajo la tutela de la élite senatorial, que impidió por la fuerza las reformas sociales de los hermanos Graco y que identificó como una amenaza a la república, a su democracia, el ascenso del partido de los populares, encabezado primero por Mario y después por Julio César. Las tensiones políticas y sociales dieron muerte a la República para transformarla en Imperio, aunque hasta la crisis del siglo III los emperadores mantuvieron los elementos formales del régimen republicano, como el Senado y la elección de magistraturas.
La Revolución Industrial en Inglaterra no trajo consigo automáticamente la extensión de la democracia. Desde los tiempos de la restauración monárquica, el código penal inglés conocido más tarde como Bloody Code[1] castigaba con la pena de muerte los delitos contra la propiedad. En 1812 el Parlamento británico amplió los delitos castigados con pena de muerte para luchar contra el llamado ludismo, una rebelión de artesanos y campesinos que reaccionaban contra el desastre social que supuso el avance del capitalismo industrial y que se lanzó a una campaña de destrucción de máquinas y fábricas; lo que, a partir de la reforma de 1812 pasó a ser castigado con la horca.[2]
Así mismo, las organizaciones obreras, los primeros sindicatos, tuvieron que caminar un largo trecho para ser reconocidas legalmente en Inglaterra. Tan temprano como en 1799, en los albores de la industrialización, las Combination Acts prohibieron tanto las huelgas como cualquier tipo de organización en las fábricas. Aun así, el imparable desarrollo de los sindicatos clandestinos y las huelgas ilegales motivó primero una relajación de la ley, dando paso a una regulación restrictiva de los derechos de huelga y de asociación, hasta que finalmente las Combination Acts fueron derogadas en 1824, haciendo de Inglaterra el primer país en legalizar los sindicatos. En la Europa continental hubo que batallar aún más para que fueran reconocidos los derechos sindicales de la clase obrera.
La I República francesa fue el primer régimen que implantó el sufragio universal, aunque sólo masculino, en 1792, en el periodo de auge de la Gran Revolución. Este derecho al sufragio fue una mera formalidad en el periodo napoleónico y fue finalmente derogado por la Restauración borbónica y sustituido por el sufragio censitario, un sistema restringido en el que sólo podían participar varones con determinado nivel de propiedades e instrucción, lo que excluía a la mayoría de la población iletrada y desposeída. El sufragio masculino no volvió a implantarse en Francia hasta la revolución de 1848, mientras que en Inglaterra y la mayor parte de la Europa continental persistía el sufragio censitario. En España, el sufragio masculino a partir de los 21 años se implantó como resultado de la Revolución de 1868, La Gloriosa. La Restauración borbónica no acabó con el sufragio masculino, pero estableció en la práctica una suerte de sufragio censitario a través del mecanismo de manipulación electoral del caciquismo.
Con la excepción de Nueva Zelanda y los países nórdicos, el primer país que aprobó el sufragio universal pleno, tanto para hombres como para mujeres y sin distinción de raza[3], fue la Rusia de la Revolución de Febrero. La ola revolucionaria que sacudió Europa tras la Revolución de Octubre, y que puso fin a la Primera Guerra Mundial, extendió, como subproducto, la democracia formal y el sufragio universal por buena parte de Europa, particularmente en los antiguos territorios del Imperio alemán y el Imperio austrohúngaro, donde los procesos revolucionarios tuvieron más fuerza[4]. En España el sufragio universal pleno fue también el producto de otra sacudida revolucionaria, la que terminó con la Restauración borbónica y dio paso a la II República.[5]
El periodo comprendido entre el final de la II Guerra Mundial y la crisis de 1973 fue la edad de oro de la democracia burguesa en Europa occidental[6]. El auge económico de posguerra, unido a la amenaza permanente del bloque soviético, cambió notablemente la correlación de fuerzas en favor de la clase trabajadora, con un gran desarrollo de los sindicatos y de los partidos socialdemócratas, lo que se tradujo en una gran extensión tanto de los derechos democráticos formales como de los derechos sociales, en la construcción de lo que se llamó el Estado del Bienestar. Por supuesto, esta etapa dorada no estuvo exenta de convulsiones revolucionarias, particularmente el Mayo francés, los Años de Plomo de Italia, los grandes movimientos por los derechos civiles y contra la guerra de Vietnam en EEUU y los movimientos revolucionarios que acabaron con las dictaduras griega, portuguesa y española. Mientras, África estaba haciendo la revolución anticolonial y América Latina vivía un auge revolucionario que, con la excepción de Cuba, terminó en sangrientas derrotas y golpes de estado genocidas.
