América Latina en revolución: lecciones del octubre rojo

El mes de octubre de 2019 estuvo marcado por una oleada insurreccional en América Latina. Del 2 al 14 de ese mes se desarrolló un magnífico levantamiento obrero e indígena en Ecuador contra el paquetazo del FMI que el gobierno de Lenín Moreno quería imponer. Casi inmediatamente le siguió el estallido insurreccional en Chile cuyo inicio se puede fijar en la jornada del 18 de octubre y que continúa todavía, aunque con menor intensidad, en el momento de escribir estas líneas en enero de 2020.

No estamos hablando simplemente de movimientos de protesta que exigen una serie de reivindicaciones, sino de algo más. Se trata de movimientos que toman acción directa para conseguir sus objetivos, no se amilanan ante la represión, desafían no solo a una decisión del gobierno, sino al gobierno mismo y en realidad a todo el status quo, que empiezan a construir organismos embrionarios de poder obrero e incluso organizaciones de autodefensa de las masas ante la represión. Estamos hablando pues de insurrecciones con características revolucionarias.

Es más, estos movimientos no se limitan a un solo país, sino que en un período breve de tiempo se han extendido de un país a otro. Podemos citar el enorme movimiento en Puerto Rico que durante diez días en julio de 2019 puso a cientos de miles en las calles y finalmente forzó la dimisión del odiado gobernador Rosselló. El hecho es todavía más significativo teniendo en cuenta que, oficialmente, Puerto Rico es territorio de los EEUU.

Mención aparte merece el movimiento revolucionario en Haití que durante prácticamente once meses ha sacudido el país caribeño. Empezando en febrero, cientos de miles han salido a la calle en manifestaciones masivas, huelgas generales, boicots y enfrentamientos con la policía, en protesta contra la corrupción del gobierno títere de Jovenel Moïse, contra la represión, la miseria y la injerencia imperialista. El saldo mortal es incierto, pero más de 40 personas fueron asesinadas por la represión del estado entre setiembre y noviembre.

Es necesario señalar al estallido en Chile le siguió el paro nacional del 21 de noviembre en Colombia, una movilización que a pesar de estar convocada solamente para un día, se prolongó en los días siguientes, y que marca un antes y un después en la lucha obrera y social en este país. Tampoco en el caso de Colombia se trata de un simple movimiento de protesta, sino de una impugnación general del régimen que continúa hasta el día de hoy.

Estos movimientos en América Latina, aunque tienen sus propia características, forman parte también de un proceso más amplio a nivel internacional que incluye las revoluciones en Sudán y Argelia, los movimientos revolucionarios y de masas en Hong Kong, Líbano, Iraq e incluso en en Irán a lo largo del año 2019. También las protestas en Catalunya en octubre forman parte de la misma oleada. En todos estos casos hemos visto algunas características comunes: brutal represión estatal, la resiliencia de las masas que no retroceden, el cuestionamiento de todo el régimen, el descrédito de las organizaciones tradicionales y un fuerte elemento de espontaneísmo.

A estos factores debemos añadir también, y de manera muy destacada, el papel de la juventud que ha estado en la primera línea de la lucha y sobretodo de los enfrentamientos con las fuerzas del orden. Se trata de una generación de jóvenes que han entrado a la vida política consciente al calor de la gran recesión capitalista de 2008, a los cuales el capitalismo no ofrece ninguna perspectiva, condenados a la precariedad en el empleo y que han reaccionado con furia ante el callejón sin salida al que se enfrentan.

El mito de la “ola conservadora”

En el caso de América Latina, el octubre rojo de 2019 viene a enterrar definitivamente el cadáver insepulto de la “ola conservadora” y la “muerte de la izquierda” que comentaristas burgueses, pero también académicos y organizaciones de izquierdas, habían anunciado con bombo y platillo.

En marzo de 2016, el político mexicano Jorge Castañeda, que pasó de ser militante del Partido Comunista a ministro del gobierno reaccionario de Vicente Fox Quesada, publicaba una columna en el New York Times con el título “La muerte de la izquierda latinoamericana”. Apoyándose en las derrotas electorales del kirchnerismo en Argentina y del PSUV en Venezuela, Castañeda decretaba “la muerte”, fíjense bien, no el declive, ni el retroceso, sino la muerte, de la izquierda latinoamericana.

En Brasil, ya en octubre de 2014, el dirigente del Movimiento de los Trabajadores Sin Techo (MTST) Guilherme Boulos, hablaba de una “ola conservadora” en su columna de opinión en la Folha de São Paulo. La idea de este y otros comentaristas de izquierdas era la de que se estaba produciendo en América Latina, un corrimiento del electorado hacia la derecha. Algunos llegaban a señalar que el motivo era el siguiente: los “gobiernos progresistas” habían aumentado el nivel de vidas de las masas, sacado a la población de la pobreza, y ahora que estas eran de “clase media” su conciencia había cambiado y votaban a la derecha. Una teoría tan simple como errónea que además tenía el valor añadido de echar la culpa a las masas y eximir a los dirigentes de toda responsabilidad.

Como ya explicamos en aquél entonces, en repetidas ocasiones, no estábamos en América Latina ante una ola conservadora y el anuncio de la muerte de la izquierda era muy precipitado. Es cierto que en un período corto de tiempo vimos la derrota del kirchnerismo en las elecciones de noviembre de 2015, la derrota del PSUV en las elecciones a la asamblea nacional de diciembre de 2015, la derrota de Evo Morales en el referéndum constitucional en Bolivia en febrero de 2016, el impeachment de una Dilma extremadamente impopular en 2016, etc. Todos estos fenómenos no son casuales y es necesario explicarlos.

