Catalunya y la revolución permanente
“En vez del esquema rígido y vacío de una árida acción política llevada a cabo por decisión de los organismos superiores, proveída de un plan y una perspectiva determinadas, nos encontramos con el latido de un cuerpo vivo, de carne y sangre.” (Rosa Luxemburgo, La huelga de masas, 1906)
Los últimos meses, hemos escuchado a varios dirigentes de la izquierda española (y catalana) hacer todo tipo de acusaciones contra el movimiento por la república catalana desde una óptica supuestamente obrerista y clasista. Han tomado una posición de aparente equidistancia, clamando a la vez contra la DUI[1] y contra el 155[2]. Claman contra el “choque de nacionalismos” y contra el carácter “burgués” del independentismo. El defensor más representativo y destacado de esta tendencia es sin duda el compañero Alberto Garzón[3], que, a pesar de denominarse marxista, se ha parapetado detrás de la legalidad constitucional española para justificar la persecución contra el Gobierno de la Generalitat.
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Un fotograma estático contra una película en movimiento
Se pueden hacer muchas críticas a estos argumentos. En primer lugar, lo que sucede en Catalunya va mucho más allá del nacionalismo como tal: es un asalto a los derechos democráticos y civiles más fundamentales. El movimiento por la autodeterminación ha acontecido una lucha contra la tiranía de un Estado que golpea, encarcela y censura para negar a los catalanes el derecho democrático a decidir su relación con España. La represión estatal en Catalunya marca una involución autoritaria que tendrá consecuencias para el resto del Estado. Además, esta izquierda equipara el nacionalismo de una nación opresora, que se apoya sobre un aparato estatal y represivo formidable, con el de una nación sin Estado. El uno busca aplastar el derecho a la autodeterminación de los catalanes y asegurar la unidad del Estado por la fuerza, el otro poner urnas y votar. El uno es autoritario y el otro es democrático. Esto determina su retórica, su carácter político, y las fuerzas que son capaces de movilizar.
Equiparando el agresor con la víctima, el fuerte con el débil, se ponen objetivamente del lado del primero. A pesar de defender formalmente el derecho a la autodeterminación, lo conciben dentro del marco legal y constitucional español, una hipótesis difícilmente realizable y relegada a un futuro borroso. Esta izquierda “equidistante” es también incapaz de diferenciar entre la dirección política del movimiento, encabezado (hasta ahora) por el PDeCAT[4] y ERC,[5] y su base, los centenares de miles de personas que salieron a las calles para manifestarse, que se enfrentaron con la policía el día del referéndum, los bomberos y los campesinos que organizaron piquetes, los estibadores que boicotearon los barcos de la policía, los maestros que abrieron las escuelas el 1 de octubre. Pero sobre todo, tienen una visión no solo sesgada del movimiento, siendo incapaces de ver más allá del PDeCAT y ERC, sino también estática de los acontecimientos. Cómo recordó Alberto Arregui de IU en un magnífico artículo en eldiario.es (Alberto Arregui, 155: un cero a la izquierda, 31/10/2017), estos dirigentes de la izquierda han olvidado la “teoría de la revolución permanente”, una teoría que se basa en ver un proceso político no como un fotograma estático, sino como una película en movimiento, como un fenómeno vivo y dinámico.
Marx y Engels
Este concepto, generalmente asociado con León Trotski, lo desarrollaron por primera vez Marx y Engels después de las revoluciones de 1848. A menudo se olvida que los orígenes de esta idea se remontan a los padres del socialismo científico. Las revoluciones democráticas del 1848 contra el feudalismo y el absolutismo, que sacudieron toda Europa, revelaron por un lado el fin de la burguesía como clase revolucionaria, y por la otra el nacimiento del proletariado como fuerza transformadora independiente. Los burgueses, que ostentaban la dirección política del movimiento, se asustaron por el levantamiento de las masas y por la violencia de la contrarrevolución, y capitularon sin dar batalla.