La crisis del petróleo de 1973, unida a la crisis del estalinismo en el bloque del Este y a las derrotas de los movimientos revolucionarios de los 70, modificó dramáticamente la correlación de fuerzas en favor de la burguesía, que desde Gran Bretaña y EEUU comenzó a desmontar sistemáticamente las conquistas del periodo anterior. La burguesía británica, en particular, impuso el programa de lo que más tarde se llamó neoliberalismo (que ya había sido impuesto a sangre y fuego en Chile y en Argentina años atrás) llevando a cabo a su vez un serio recorte de las libertades democráticas, implementando medidas de excepción como las que se usaron contra la gran huelga minera o contra el movimiento republicano irlandés.
La caída del estalinismo profundizó aún más esta tendencia, cuya plasmación en Europa occidental fue el Tratado de Maastricht, que consagró el neoliberalismo como la única política económica posible bajo el capitalismo, abriendo la puerta a mayores ataques a los derechos sociales y reduciendo cada vez más la democracia a su aspecto formal, votar cada cuatro años y se acabó. De hecho, a partir del cambio de siglo la democracia formal ha ido sufriendo cada vez más recortes en los países occidentales, consagrados en leyes como la Patriot Act estadounidense de 2001, los cuales han ido a más en todo el mundo occidental desde la crisis de 2008, en paralelo a las políticas de austeridad y recortes sociales que ha impuesto la burguesía.
Democracia burguesa y democracia obrera
La tercera década del siglo XXI empieza con la democracia liberal sentada sobre un polvorín. La crisis estructural del sistema capitalista ha dejado a mucha gente en la cuneta, gente desesperada a la que ya no satisfacen los cantos de sirena de una democracia formal que no da respuesta a sus necesidades más acuciantes. Este descontento profundo con el estado de cosas es lo que está detrás de la llamada crisis de representatividad de la democracia burguesa. Esta puede ser capitalizada por demagogos reaccionarios como Trump, Bolsonaro, o Salvini, expresarse a través de señuelos como el Brexit o tomar caminos revolucionarios como los que están tomando las masas en Chile, Líbano, Irak o Colombia. La crisis de la democracia burguesa no es otra cosa que la expresión política de la crisis estructural del sistema capitalista, y es de esta crisis de la que surgen las que los capitalistas llaman amenazas a la democracia.
La historia de Europa y América demuestran que la diferencia entre dictadura y democracia no es una cuestión de cultura democrática ni de mala voluntad de los gobernantes, sino que está determinada por las condiciones económicas y políticas nacionales e internacionales y por la correlación de fuerzas entre las clases. Alemania era en los años 30 el país más desarrollado económica y culturalmente de Europa, y eso no evitó que la burguesía alemana entregara el poder a Hitler para derrotar a una clase trabajadora que se había levantado tres veces en los quince años precedentes. El siglo XX latinoamericano, y de nuevo el XXI, está marcado por los golpes de estado sistemáticos contra cualquier gobierno que pusiera en cuestión los intereses de las oligarquías, aun en países con una gran cultura política como Argentina o Chile.
En sus más de dos siglos de dominación, la burguesía ha entendido que la democracia formal es la forma más económica y sostenible de Estado, esto es, de dominio sobre las demás clases. Esto es así porque es el método que mejor esconde el carácter de dominación de clase y la dictadura que ejerce sobre el conjunto de la población el gran capital. Este sistema hace aparecer las decisiones y políticas de los gobiernos de turno como responsabilidad de éstos cuando realmente son decididas, impulsadas o, llegado el caso, bloqueadas por la clase dominante a través de sus agentes directos en partidos, parlamentos, gobiernos o el sistema judicial. Así, cuando las familias trabajadoras se desafectan con el gobierno de turno lo culpan a éste por su actuación en lugar de ver la mano de los grandes empresarios y banqueros tras aquélla. Así la burguesía puede sustituir un gobierno por otro, quedando siempre su actuación velada al conjunto de las masas, fomentando en las masas de la población la ilusión de que son ellas quienes ponen y quitan gobiernos. Es precisamente el carácter de clase de esta democracia, negado sistemáticamente por los teóricos liberales, lo que hace de esta una democracia enormemente limitada. Por más desarrollo que tengan los derechos de ciudadanía de las grandes masas, en última instancia las decisiones que afectan a la vida de millones de personas se toman de espaldas a estas y de espaldas a las instituciones democráticas. Estas se limitan a refrendar lo ya decidido en los consejos de administración de los bancos y grandes multinacionales. Las masas han pasado por la amarga experiencia de recortes, austeridad y reformas laborales para darse cuenta de hasta qué punto esto es así.