Los “gobiernos progresistas”

En primer lugar debemos señalar que no es posible poner a todos los gobiernos que se agrupan generalmente bajo la etiqueta de “gobiernos progresistas” en el mismo saco. Evo Morales llegó al poder como producto secundario de dos levantamientos revolucionarios (en 2003 y 2005) en el que la clase obrera podía haber tomado el poder, pero no lo hizo por falta de dirección. El MAS se benefició de ese desenlace y desde el poder trabajó por recuperar la legitimidad de las instituciones burguesas.

Algo parecido se puede decir del kirchnerismo en Argentina, que llegó al poder después del estallido revolucionario en diciembre de 2001. El argentinazo puso en tela de juicio todas las instituciones de la democracia burguesa con su “que se vayan todos” y tumbando sucesivos gobiernos. El kirchnerismo cerró esa crisis revolucionaria abierta y devolvió la legitimidad a esas mismas instituciones.

Lo mismo sucedió en Ecuador, donde la revolución ciudadana de Correa ganó las elecciones después de una serie de levantamientos insurreccionales que habían tumbado a los gobiernos del “loco” Bucaram (1997), de Jamil Mahuad (2000) y de Lucio Gutiérrez (2005). De nuevo, la crisis revolucionaria se cerró por la vía del parlamentarismo burgués.

La revolución bolivariana en Venezuela fue diferentes de estos procesos, en el sentido de que, de todos ellos, fue el que más avanzó justamente en romper con el régimen capitalista, aunque nunca llegó a ir hasta el final. La elección de Chávez en 1998 y la derrota del golpe de estado de 2002 radicalizaron un proceso revolucionario que ya venía de antes y lo llevaron a empezar a chocar con los límites del sistema capitalista. Las tomas de fábricas (con apoyo de Chávez), las experiencias de control obrero (con apoyo de Chávez), la reforma agraria y la creación de las comunas (con apoyo de Chávez). Existía un proceso recíproco de radicalización entre las masas y el presidente, un proceso que se enfrentaba con la resistencia feroz de la burocracia y los reformistas, que llevó al propio Chávez a plantearse la necesidad del socialismo y de la abolición del estado burgués.

Sin embargo, lo cierto es que todos estos gobiernos sí tenían algo en común. Se beneficiaron de un prolongado ciclo alcista de los precios de las materias primas, del petróleo, los minerales, las exportaciones agrícolas, sobre la base del cual pudieron sufragar importantes gastos sociales, que tuvieron un impacto concreto sobre las condiciones de vida de las masas.

Empujados sobre todo por el crecimiento económico en China, los precios de las materias primas crecieron de manera sostenida entre 2003 y 2010. El precio del petróleo subió de menos de 30 dólares el barril a más de 100. El precio del gas natural había estado alrededor de 3 dólares por MMBtu (millones de unidades térmicas británicas) y aumentó a entre 8 y 18 dólares por MMBtu. El precio de la soja subió de un mínimo de 4 dólares por bushel a un máximo de más de 17 dólares. El cobre pasó de 0.67 dólares la libra, a 4,5 dólares. El zinc de un mínimo de 750 dólares por tonelada métrica a un pico de 4.600. El cobre de 3.500 dólares por tonelada métrica a un precio increíble de casi 33.000 dólares.

Todos estos gobiernos tuvieron un largo período de relativa estabilidad debido a dos factores clave que estaban inter-relacionados. Por un lado la fuerza del movimiento de las masas, que la clase dominante era incapaz de derrotar en un enfrentamiento directo. Los intentos de golpe de estado en Venezuela (2002), Bolivia (2008) y Ecuador (2010) fueron derrotados por la movilización de las masas. Esto estaba también vinculado con el alto precio de las materias primas que hemos descrito, que permitía la ilusión de que se podían llevar adelante programas sociales importantes que beneficiaban a millones de personas, evitando un choque directo con los límites del sistema capitalista.

El fin del boom de las materias primas sumió a toda la región en una recesión en 2014-15 y puso fin esa ilusión. Ese es el motivo económico de fondo de las derrotas electorales que hemos mencionado antes. El fin del crecimiento económico además, sacó a la luz e hizo más relevantes todas las limitaciones de esos gobiernos. El burocratismo en las organizaciones, la cooptación de los movimientos, las concesiones a la burguesía, el imperialismo y las multinacionales.

Lejos de una situación en la que las masas de la clase trabajadora giraran a la derecha y pasaran a votar por partidos reaccionarios, lo que vimos en realidad fue un aumento de la apatía, el escepticismo y la abstención del electorado que había mantenido a estos gobiernos en el poder. Seguían hablando de “socialismo del siglo 21”, “revolución ciudadana”, “proceso de cambios”, etc., pero cada vez había una distancia mayor entre las grandes frases y la realidad concreta.

La burguesía, que nunca se había reconciliado con estos gobiernos por los vínculos que tenían en la imaginación de las masas con los procesos revolucionarios que, de manera distorsionada, les habían llevado al poder, decidió que era el momento de pasar a la ofensiva. Querían tomar control directo del poder político de nuevo, a través de sus representantes directos, para llevar a cabo una política de contra-reformas y ataques más abierta.

Sin embargo es totalmente erróneo hablar de una “ola conservadora”. Los nuevos gobiernos reaccionarios electos no cuentan con una base de apoyo sólida entre las masas. Fueron aupados al poder con mayorías muy estrechas o mediante subterfugios (como en el caso de Lenín Moreno). Y en cuanto empezaron a aplicar su programa de ataques, el programa que la burguesía necesita para hacer pagar la crisis a los trabajadores, se enfrentaron a movilizaciones masivas en contra. Lejos de ser gobiernos estables, asentados sobre un supuesto giro a la derecha de las masas, son gobiernos extremadamente inestables y que amenazan con abrir de nuevo crisis revolucionarias como las que vimos a principios de siglo.

