40º aniversario de la Constitución de 1978 – Crisis de régimen, república y socialismo
El régimen del 78 celebra ahora el 40º aniversario de la aprobación de su Constitución en el referéndum del 6 de diciembre de 1978. Dicha Constitución confirmaba la reinstauración de la monarquía borbónica, la impunidad de los crímenes del franquismo y la preservación del aparato del Estado de la dictadura, a cambio del reconocimiento de las libertades democráticas formales.
El proceso que dio origen a la actual Constitución, iniciado tras la muerte de Franco y conocido como “La Transición”, fue en realidad un pacto espurio entre los dirigentes de la izquierda y del movimiento obrero español –PCE y PSOE y los sindicatos CCOO y UGT– con los herederos del régimen franquista, que frustró las ansias de millones por un cambio revolucionario de sociedad.
La actual crisis económica, social y política en el Estado español –que es parte de la crisis orgánica global del sistema capitalista– ha conducido a una crisis del régimen surgido de la Constitución de 1978, con el cuestionamiento de todas sus instituciones. Por eso no es casual que una capa cada vez más amplia de la población, particularmente de la joven generación, esté tratando de indagar, estudiar y revisar críticamente aquel período de nuestra historia.
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¿Una correlación de fuerzas desfavorable?
Los dirigentes de la izquierda han tratado de justificar su lamentable papel en la Transición, aceptando la continuidad de la monarquía borbónica, la impunidad de los crímenes franquistas y el olvido de nuestros mártires en las cunetas, por “la desfavorable correlación de fuerzas” que, según ellos, había en la sociedad y “el peligro de un golpe de Estado” si se iba demasiado lejos en las reivindicaciones democráticas.
Como marxistas y participantes en la lucha contra la dictadura, denunciamos esto como una falsificación histórica.
Si hubiera sido así, ¿qué necesidad tenía el bando franquista de hacer concesiones democráticas relevantes? En realidad, el miedo estaba enteramente en dicho bando. Eso explica sus concesiones.
El elemento más significativo de la lucha contra el franquismo fue el papel de la clase obrera. Desde inicios de los años 60, los trabajadores españoles desataron un movimiento huelguístico sin precedentes en la historia bajo un régimen de dictadura.
Así, en el trienio 1964/66 hubo 171.000 jornadas de trabajo perdidas en conflictos laborales; en 1967/69: 345.000; en 1970/72: 846.000 y en 1973/75: 1.548.000. Tras la muerte de Franco, el movimiento adquiere unas dimensiones insólitas: desde 1976 hasta mediados de 1978 se perdieron nada menos que 13.240.000 jornadas en conflictos laborales.
La principal fuerza impulsora de estas luchas fue CCOO, dirigida por el PCE, que ya en 1975 había copado dentro del sindicato franquista (el llamado Sindicato Vertical) la representación mayoritaria de los trabajadores en las grandes empresas. Los convenios laborales del régimen eran rotos por la acción directa de los trabajadores quienes elegían a sus propios representantes a través de “Comisiones Representativas” ¡Y todo esto en una situación de dictadura!
En paralelo, en 1975-1977 se crearon cientos de Asociaciones de Vecinos por todo el país, que eran organizaciones populares de masas en los barrios obreros y pueblos, con decenas de miles de participantes, que luchaban contra las deficientes condiciones e infraestructuras de las barriadas populares.
El ejército y la Iglesia estaban en crisis y fracturados. En agosto de 1974 se creó clandestinamente la Unión Militar Democrática (UMD). En el momento de su desarticulación (julio de 1975) llegó a tener 200 miembros, entre oficiales y suboficiales, con ramificaciones hasta en la Guardia Civil. Y si éste era el ambiente en sectores de la oficialidad, podemos imaginarnos el que existía en la tropa.
En la Iglesia, un número creciente de clérigos de base simpatizaba abiertamente con las luchas obreras y movimientos de izquierdas, dejando los salones parroquiales para todo tipo de reuniones clandestinas.
Cuando los sectores “ultras” del franquismo se movieron en dirección a la represión sangrienta: Vitoria (marzo de 1976), Montejurra (mayo de 1976), los crímenes de Atocha de Madrid (enero de 1977), la Semana por la Amnistía en Euskadi (mayo de 1977)…, provocaban una radicalización y una respuesta de tipo insurreccional entre la clase obrera y la juventud. Fue esto, y sólo esto, lo que provocó la lucha interna dentro de la burocracia franquista donde se impuso su sector “reformista”.
En realidad, en la España de 1975-1977 estaba incubándose una crisis revolucionaria similar a la que hubo un par de años antes en Grecia y Portugal. Un intento de golpe militar en esos años hubiera provocado un estallido revolucionario abierto.