Marx habló de la farsa de estas revoluciones, puesto que una clase originariamente revolucionaria, la burguesía, había acontecido conservadora, y sus intentos de imitar a los jacobinos de 1789 condujeron a un fracaso estrepitoso. Frente a esta burguesía cobarde, Marx y Engels proclamaron la consigna de la revolución permanente. El proletariado tenía que luchar para obtener la hegemonía política de estos movimientos, empujando a los demócratas burgueses, desenmascarándolos, y mostrándose como el luchador más consecuente por la revolución democrática. Al fragor de la batalla por la democracia, tenían que forjar sus propios órganos de poder, transformando la revolución democrática en una revolución social:
“En esta lucha, como en las anteriores, la masa pequeñoburguesa mantendrá una actitud de espera, de irresolución e inactividad tanto tiempo como le sea posible, con el propósito de, en cuánto quede asegurada la victoria, utilizarla en beneficio propio, invitar a los obreros a que permanezcan tranquilos y vuelvan al trabajo, evitar los supuestos excesos y desposeer al proletariado de los frutos de la victoria. No está en manos de los obreros impedir que los demócratas pequeñoburgueses procedan de este modo, pero sí que está en sus manos dificultarles la posibilidad de imponerse al proletariado en armas, y dictarles condiciones tales que la dominación de los demócratas burgueses lleve desde el principio el germen de su caída, facilitando así considerablemente su ulterior sustitución por el poder del proletariado. Durante el conflicto e inmediatamente después de acabada la lucha, los obreros tienen que procurar, antes de todo y en todo aquello que se pueda, contrarrestar los intentos contemporizadores de la burguesía y obligar a los demócratas a llevar a la práctica su actual fraseología terrorista. Tienen que actuar de tal manera que la excitación revolucionaria no vuelva a ser reprimida inmediatamente después de la victoria. Al contrario, tienen que intentar mantenerla tanto tiempo como sea posible… Durante la lucha y después de ella los obreros tienen que aprovechar todas las oportunidades para presentar sus propias demandas junto con las demandas de los demócratas burgueses. Tienen que exigir garantías para los obreros tan pronto como los demócratas burgueses se dispongan a tomar el poder. Si fuera necesario, estas garantías tienen que ser arrancadas por la fuerza. En general, es necesario procurar que los nuevos gobernantes se obliguen a las mayores concesiones y promesas; es el medio más seguro de comprometerlos. Los obreros tienen que moderar generalmente, y en la medida en que sea posible, la embriaguez del triunfo y el entusiasmo provocado por la nueva situación que sigue a toda lucha de calle victoriosa, oponiendo una apreciación fría y serena de los acontecimientos, y manifestando abiertamente su desconfianza hacia el nuevo gobierno. Junto con los nuevos gobiernos oficiales, los obreros tendrán que constituir inmediatamente gobiernos obreros revolucionarios, ya sea en forma de comités o consejos municipales, ya en forma de clubes obreros o de comités obreros, de tal manera que los gobiernos democráticos burgueses no solo pierdan inmediatamente el apoyo de los obreros, sino que se vean desde el primer momento vigilados y amenazados por autoridades apoyadas por toda la masa de los obreros. En una palabra, desde el primer momento de la victoria hay que canalizar la desconfianza, no ya contra el partido reaccionario derrotado, sino contra los antiguos aliados, contra el partido que quiera aprovechar la victoria común en su exclusivo beneficio.” (Marx y Engels, Mensaje a la Liga de los Comunistas, 1850)
Trotski y el marxismo ruso
Trotski retomó este concepto después de la revolución de 1905, que tenía paralelos con las de 1848. La burguesía liberal se puso del lado del zarismo contra el poderoso movimiento de los trabajadores. Además, habían surgido vínculos económicos estrechos entre los capitalistas rusos y el Estado y las viejas élites feudales, que acercaron a los capitalistas al régimen. Esto chocó con las ilusiones de algunos socialistas rusos (los mencheviques, los “legalistas” y los economicistas) en el potencial transformador de los liberales, a los cuales otorgaban el protagonismo en la revolución democrática.