Quizás el caso más emblemático es el del gobierno de Macri en Argentina. Cuando trató de aplicar el ataque a las pensiones en diciembre de 2017 se enfrentó a una enorme ola de protestas y enfrentamientos que le hizo abandonar la idea de aplicar la contra-reforma laboral. El gobierno de Macri se ha enfrentó a cinco huelgas generales, y de no haber sido por las elecciones en octubre de 2019, es posible que hubiera terminado derrocado por un levantamiento revolucionario. Los dirigentes sindicales y kirchneristas se emplearon a fondo para impedirlo y desviar todo el descontento hacia la vía electoral. Esto no es exactamente lo que se podría entender por una “ola conservadora”.

Incluso en Brasil, donde la clase dominante perdió el control directo de los acontecimientos después del impeachment de Dilma con la elección de un demagogo reaccionario como Bolsonaro con una amplia mayoría en las urnas, eso no significó una base sólida para una política de ataques abiertos. La llegada al poder de Bolsonaro, no representa la “victoria del fascismo” como muchos en la izquierda pensaron. Es obviamente un gobierno reaccionario y profundamente anti-obrero y anti-democrático. Pero no es un gobierno fuerte que se asiente sobre una masa enloquecida de la pequeña burguesía y la supresión física de las organizaciones obreras. Al contrario, a los pocos meses de su elección, el aspirante a bonaparte se enfrentaba a una enorme movilización espontánea de cientos de miles encabezada por la juventud estudiantil y a una huelga general de millones en defensa de las pensiones. Ese movimiento fue derrotado por el papel nefasto de la dirección sindical, pero reveló la auténtica correlación de fuerzas potencial que existe. Un gobierno dividido internamente, con una fuerte caída de su popularidad, enfrentado a un movimiento que a apenas pocos meses de su elección ya levantaba la consigna de “fuera Bolsonaro”.

Esta es la auténtica situación en la que nos encontramos, con diferencias y particularidades nacionales, en América Latina. Sí, es el fin de una etapa. Pero no es el inicio de ninguna ola conservadora. La ilusión de que era posible gestionar el débil y dominado capitalismo latinoamericana concediendo al mismo tiempo reformas sociales se ha desvanecido. Entramos en una fase de agudización de la lucha de clases, de ataques brutales a las condiciones de vida de las masas y como consecuencia, de movilizaciones masivas e incluso estallidos revolucionarios como los que hemos presenciado en los últimos meses.

Características revolucionarias

Es necesario analizar estos levantamientos, examinar sus rasgos más importantes y extraer conclusiones de los mismos. No hay duda que el tanto en Ecuador como en Chile, podemos observar importantes rasgos insurreccionales y revolucionarios.

¿Qué es una revolución? En su prólogo a la Historia de la Revolución Rusa, León Trotsky afirma que:

“El rasgo característico más indiscutible de las revoluciones es la intervención directa de las masas en los acontecimientos históricos. En tiempos normales, el Estado, sea monárquico o democrático, está por encima de la nación; la historia corre a cargo de los especialistas de este oficio: los monarcas, los ministros, los burócratas, los parlamentarios, los periodistas. Pero en los momentos decisivos, cuando el orden establecido se hace insoportable para las masas, éstas rompen las barreras que las separan de la palestra política, derriban a sus representantes tradicionales y, con su intervención, crean un punto de partida para el nuevo régimen. (…) La historia de las revoluciones es para nosotros, por encima de todo, la historia de la irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus propios destinos.”

Lenin, en 1915, trataba también de identificar los síntomas de una situación revolucionaria:

“¿Cuáles son, en términos generales, los síntomas distintivos de una situación revolucionaria? Seguramente no incurrimos en error si señalamos estos tres síntomas principales: 1) La imposibilidad para las clases dominantes de mantener inmutable su dominación; tal o cual crisis de las “alturas”, una crisis en la política de la clase dominante que abre una grieta por la que irrumpen el descontento y la indignación de las clases oprimidas. Para que estalle la revolución no suele bastar con que “los de abajo no quieran”, sino que hace falta, además, que “los de arriba no puedan” seguir viviendo como hasta entonces. 2) Una agravación, fuera de lo común, de la miseria y de los sufrimientos de las clases oprimidas. 3) Una intensificación considerable, por estas causas, de la actividad de las masas, que en tiempos de “paz” se dejan expoliar tranquilamente, pero que en épocas turbulentas son empujadas, tanto por toda la situación de crisis, como por los mismos “de arriba”, a una acción histórica independiente.”

Ecuador

En el caso del levantamiento de octubre en el Ecuador podemos ver claramente rasgos revolucionarios en la situación. Lo que provoca el estallido es el paquetazo de Lenín Moreno. Cuando las masas entran en escena, el gobierno trata de aplastar el movimiento con una combinación de represión brutal que incluye el estado de sitio el toque de queda, con concesiones (la retirada del decreto sobre el subsidio al combustible a los pocos días). Pero eso no funciona. Al contrario, en este caso, la represión espolea el movimiento de las masas. Toda la rabia contenida sale a la superfície.

En ese momento y de manera muy significativa empiezan a surgir elementos de doble poder. Las masas movilizadas desafían el poder establecido de las instituciones burguesas y los cuerpos de hombres armados que las defienden.

El gobierno decreta el estado de excepción a lo que la CONAIE, que jugó el papel principal en la dirección del movimiento, responde declarando su propio estado de excepción en el que se afirma que ni la policía ni el ejército son bienvenidos en sus comunidades. Y esto no es una simple declaración, sino que se pone en práctica. En varias comunidades efectivos de élite del ejército y la policía son secuestrados por la población y no pueden abandonar las comunidades más que sobre la base de negociaciones con sus dirigentes.

En varias provincias se producen también tomas de gobernaciones. Es decir, el pueblo organizado desafía al gobierno y toma las instituciones. En el momento álgido de la insurrección el gobierno de Moreno es obligado, casi físicamente, a huir del palacio de gobierno y abandonar la capital Quito para refugiarse en Guayaquil. No solamente esto sino que las masas movilizadas tomaron, brevemente el edificio de la asamblea nacional, con la idea de instalar una Asamblea del Pueblo, es decir, su propio organismo de poder en oposición al poder de la burguesía.