No fue la fortaleza de la reacción, sino el miedo a la revolución, la desconfianza en los trabajadores y la renuncia al socialismo, por parte de las direcciones reformistas del PCE y PSOE, las responsables de que la lucha de masas contra el régimen franquista no culminara en una transformación radical de la sociedad española en líneas socialistas y republicanas.
Décadas antes, la dirección del PCE ya había proclamado la “Reconciliación Nacional”, buscando un acuerdo con algún sector del franquismo:
«Existe en todas las capas sociales de nuestro país el deseo de terminar con la artificiosa división de los españoles en «rojos» y «nacionales», para sentirse ciudadanos de España, respetados en sus derechos, garantizados en su vida y libertad, aportando al acervo nacional su esfuerzo y sus conocimientos….
«…El Partido Comunista de España, al aproximarse el aniversario del 18 de julio, llama a todos los españoles, desde los monárquicos, democristianos y liberales, hasta los republicanos, nacionalistas vascos, catalanes y gallegos, cenetistas y socialistas a proclamar, como un objetivo común a todos, la reconciliación nacional». (Por la reconciliación nacional, por una solución democrática y pacífica del problema español, declaración del Partido Comunista de España, junio de 1956).
¡Bien se ve lo poco que han innovado ideológicamente los próceres de la «nueva política»: ni rojos ni azules, ni izquierda ni derecha, ciudadanos de España, etc.!
Así, pues, 20 años antes de la «gloriosa» Transición, cuando el régimen franquista seguía fusilando, ya la dirección del PCE pergeñaba, hasta en sus detalles, lo que sería el resultado de la mentada Transición.
Contra lo que dicen Alberto Garzón y Pablo Iglesias, la Constitución de 1978 no fue el resultado de la «desfavorable correlación de fuerzas» –¡la realidad era justamente la contraria!– sino el objetivo buscado por la dirección del PCE ¡desde 20 años antes! que contenía una traición a las expectativas de un cambio revolucionario anhelado por la mayoría de la sociedad.
Elecciones constituyentes de junio de 1977: un fraude “democrático”
La situación revolucionaria de los años 76-77 no pudo desarrollarse hasta su conclusión final por el freno y la parálisis del movimiento que conscientemente ejercieron las direcciones del PCE-PSOE y de CCOO-UGT, limitando la movilización, enfriando los ánimos, aislando los conflictos; frustrando en definitiva la indignación de la clase trabajadora por ajustarle las cuentas al viejo régimen.
Desviaron las ilusiones de las capas avanzadas y, a través de ellas, de las masas más amplias, hacia el parlamentarismo burgués.
A las capas más atrasadas, recién despertadas a la política, les plantearon un camino aparentemente “más fácil” e “indoloro” de terminar con la dictadura, y era confiar en los “nuevos demócratas” del viejo régimen franquista a quienes los dirigentes de la izquierda les acababan de otorgar sus credenciales democráticas. Fue este sector de las masas el que fue engañado a favor de confiar en el “centro” de Adolfo Suárez y en el rey Juan Carlos.
Es falso que las elecciones del 15 de junio de 1977 fueran democráticas. El PCE no fue legalizado hasta el mes de abril, dos meses antes. El régimen premió al PSOE, aparentemente más domesticable por sus vínculos con la socialdemocracia internacional, pese a que en palabras, sus posiciones sonaban más izquierdistas que las del PCE. Legalizado en febrero tuvo más tiempo para promocionarse.
La izquierda apenas tuvo acceso a los medios de comunicación oficiales, volcados desvergonzadamente hacia la UCD, que disponía de todos los recursos del Estado y de los grandes empresarios y banqueros.
Se impidió votar a los menores de 21 años (2 millones de jóvenes de 18 a 20 años), que eran mayoritariamente votos de izquierda, y a los emigrantes, 1 millón, fundamentalmente trabajadores que simpatizaban con la izquierda.
Se dio una representación parlamentaria mayor a las provincias más despobladas y atrasadas políticamente –como ahora– para castigar el voto de izquierdas concentrado en las grandes ciudades y núcleos industriales. Se introdujo el antidemocrático sistema D’Hont para asignar diputados, que favorece a la lista más votada, premiando a la UCD por haber en la izquierda una mayor división del voto ( PSOE, PCE y Partido Socialista Popular, de Tierno Galván).
Además, el régimen impuso un sistema bicameral, con el Senado, que tiene derecho de veto en primera instancia sobre las decisiones del Congreso. La elección del Senado era aún más antidemocrática, porque daba la misma representación a todas las provincias (3 senadores), incrementando el peso del sector más conservador del país. Para hacerlo aún más antidemocrático, 41 de los 258 senadores fueron elegidos por Designación Real; es decir, a dedo por Juan Carlos, para asegurar una mayoría favorable al nuevo régimen monárquico.