Vemos de este modo cómo, bien al contrario de lo que dicen los políticos burgueses, los teóricos liberales y los mercenarios de la prensa, la verdadera amenaza para la democracia no son los movimientos de masas, que son los que históricamente han conseguido con su lucha la obtención y la extensión de la democracia y que, hoy en día, en Chile, Líbano, Iraq o Colombia están luchando contra la opresión y por más democracia. No. La gran amenaza para la democracia es el propio sistema capitalista, como ya se demostró a lo largo del siglo XX.
Del mismo modo que el capitalista siempre tiende a mantener el salario en el nivel más bajo posible en las condiciones sociales dadas, la clase dominante siempre tiende a mantener la democracia formal en el nivel más bajo posible en las condiciones políticas dadas. Estas están determinadas por el nivel de organización de la clase trabajadora, por las victorias o derrotas precedentes y, sobre todo, por la calidad de su dirección. Pero, a diferencia del trabajo asalariado, sin el cual el capitalista no puede vivir, la burguesía puede, llegado el caso, prescindir de la democracia formal, aunque sólo en circunstancias muy excepcionales se decide la clase dominante a sustituir la democracia formal por la dictadura abierta.
Las instituciones de la democracia burguesa especialmente el poder judicial, el aparato represivo y los altos niveles de la administración, están ligados a la clase dominante por mil y un lazos materiales e ideológicos. Sus miembros son seleccionados cuidadosamente en los ambientes de la clase dominante y entre los advenedizos de clase media, formados en las universidades y escuelas de administración bajo los principios liberales y mimados con cuantiosas prebendas materiales[7]. El aparato del Estado es, como ya advirtieron Marx y Engels[8], una maquinaria de dominación de clase que no se puede reformar, sino que debe ser demolida y sustituida por un Estado obrero. Por supuesto, no está descartado que elementos individuales del aparato del Estado, o incluso ciertas capas del mismo, puedan ser ganados para la revolución[9], pero esto entra dentro del terreno de lo excepcional.
Los teóricos liberales llevan ciento dos años demonizando la Revolución de Octubre. Fue, según ellos, un hecho desgraciado, un golpe de estado que laminó las incipientes instituciones republicanas que, según ellos, hubieran asegurado el progreso de Rusia bajo el manto de la democracia liberal y el apoyo de las potencias democráticas occidentales. No nos vamos a detener aquí en relatar la historia de la mayor revolución que ha conocido la humanidad[10], sino que nos limitaremos a comentar qué fue lo que esta revolución aportó como alternativa a la limitada democracia liberal.
Octubre no sólo mantuvo el sufragio universal que las masas ganaron en Febrero, sino que se basó en el cuerpo político más democrático que se haya conocido hasta hoy: los soviets. Estos representaban una forma de democracia más amplia y directa que el más democrático de los parlamentos burgueses. En esencia, los sóviets eran asambleas amplias formadas por delegados elegidos directamente por la población en sus centros de trabajo y en sus barrios. Estos delegados podían ser elegidos y revocados en cualquier momento. A su vez, cada soviet de fábrica y barrio se coordinaban a nivel local, y éstos elegían representantes a nivel provincial y estatal, Cada 6 meses se celebraba un congreso nacional de sóvits de toda Rusia que elegía al gobierno (el Consejo de Comisarios del Pueblo), también sometido a revocación en cualquier momento. La burguesía nunca pudo controlar los soviets, pese a los esfuerzos de los dirigentes reformistas mencheviques y socialrevolucionarios, sino que se les opuso desde el principio, porque desde el principio la burguesía entendió que los soviets surgían de las masas populares y eran la expresión institucional del auge revolucionario. Lenin también entendió eso, y sacó la conclusión de que los soviets tenían que ser la base del estado obrero. Fue precisamente el carácter profundamente democrático y plebeyo de los soviets lo que les permitió a los bolcheviques ganar la mayoría en los mismos y conducirlos hacia la toma del poder.