Claramente, los miles que marchan de las provincias a la capital no van solamente a dialogar con el gobierno, sino que van en un primer momento a imponer sus exigencias y después, cuando la represión brutal ha causado ya más de una docena de muertos, a tumbar el gobierno. La consigna central que gritaban decenas de miles en las calles era “Fuera Moreno, fuera”.

No solamente las masas movilizadas establecían, de manera embrionaria, su propio poder, sino que en el transcurso de los enfrentamientos con las fuerzas de represión, llegan a levantar organismos de autodefensa, en forma de la guardia indígena o guardia popular. Armados de manera rudimentaria con escudos, tirachinas y morteros caseros, la guardia se encargaba de defender a los manifestantes de la represión, repelía los ataques de la policía y permitía a los manifestantes avanzar. La guardia estaba además, de una forma u otra, bajo el control de las organizaciones, particularmente de la CONAIE.

También durante el levantamiento en Ecuador vimos síntomas de grietas en el propio aparato represivo del estado burgués, otro elemento que es un rasgo de una situación revolucionaria. Enfrentados al empuje irresistible del movimiento, algunos sectores de la policía y el ejército se negaban a intervenir contra los manifestantes. Así sucedió cuando el gobierno mandó al ejército a levantar los bloqueos de carreteras en los primeros días del levantamiento. En algunas provincias los soldados en lugar de reprimir se limitaron a escoltar a los manifestantes que se marchaban hacia la capital. Incluso en Guayaquil, en el punto álgido del movimiento, hubo un enfrentamiento a golpes entre soldados y policías, cuando los primeros trataban de impedir que los segundos atacaran a un grupo de manifestantes violentos.

Es importante destacar que los intentos del gobierno de movilizar a la reacción en las calles para hacer frente al movimiento, fracasaron totalmente. Ni siquiera en Guayaquil, feudo tradicional de la oligarquía, lograron movilizar a las capas medias reaccionarias de manera significativa. El intento de organizar una manifestación armada de los pequeños comerciantes para enfrentar “a los indios revoltosos” fracasó estrepitosamente.

Así pues, los campos estaban claramente delimitados. De un lado los trabajadores, el pueblo indígena pobre, los campesinos, la juventud estudiantil y obrera. Del otro lado el gobierno de Lenín Moreno, completamente alineado con el imperialismo de EEUU, el FMI, la oligarquía capitalista ecuatoriana y todos sus representantes políticos (Noboa, Nebot, Mahuad, etc). Y sin embargo, eran las masas las que estaban a la ofensiva, y el gobierno contra las cuerdas.

El diez de octubre se produjo una extraordinaria Asamblea del Pueblo en el Ágora de la Casa de Cultura de Quito. Allí el movimiento, que había capturado y desarmado a un grupo de policías, obligó al estado a entregarle los cuerpos de varios de los muertos por la represión, a transmitir la asamblea en directo a todo el país por los medios de comunicación y se fijó como objetivo marchar a la Asamblea Nacional para instalar allí la Asamblea del Pueblo. En ese momento teníamos en potencia una situación de doble poder. La cuestión que estaba planteada era la de ¿quién gobierna en el país? ¿Lenín Moreno o la CONAIE?

Y sin embargo, dos días después la crisis revolucionaria se resolvía con una negociación con el gobierno, la retirada de las masas de las calles y la restauración del orden burgués. ¿Qué falló? ¿Qué faltó?

Lo que faltó fue justamente una dirección revolucionaria que estuviera a la altura de las tareas que estaban planteadas. A pesar de haber planteado la cuestión del poder, lanzando la idea de una Asamblea del Pueblo, la dirección de la CONAIE nunca levantó la consigna de “fuera Moreno”, y se concentró específicamente en exigir solamente la retirada del paquetazo del FMI. En la asamblea del Ágora de la Casa de Cultura se había planteado como condiciones previas a cualquier negociación la dimisión de los ministros responsables de la represión y la retirada del decreto que ponía fin a los subsidios al combustible. Al final, negociaron sin condiciones, los ministros siguen en sus puestos y no se han depurado responsabilidades por los muertos de la represión. Lo único que se consiguió fue la retirada del decreto sobre combustible. Y sobre esa base se desmovilizó a las masas.

Ante la acusación lanzada por el gobierno y los medios de comunicación de que la CONAIE quería tumbar al gobierno y que por lo tanto “estaba haciendo el juego al correísmo”, la dirección de la CONAIE respondió que no era cierto y procedió a tomar medidas que garantizaran justamente que el gobierno no caía.

En esto jugó un papel importante el sectarismo de la dirección de la CONAIE hacia el correísmo. Durante el gobierno de Correa hubo desencuentros y enfrentamientos entre la dirección campesino-indígena y el gobierno, y también del gobierno con diferentes organizaciones de trabajadores. En algunos casos, sin duda, la política del gobierno era incorrecta e iba contra los intereses de la clase trabajadora.

Sin embargo, en varias ocasiones, eso empujó a la dirección de la CONAIE (y también la de algunas organizaciones de trabajadores y de la izquierda) a apoyar a Moreno y a fuerzas reaccionarias contra el gobierno de Correa, algo totalmente impermisible.

A la acusación de que querían tumbar el gobierno y que eran correistas, la dirección de la CONAIE debía haber respondido: “no somos correístas, pero cualquiera que esté en contra de este gobierno y de su paquetazo es bienvenido a la lucha. Y sí, si el gobierno no retira el paquetazo anti-obrero, el pueblo va a imponer la voluntad de la mayoría, tumbar a Moreno y establecer un gobierno de los trabajadores”.