Lamentablemente, la izquierda aceptó todo esto. Más grave aún era el hecho de que estas elecciones tenían un carácter constituyente; el parlamento elegido tenía como cometido elaborar una Constitución. Una amenaza de boicot a las elecciones, sustentada en la movilización popular, habría obligado al régimen a dar marcha atrás y asegurar unas elecciones en condiciones verdaderamente democráticas. Pero los dirigentes de la izquierda no protestaron porque ya habían llegado a un acuerdo con el régimen. Habían acordado en los despachos y negociaciones a puerta cerrada el mantenimiento de la monarquía y del aparato de Estado franquista, y habían renunciado a la república. Necesitaban justificar esto ante sus bases, quedando en minoría parlamentaria para que los “nuevos demócratas” exfranquistas, y no la izquierda, pilotaran la “transición”.
Finalmente, la UCD de Suárez y la Alianza Popular de Fraga, consiguieron el 42,5% de los votos, ¡y el 52% de los escaños del Congreso, 181! El PSOE, PCE y PSP consiguieron más votos, el 43,1% ¡pero sólo el 41% de la representación parlamentaria, 144 diputados! La izquierda ganó ampliamente en las grandes ciudades y centros industriales. Si a estos resultados se hubieran unido los votos de los jóvenes y emigrantes que no pudieron votar, la victoria de la izquierda habría sido aplastante.
En el Senado, de los 258 senadores elegidos, gracias al “dedazo” de Juan Carlos fueron elegidos 145 senadores derechistas y “exfranquistas”.
La trampa tuvo éxito: franquistas y “exfranquistas” consiguieron mayoría absoluta en ambas cámaras, y eso prefiguró el texto de la futura Constitución, que fue finalmente votada por el pueblo sin entusiasmo y por carecer de otra alternativa. En Euskadi, la abstención y los votos negativos superaron a los afirmativos.
El texto constitucional
Los derechos democráticos disfrutados en el Estado español, aun con su limitado alcance y su cercenamiento progresivo a lo largo de décadas, fueron un subproducto de la lucha revolucionaria de la clase trabajadora contra la dictadura. No los trajo la Constitución ni, mucho menos, Juan Carlos y Suárez. La Constitución, redactada por un parlamento surgido de unas elecciones semidemocráticas y semifraudulentas, se limitó a constatar simplemente el grado de apertura democrática pactado entre los franquistas y los dirigentes del movimiento obrero.
La Constitución española de 1978, como las Constituciones de todos los países capitalistas, son una hoja de parra hipócrita y falsa que cubre la dictadura del gran capital sobre la vida de millones de seres humanos en cada país, pues son aquéllos y sus intereses quienes deciden quién trabaja y come, y quién no; lo que el Estado puede recaudar o no, etc. aparte de tejer mil y un hilos invisibles que unen el poder de las grandes empresas con las altas esferas del gobierno, de la judicatura, del ejército y de la policía.
La Constitución española, como todas las demás, es muy grandilocuente garantizando de palabra, el derecho al trabajo, a la vivienda, a la jubilación, a la educación, a la sanidad, o la libertad de expresión y reunión, la inviolabilidad de las comunicaciones y de los domicilios, el desarrollo de los “pueblos de España”, la prohibición de la tortura, etc. Es pura palabrería y demagogia destinada a engañar, para hacer creer que la Constitución, de algún modo, protege y ampara al pueblo. En realidad, la Constitución está plagada de un montón de cláusulas de salvaguarda y de disposiciones reaccionarias para suprimir los derechos democráticos en caso de amenazas a los intereses del Estado capitalista y de la clase dominante, por parte de la clase trabajadora. Por no hablar de la anulación cotidiana de muchos de estos derechos a través de los abusos de las fuerzas policiales, la actuación de la judicatura, o la aprobación de leyes que contradicen directamente el texto constitucional (ley Mordaza, leyes antiterroristas, etc.).
Así, en relación a la Cuestión Nacional, la Constitución en sus artículos 2, 3, 8, 30 y 155 consagra la “unidad indisoluble de la Nación española” y la “integridad territorial” defendida por “las Fuerzas Armadas”, así como la potestad del Estado de disolver las autonomías como hemos visto en Catalunya. De esta manera, se cercena de raíz y se persigue penalmente la práctica de un derecho democrático básico como el Derecho de Autodeterminación.
Es falso que España sea un Estado aconfesional. En los artículos 16.3 y 27.3 se declara expresamente que: “Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica”, y que la formación religiosa para los niños estará garantizada por los “poderes públicos”.
En materia de libertades, los artículos 16, 55 y 116 limitan todos los derechos democráticos –incluidas las huelgas, manifestaciones y libertad de expresión– dentro de lo que el gobierno considere “mantenimiento del orden público”; o se anulan, directamente, para el conjunto de la población o para personas y grupos determinados, cuando se proclaman los Estados de alarma, de sitio y de excepción por el gobierno o el Parlamento.