Los soviets significaban, en la práctica, el paso de la democracia formal a la democracia real, aquella que no está al servicio de los capitalistas sino de la mayoría de la población. La democracia obrera basada en los soviets consiguió extender los derechos de ciudadanía a un nivel nunca visto ni siquiera en los países más avanzados de Europa occidental. Esto fue especialmente significativo en el control obrero de la producción, en los derechos de la mujer a todos los niveles, en la despenalización de la homosexualidad, en la democratización del ejército… La premisa material para todo ello fue la nacionalización de las palancas fundamentales de la economía para ponerlas a producir, no ya en beneficio de un puñado de capitalistas, sino para cubrir las necesidades esenciales de la población. Este era el programa de los marxistas, no sólo para Rusia y las nacionalidades del viejo imperio, sino para todo el mundo civilizado. Sobre este programa se construyó en 1919 la Internacional Comunista.
Los marxistas sostenemos que, mientras exista el capitalismo, no habrá una democracia plena, sino esta democracia limitada por los intereses de una minoría de poderosos. Por supuesto que los marxistas vamos a luchar por la mayor extensión posible de los derechos democráticos de la mayoría, aun bajo el capitalismo, y vamos a oponernos, como nos hemos opuesto siempre, a cualquier involución. Sin embargo, sostenemos que, para asegurar y ampliar los derechos democráticos de la mayoría, es necesario superar el sistema capitalista, es necesario liberar el inmenso potencial productivo de la tierra y del ser humano del corsé de la propiedad privada y el estado nacional. Esta es la única manera de evitar el peligro de la involución democrática, de resolver los conflictos nacionales, de solucionar la crisis climática y de abrir el camino para una verdadera democracia plena para toda la humanidad.
[1] Se puede traducir indistintamente como Código sangriento o como Maldito código.
[2] El insigne poeta y revolucionario romántico Lord Byron, el único miembro de la Cámara de los Lores que se opuso a la ampliación del Bloody Code, glosó este conflicto en uno de sus poemas: “Un hombre vale menos que una máquina tejedora / Y la seda se vende a mejor precio que la vida / Las horcas de Sherwood mostrarán / Comercio y Libertad prosperando sin parar… / Algunos en el pueblo han encontrado ofensivo y mezquino, / Cuando merodea la hambruna y los pordioseros se agotan, / Que una vida valga menos que un par de medias / Que la rotura de una máquina lleve a la rotura de los huesos”.
[3] En Australia y en varios estados de EEUU tenían por aquel entonces derecho al voto los hombres y mujeres blancos. Aun hoy en día en EEUU, la cuna de la libertad, rige una especie de sufragio censitario en la práctica, dado que es obligatorio inscribirse para votar, lo que deja fuera de la participación electoral a amplias capas de los trabajadores y los pobres de las minorías.
[4] Por el contrario, Italia, Francia y Gran Bretaña mantuvieron el derecho al voto sólo para los hombres hasta los años 40.
[5] Los demócratas liberales siempre subrayan el papel, sin duda importante, de la diputada republicana Clara Campoamor en la consecución del voto femenino, pero ocultan sistemáticamente el papel de las organizaciones obreras, particularmente anarquistas y socialistas, que hacía años que reclamaban el derecho al voto para las mujeres.
[6] Por supuesto, con las excepciones de España y Portugal.
[7] Léase el artículo de David Rey Así saquea al pueblo el patriotismo españolista.
[8] Prefacio a la edición alemana de 1872 del Manifiesto Comunista.
[9] Como ocurrió en la Revolución portuguesa de 1974, en la que la oficialidad media del Ejército jugó un papel de dirección.
[10] Léase nuestra serie de artículos sobre la historia de la Revolución Rusa, publicada en 2017.
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