Pero la dirección de la CONAIE no tenía una perspectiva revolucionaria y al final, para defenderse de la acusación de querer tumbar el gobierno, terminó apoyándolo para que no cayera, justo cuando ya estaba pendiente solo de un hilo. En otras palabras, lo que faltó fue el factor subjetivo.

Por supuesto, el gobierno en la mesa de negociación prometió mucho, no le quedaba más remedio sino quería ser derrocado, aunque concedió bien poco, apenas la retirada del decreto. Lo que más le interesaba era que las masas dejaran las calles, dónde eran fuertes y amenazaban a su poder, y regresaran a sus casas, dónde son débiles.

Una vez que se desconvocó la movilización, el gobierno, poco a poco, empezó a recuperar terreno y atacar a los propios dirigentes que le habían salvado. Se han lanzado acusaciones por rebelión contra dirigentes de la CONAIE en varias provincias. Se han encarcelado a políticos opositores. Era de esperar.

Sin embargo, esto no es el final de la historia. El gobierno de Moreno, más pronto o más tarde, va a pasar de nuevo a la ofensiva. La crisis del capitalismo, y el papel que un país como Ecuador juega en la misma, no le deja ninguna alternativa. La carta de intenciones que firmó con el FMI permanece y si no se producen recortes en los subsidios al combustible, los rectores serán en otra parte. En un momento u otro esto provocará un nuevo movimiento y una nueva insurrección. La tarea urgente es aprender las lecciones y preparar una dirección a la altura de las circunstancias.

Chile

El estallido chileno que empezó en octubre es extremadamente significativo. Este es un país que era considerado como un “modelo del éxito del neoliberalismo”, y un “oasis de paz social” en un continente sacudido por la revolución. Y ese país justamente ha producido el mayor estallido revolucionario del período reciente. Detrás de ese escaparate de paz y estabilidad social lo que había era una sociedad extremadamente desigual, con una concentración enorme de la riqueza por arriba a costa de la explotación de la mayoría. El “éxito” chileno se construyó sobre la base de una política de privatización, destrucción de derechos y protecciones que empezó bajo la bota de la dictadura pero que se ha prolongado en los años de la llamada transición.

Esta situación provocó una acumulación de descontento a lo largo de años que se empezó a expresar en toda una serie de movimientos de masas, empezando por la juventud secundaria. Esto está explicado en detalle en el artículo de Carlos Cerpa en esta misma revista. Lo más destacable es que esta situación provocó una profunda crisis de legitimidad de todo el régimen, incluyendo a los partidos de “centro-izquierda” de la Concertación, que gestionaron el mismo durante veinte años.

Esta crisis de legitimidad del régimen, que se ha agravado con la respuesta del mismo al estallido revolucionario, es la que alimenta y sostiene el movimiento de protesta en el tiempo. Su profundidad es lo que ha impedido al régimen restablecer el equilibrio, ni con la represión más brutal (miles de detenidos y heridos, cientos de ellos con pérdida de visión, abusos sistemáticos de los derechos humanos), ni con las aparentes concesiones (incluso el engaño de una convención constituyente).

Uno de los eslóganes del estallido fue “no son 30 pesos, son 30 años”. Reflejaba de manera precisa el orígen del movimiento y anunciaba su carácter de impugnación de todo el sistema.

La más reciente encuesta de opinión, publicada por el CEP en enero es un fiel reflejo de esta afirmación. Según esta encuesta, un 47% de los chilenos piensa que la democracia en Chile funciona mal o muy mal, contra apenas un 6% que piensa que funciona bien o muy bien. Cuando se pregunta por diferentes instituciones, el porcentaje que dice tener mucha o bastante confianza es muy pequeño, y ha colapsado como resultado del movimiento en todos los casos. Las instituciones que sufren una mayor caída en su confianza, en comparación a 2015, son justamente Carabineros (del 57% al 17%) y las fuerzas armadas (del 50 al 24%), la televisión (del 24% al 8%) y los diarios (del 25% al 11%), y también la Iglesia Católica (del 31 al 14%). Es decir el aparato represivo y el aparato ideológico del estado burgués están totalmente desprestigiados.

Por su parte, las instituciones de representación política de la democracia burguesa, que ya estaban muy desacreditadas, caen a mínimos históricos. El gobierno del 15 al 5%, el congreso del 6 al 3% y los partidos políticos del 6% hace dos años al 3% ahora. Hace 10 años el 42% de la población se identificaba o simpatizaba con algún partido político. Ahora apenas el 14%.

El estallido, que empezó como sabemos, por una chispa casi accidental, el aumento del pasaje en Santiago, se convirtió en un levantamiento espontáneo contra todo el régimen, una enorme rabia desde abajo que arrasó con todo a su paso.

También en Chile la consigna central es “fuera Piñera asesino”. En este caso el movimiento de masas, aunque tienen una serie de demandas concretas (salario, pensiones, salud, educación) se dirige contra el gobierno en su conjunto, y más allá, contra todo el sistema.

Desde el primer momento vimos el surgimiento de organismos a través de los cuales las masas trataban de organizarse y que tenían el potencial de convertirse en organismo de poder dual. Las asambleas territoriales y los cabildos autoconvocados que surgieron en los barrios de las grandes ciudades en los primeros días del estallido incluso tomaron medidas para proteger los pequeños comercios contra los saqueos, organizar el abastecimiento, recuperando tradiciones revolucionarias de los años 70.

En el transcurso de la lucha también surgieron organismos de autodefensa del movimiento. De manera espontánea, por necesidad y con un aprendizaje sobre la marcha, con la juventud al frente, surgió la Primera Línea. Al igual que la Guardia Indígena en Ecuador, la Primera Línea (con este u otro nombre) defendió al movimiento contra la represión, con medios rudimentarios pero cada vez más sofisticados enfrentó la brutalidad de Carabineros, garantizó la posibilidad de manifestarse en Plaza Italia, ahora rebautizada como Plaza Dignidad. El gobierno se enfrascó en una batalla de semanas para recuperar el control de las calles y nunca lo logró del todo. La Primera Línea estaba asistida por una segunda, tercera y cuarta líneas, que se encargaban de la atención médica, el suministro de proyectiles, etc.