El conocido artículo 135, reformado por PSOE y PP en 2011, somete al Estado español a la dictadura de Bruselas al obligar a acatar el déficit presupuestario impuesto por la Unión Europea.
Quizás la parte más peligrosa está reservada a los poderes otorgados al Rey, consagrados en los artículos 56, 62, 63 y 92. En el artículo 56.1 se dice que el Rey “arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones”; es decir, lo habilita a intervenir de motu propio en política y ejercer un papel de “padrecito protector” –esto es, como un Bonaparte– por encima del gobierno y del parlamento. También “ejerce el mando supremo del ejército”, por encima del gobierno. Su firma es imprescindible para la entrada en vigor de cualquier ley, convocar elecciones y referéndums, disolver el parlamento, concertar acuerdos internacionales, hacer la guerra o firmar la paz. Sólo él puede nombrar al Presidente del gobierno y confirmar a cualquier ministro en su cargo. Lo más escandaloso: “La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad” (artículo 56.3); es decir, puede cometer cualquier delito –incluso la rebelión militar– y no ser imputado.
Los artículos 117, 159 y 161 consagran los poderes y privilegios de la alta casta judicial, reclutada casi sin excepción en la misma clase dominante: Tribunal Supremo, Audiencia Nacional y Tribunal Constitucional, otorgándoles un poder discrecional, sus miembros son inamovibles y están fuera de todo control por parte del pueblo.
Por último, los artículos finales, 167 y 168, dedicados a la reforma constitucional son un blindaje contra toda reforma que trate de escapar del control de la clase dominante, al requerir cualquier propuesta de reforma el apoyo de dos tercios del Congreso y el Senado.
La conclusión es clara, sólo una revolución podría abrir un verdadero proceso constituyente alternativo al actual régimen del 78.
Está claro que el régimen actual y su Constitución son incapaces de encarar las transformaciones básicas para satisfacer las necesidades sociales y democráticas de la mayoría de la población. Hay tareas democráticas inconclusas que exigen una resolución: la depuración del aparato del Estado de personas vinculadas o afines al franquismo, la completa separación de la Iglesia del Estado, la elección del Jefe del Estado por el pueblo – República – y de los jueces por la población, así como el “derecho a decidir” de las nacionalidades históricas.
La oligarquía económica de los bancos y grandes empresas, y las altas instituciones del Estado, han fracasado completamente en ofrecer un futuro a millones de trabajadores y jóvenes. Al contrario, sólo ofrecen desempleo, pobreza creciente, salarios bajos, empleo precario, emigración, el desmantelamiento de los servicios sociales, impunidad, corrupción y enriquecimiento de los poderosos, y el incremento de la represión policial y judicial contra los trabajadores y la juventud que luchan.
La corriente marxista Lucha de Clases apoya la apertura de un nuevo proceso constituyente para abolir el Estado monárquico actual, sustentado en un aparato burocrático procedente, sin apenas cambios, del franquismo. Defendemos una República basada en las conquistas y derechos democráticos más avanzados, que incluya el derecho de autodeterminación de las nacionalidades históricas, pues la única unión que nos interesa es la unión voluntaria de los pueblos que conforman el Estado español.
Sin embargo, consideramos imposible avanzar hacia este modelo de Estado sin transformar paralelamente las estructuras económicas del sistema capitalista, de donde se sustentan y nutren las fuerzas reaccionarias sociales y represivas que se oponen al avance, al progreso y al bienestar de la mayoría de la sociedad.
La soberanía popular no puede consistir en una serie de derechos políticos enumerados en un papel; sino que debe completarse con la propiedad colectiva, democráticamente gestionada, de las palancas fundamentales de la economía (la gran propiedad industrial, terrateniente, financiera y comercial) y de los recursos naturales de nuestros territorios, para planificarlos democráticamente a fin de ponerlos al servicio del bienestar general y dar plena satisfacción a las acuciantes necesidades sociales.
Por lo tanto, debemos vincular la lucha por la República con la expropiación de esas palancas fundamentales y arrancarlas de las 200 familias que las poseen.
En definitiva, vinculamos la lucha por una República democrática y avanzada de los pueblos ibéricos, federados en pie de igualdad, a la lucha por la transformación socialista de la sociedad, como primer paso para el establecimiento de una federación socialista de pueblos europeos en la antesala de un mundo socialista sin fronteras.
«La vida enseña» como le gustaba repetir a Lenin. La profundidad de la crisis orgánica del sistema capitalista a nivel internacional mostrará cada vez más palpablemente a la clase obrera que bajo el capitalismo no hay salida; y la necesidad de tomar en sus manos el control de la sociedad para gestionarla en interés de la inmensa mayoría que somos los trabajadores y nuestras familias.
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