En Antofagasta, a iniciativa del Colegio de Profesores y otras organizaciones que se coordinaron en la lucha, se creó un Comité de Emergencia y Resguardo, que se encargaba de tareas de autodefensa y de atención médica a los heridos de la represión.

También en Chile hemos podido observar, aunque de manera muy embrionaria, elementos de quiebre dentro de los cuerpos de hombres armados. El caso de un soldado que se negó a ser movilizado a Santiago para la represión es el más conocido, pero que duda cabe que hubo más y que este caso reflejaba un ambiente más extendido entre los soldados rasos. Sin duda ese fue un factor que obligó a Piñera a retirar el ejército de las calles y dejar el trabajo a Carabineros, un cuerpo heredado directamente de la dictadura sin purga alguna y entrenado para realizar el trabajo de represión más brutal.

El gobierno estaba realmente contra las cuerdas. Ni sacar el ejército a la calle, ni la represión brutal detenían el movimiento. Ni el anuncio de concesiones y medidas sociales lograban aplacar las protestas. La popularidad del gobierno estaba en noviembre en mínimos históricos y en caída libre. La inmensa mayoría de la población apoyaba las protestas y un porcentaje muy grande había participado o en marchas o en cacerolazos. La huelga general convocada por la Unidad Social podía haber sido el punto de inflexión.

Es más, todos los intentos del régimen por tratar de movilizar a su base social y recuperar la iniciativa, utilizando por ejemplo la excusa de “los saqueos” y la “la violencia”, fracasaron estrepitosamente. De hecho, una mayoría de los votantes de los partidos de la derecha se declaran a favor de las marchas.

Sin embargo el gobierno sigue en el poder. ¿Quien lo salvó? En primer lugar lo salvó la oposición firmando el Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución. Y en segundo lugar lo salvaron las propias limitaciones de los dirigentes sindicales que nunca se plantearon la tarea de tumbar al gobierno.

En esto el papel del Frente Amplio fue muy importante. El FA representaba justamente, aunque de manera distorsionada, la expresión política de las grandes oleadas del movimiento estudiantil de 2011 y 2013. Se había convertido en un factor en la política nacional que representaba de una manera u otra, la oposición al sistema fuertemente bipartidista de la transición. En el momento decisivo, sus dirigentes principales salvaron al gobierno de Piñera. Particularmente Boric jugó un papel crucial, negociando con los partidos de la derecha y asegurándose que la inmensa mayoría de las fuerzas parlamentarias estaban en la foto del Acuerdo Nacional.

El Acuerdo, por supuesto, era una trampa. Apoyándose en una reivindicación sentida del movimiento, una nueva constitución, lo que en realidad hacía era tratar de desviar el movimiento insurreccional contra el régimen hacia los cauces seguros del constitucionalismo burgués, y aún, de carácter muy limitado y controlado. En un momento en que el gobierno estaba acorralado y todas las instituciones de la democracia burguesa enormemente desprestigiadas, ofrecía un camino para su relegitimación.

La cuestión de la Asamblea Constituyente

El hecho de que en Chile esté vigente la constitución de 1980, hecha en dictadura, es un ejemplo gráfico y sangrante de la farsa que fue la transición a la democracia, un pacto por arriba para evitar un derrocamiento por abajo, que dejaba todas las estructuras del capitalismo intactas y a la dictadura impune.

Sin embargo, lo que impulsaba el estallido no era la necesidad o no de cambiar un trozo de papel, sino la lucha por salarios que permitan vivir, por pensiones dignas, por la educación gratuita, por la salud. Todas las encuestas de opinión realizadas en los últimos meses así lo demuestran. Por ejemplo la encuesta del CEP, cuando se pregunta “¿cuáles son los tres problemas a los que debería dedicar el mayor esfuerzo en solucionar el gobierno?”, la respuesta es la siguiente: Pensiones 64%, salud 46%, educación 38%, sueldos 27%. La reforma constitucional aparece solamente en onceava posición con un 11% de menciones.

Debemos tener claridad sobre esta cuestión que se ha convertido en central en Chile. Para las masas movilizadas la asamblea constituyente se entiende como el mecanismo para cambiar todo. Se ha convertido en una expresión del rechazo a todo el régimen.

Pero es el deber de los revolucionarios decir las cosas como son. Un cambio en la constitución no resolvería los problemas de pensiones, salud, salarios … La Constitución burguesa más democrática del mundo sigue siendo el marco legal de la defensa de la propiedad privada de los medios de producción. En Chile el problema no es que no exista la democracia. Ya hay elecciones en las que se eligen diputados y senadores. Cierto, el sistema electoral chileno no es el más democrático, incluso desde el punto de vista de la democracia burguesa formal. Pero el problema central, lo que ha provocado un levantamiento insurreccional que cuestiona todo, no es la falta de democracia formal, sino los problemas materiales que afectan a la mayoría, a la clase trabajadora. Y esos no se resuelven con unos constituyentes reunidos en una sala elaborando una nueva constitución, sino expropiando a la clase dominante y poniendo sus recursos en manos de la clase trabajadora para planificar la economía democráticamente en beneficio de la mayoría.

El peligro de la consigna de la Asamblea Constituyente, como advertimos desde el principio, es que podía ser utilizado por el régimen para desviar el movimiento, como trataron de hacer con el Acuerdo de Paz.

¿Quiere eso decir que los marxistas rechazamos las reivindicaciones democráticas? No, de ninguna manera. Nosotros estamos a favor de los derechos democráticos más amplios, contra las leyes represivas y ciertamente contra la farsa de la constitución de 1980, para que la clase obrera pueda usar esos derechos democráticos para organizarse y luchar contra el sistema capitalista. Sin embargo, debemos advertir contra cualquier ilusión de que una nueva constitución vaya a resolver ninguno de los problemas fundamentales que el estallido ha levantado.

La “transición” española produjo una Constitución que, aunque restrictiva en muchos aspectos (Monarquía, negación del derecho de autodeterminación, etc), contiene palabras muy bonitas acerca del derecho a la vivienda, a la salud, a la educación, al trabajo … Sin embargo, en el marco de un sistema capitalista en crisis todas estas promesas se quedan en papel mojado. Cientos de miles son desahuciados de sus viviendas, se producen recortes brutales en la salud y la educación, y más del 90% de los nuevos empleos son en condiciones de precariedad.

Es más, la consigna de la Asamblea Constituyente, en un momento en que lo que estaba planteado era tumbar el gobierno y asestar un duro golpe a todo el régimen, era en realidad una distracción del objetivo central. En la práctica se estaba exigiendo a las mismas instituciones democrático-burguesas totalmente desprestigiadas y sin legitimidad ninguna, la convocatoria de una Asamblea Constituyente. Lo único que podía resultar de eso era justamente lo que resultó con el Acuerdo de Paz: una farsa constituyente totalmente controlada.

La Convención Constituyente acordada, como ya sabemos, está totalmente encorsetada, con unas reglas de funcionamiento diseñadas para que nada fundamental cambie: el método de elección que favorece a los partidos existentes (¡en los que confía apenas el 2% de la población!), una mayoría necesaria de 2/3 (que en realidad significa el derecho de veto de una minoría de un tercio), y un plazo de funcionamiento prolongado (calculando la desmovilización de las masas).

Incluso de esa cocina constituyente se alejan ahora los partidos de la derecha ahora que el movimiento en las calles retrocede parcialmente.

La consigna que había que haber levantado en ese momento era en realidad una que ayudara el movimiento a entender la cuestión central que se planteaba: la del poder. Es decir: “abajo Piñera”, la consigna que ya estaba en las bocas de millones en las calles; “por una Convención Nacional de Asambleas y Cabildos”, es decir, que el movimiento sea el que decida y tome control de la situación en sus propias manos; y “por un gobierno de los trabajadores”, es decir la alternativa a Piñera y sus amigos capitalistas es que sea la clase obrera la que gobierne.

Respecto a la cuestión de la Constitución, una demanda justa y sentida, era necesario explicar que una vez que saquemos de enmedio a Piñera y su gobierno, y que sea la clase trabajadora, el pueblo organizado el que gobierno, entonces podemos darnos la Constitución que queramos, y además tendremos los medios (mediante la expropiación de los capitalistas y las multinacionales) para ponerla en práctica.

El principal problema fue que en el momento clave nadie planteó de manera clara la cuestión del poder, ni tampoco un plan de lucha adecuado para realizarla. Incluso los dirigentes del Partido Comunista y de la Unidad Social, que correctamente rechazaron el Acuerdo Nacional, no plantearon en realidad ninguna alternativa. En ningún momento levantaron ni siquiera la consigna de “Abajo Piñera”.

Los dirigentes del PC por ejemplo, en las primeras semanas del movimiento, insistieron en la idea del juicio político a Piñera. Es decir, en lugar de plantear que sean las masas las que le derroquen en las calles, poner el foco en un mecanismo parlamentario (del mismo parlamento totalmente desprestigiado) que permita sacarlo por una vía legal e institucional. En realidad, independientemente de sus intenciones objetivas, estaban haciendo propuestas que ayudaban a esas instituciones burguesas desprestigiadas a volver a adquirir legitimidad, en lugar de avanzar consignas que ayudaran a tumbarlas de una vez por todas. Para llamar a las cosas por su nombre, los dirigentes del PC no tenían una perspectiva revolucionaria

En realidad, la Unidad Social, en lugar de dirigir el movimiento, iba a remolque del mismo. La primera convocatoria de huelga general, el 21 de octubre, partió de abajo. Después, para no quedar atrás, los dirigentes de la US hizo una serie de convocatorias, pero solamente por arriba, sin poner los medios, ni organizar las asambleas en los puestos de trabajo necesarias para que la huelga fuera un éxito. Las convocatorias en cualquier caso no eran parte de un plan de lucha claro que tuviera como objetivo derrocar el gobierno, y se convertían por lo tanto en un ritual regular que no ayudaba a fortalecer el movimiento y hacerlo avanzar.

También en Chile, como en Ecuador, lo que faltó fue una dirección revolucionaria que hubiera podido canalizar la energía insurreccional de las masas hacia la victoria. En su Historia de la Revolución Rusa, Trotsky explica la importancia de la dirección en una situación revolucionaria con la siguiente analogía:

“Sólo estudiando los procesos políticos sobre las propias masas se alcanza a comprender el papel de los partidos y los caudillos que en modo alguno queremos negar. Son un elemento, si no independiente, sí muy importante, de este proceso. Sin una organización dirigente, la energía de las masas se disiparía, como se disipa el vapor no contenido en una caldera. Pero sea como fuere, lo que impulsa el movimiento no es la caldera ni el pistón, sino el vapor.”

En Chile no se llegó a cerrar la crisis revolucionaria de la misma manera que en Ecuador (donde los dirigentes de la CONAIE llamaron a desmovilizar), lo cierto es que, inevitablemente, el estallido ha retrocedido desde su punto más álgido, alrededor de la huelga general del 12 de noviembre. Las masas no pueden mantenerse en las calles de manera indefinida, particularmente ante la ausencia de una perspectiva clara de hacia dónde ir y cómo.

Pero eso no quiere decir que las aguas hayan vuelto a su cauce. Ni el gobierno ni las instituciones burguesas han restablecido su legitimidad, al contrario, su desprestigio se ha profundizado.

Inevitablemente, uno u otro factor accidental que no podemos predecir con precisión, volverá a provocar un nuevo estallido del movimiento. El estallido ha dejado un profundo poso en la conciencia de millones, cuya comprensión política ha avanzado a pasos de gigante. Esto ha tenido un impacto, aunque no de manera directa, sobre las organizaciones existentes, cuyo programa ha sido puesto a prueba. Hemos visto divisiones y desgajamientos en el Frente Amplio, que quizás es la organización que más golpeada ha salido, pero incluso también en el PS. Habrá más en el próximo período.

Es importante que los sectores más avanzados se agrupen sobre la base de una discusión a fondo de las principales lecciones del estallido, para construir una corriente marxista revolucionaria que se prepare para la siguiente oleada de lucha.

Perspectivas y tareas para los revolucionarios

Para los revolucionarios es importante estudiar en detalle las lecciones de Ecuador y Chile (y también las de los acontecimientos contra-revolucionarios en Bolivia) para prepararse para las próximas batallas. Ecuador y Chile, como hemos señalado, no son dos ejemplos aislados, sino que son la avanzadilla que anuncia el nuevo período de agudización de la lucha de clases en que hemos entrado, en América Latina y en todo el mundo.

América Latina, que se recuperó relativamente rápidamente de la recesión mundial de 2008 (gracias al tirón de China), sufrió de manera muy aguda la desaceleración de la economía china a partir de 2014. En realidad, los últimos seis años han sido de estancamiento económico. Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), el período 2014-20 será el de menor crecimiento económico en siete décadas, es decir, peor incluso que la década perdida de 1980. El año 2019 terminó con una crecimiento económico de apenas el 0.1% en América Latina y el Caribe, que en América del Sur fue una contracción del 0,1%, lastrado por una fuerte recesión en Argentina (-3%).

Este período de estancamiento lo han pagado, como siempre, las familias obreras y pobres. El PIB per cápita en la región se ha contraído un 4% entre 2014 y 2019 según las cifras oficiales. Esta es la base económica de fondo de los procesos que estamos analizando. Y después de este período de 7 años de estancamiento, el continente se prepara para afrontar la próxima recesión capitalista internacional en condiciones de extrema debilidad.

Esta situación de estancamiento económico y de aumento de la desigualdad después de un período de crecimiento ha provocado una erosión muy fuerte del prestigio de las instituciones de la democracia burguesa en todo el continente. Según el Latinbarómetro, la confianza en los gobiernos, que entre 2006 y 2010 superaba el 40% en todo el continente, había caído ya en 2018 a poco más del 20%. El Economist Intelligence Unit, comentando las perspectivas para América Latina señala:

“Esto, a su vez, ha creado la impresión entre vastas franjas de la población que la élite política tradicional de América Latina puede eludir las reglas del juego con impunidad.

Los ciudadanos de la región ahora consideran que el sistema político es parte del problema, no parte de la solución, y ven las protestas públicas como una necesidad para lograr cualquier tipo de responsabilidad de aquellos en poder” (énfasis mío) (Where next and what next for Latin America?, EIU)

En este período veremos más levantamientos insurreccionales y estallidos revolucionarios. Los países no son compartimentos estancos. Las masas en un país observan lo que sucede en otros y sacan lecciones. Qué duda cabe que el levantamiento en Ecuador tuvo un impacto en el estallido chileno. Y está claro que el movimiento de paro nacional que inició el 21 de noviembre en Colombia estaba fuertemente influenciado por el estallido chileno. La idea de que solo la lucha masiva, en la calle, contra todo el régimen, sirve, cae en un terreno fértil. Vimos en Bogotá como se creaba también una Primera Línea de autodefensa para las marchas, directamente copiada de la experiencia chilena.

Argentina es otro candidato para una explosión social, que se hubiera producido ya de hecho, de no ser por el cauce electoral hacia el que los dirigentes sindicales y kirchneristas desviaron toda la rabia acumulada. Pero también Brasil está en la parrilla de salida de los movimientos revolucionarios que vamos a presenciar en América Latina en el próximo período. Colombia, donde el gobierno de Duque acumula niveles sin precedentes de rechazo, tampoco se queda atrás.

El mismo informe del Economist Intelligence Unit señala: “existe una gran posibilidad de que 2020 sea otro año volátil para América Latina” y desarrolla un “mapa de riesgo de inestabilidad política” en el que la mayoría de países están clasificados como de riesgo “moderado o alto de renovada volatilidad en 2020”. La conclusión general del informe, es una que compartimos con estos analistas de la clase dominante: “América Latina enfrenta importantes desafíos económicos y políticos, y las semillas están ahí para renovados disturbios en 2020.”

La cuestión por lo tanto no es si va a haber estallidos sociales en el próximo período en América Latina, sino más bien cómo los revolucionarios nos preparamos para ellos. Las principales lecciones del octubre revolucionario de 2019 son tres. Una, el carácter tan profundo de la crisis de régimen y el desprestigio de las instituciones de la democracia burguesa. Dos, la enorme capacidad y voluntad de lucha de las masas que no retroceden ni con la represión ni con los amagos de concesiones. Tres, a pesar de la correlación de fuerzas tan favorable, existe una clamorosa ausencia del factor subjetivo, de una dirección revolucionaria que pueda hacer avanzar a la clase trabajadora hacia la toma del poder.

Nuestra tarea es la de tratar de resolver justamente esta última cuestión, mediante la construcción de una poderosa corriente marxista, insertada en el movimiento de la clase trabajadora, con una perspectiva internacionalista, que pueda intervenir en los estallidos que inevitablemente se van a producir, para cambiar el curso de los acontecimientos y conseguir, en un país u otro, una victoria que transformaría todo el continente y el mundo entero.

17 de enero, 2020

Publicado en Lucha de Clases Nº21

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