Estas tendencias del marxismo ruso concebían la revolución como un proceso escalonado, con dos etapas: una fase burguesa encabezada por los liberales, a la que tendría que seguir un periodo de desarrollo capitalista y de fortalecimiento numérico y político del proletariado, y finalmente la transformación socialista en un futuro lejano. Los estalinistas retomaron esta idea en los años 30 con la teoría de las dos etapas y de los frentes populares.
Lenin se opuso a esta concepción de los mencheviques, arguyendo que la burguesía rusa no tenía ningún potencial revolucionario, antes al contrario, se opondría a cualquier movimiento de masas transformador. Aun así, Lenin no consideraba que Rusia estuviera preparada para el socialismo, y planteó en vez de esto una fórmula ambigua, la dictadura democrática del proletariado y los campesinos, que tendría que consolidar la revolución burguesa contra los intereses de la misma burguesía.
Trotski, basándose en los escritos de Marx y Engels sobre 1848, teorizó el concepto de la revolución permanente. En sus orígenes, la burguesía jugó un papel revolucionario contra el viejo sistema feudal. En los siglos XVII y XVIII encabezó auténticas revoluciones en Inglaterra, en Norteamérica, en Francia. Era una clase nueva, surgida de los mercaderes de las ciudades medievales, que gradualmente entró en conflicto con las aristocracias, las jerarquías eclesiásticas y las autocracias que dominaban el feudalismo. Este, en la raíz, fue un conflicto económico para dotarse de un marco legal favorable por las nuevas relaciones de producción capitalistas, pero se reflejó en la esfera ideológica en la lucha por las ideas racionalistas de la ilustración contra la monarquía absolutista y el oscurantismo religioso. En este periodo la clase obrera estaba demasiado fragmentada y subdesarrollada para jugar un papel independiente. Fue, junto a los campesinos, una fuerza importante en las revoluciones burguesas, pero siempre bajo la dirección de la burguesía, que dirigía estas clases oprimidas contra las élites feudales. Además, con el surgimiento del capitalismo la burguesía impulsó la constitución de los Estados nacionales como una manera de unificar países, usando la lengua y las constituciones como vehículo para lograr un mercado único que facilitara el desarrollo de la actividad económica y comercial.
Habría que añadir que incluso durante las grandes revoluciones burguesas de los siglos XVII y XVIII, la burguesía trató de contener el empujón revolucionario de las masas empobrecidas y durante los puntos álgidos de la lucha revolucionaria actuó como un freno para el movimiento. La cuestión es que las masas campesinas y obreras estaban demasiado fragmentadas y socialmente subdesarrolladas para jugar un papel independiente genuino, y al fin todos sus esfuerzos beneficiaron a la burguesía, la única clase que contaba con un programa para transformar la sociedad. Como ya explicaba Engels:
“El proletariado, que apenas empezaba a formarse a partir de aquellas masas desheredadas como núcleo de una nueva clase y no era, todavía, capaz de realizar una acción política independiente, solo representaba un estamento oprimido, incapaz de valerse por él mismo, y que, por lo tanto, tenía que ser ayudado desde fuera —o desde arriba.” (Engels, Del socialismo utópico al socialismo científico, 1892)
Como Marx y Engels explicaban ya en el Manifiesto Comunista, esto cambió a lo largo del siglo XIX. La burguesía pasó de ser una fuerza revolucionaria a ser una fuerza contrarrevolucionaria. El sistema capitalista desplazó el feudalismo para transformar el mundo entero. Incluso en los países donde no hubo ninguna revolución burguesa, como el Estado español o la Rusia zarista, el capitalismo penetró con la ayuda del capital extranjero y caló dentro del viejo orden. El aristócrata terrateniente desarrolló intereses industriales, la Iglesia hipotecó sus haciendas, mientras las viejas monarquías acabaron endeudadas con el gran capital financiero. En este proceso de expansión por el mundo, el capitalismo asentó las bases de su declive: las crisis de sobreproducción, que reflejaban los límites del sistema de mercado, con su anarquía inherente, para desarrollar eficazmente una economía industrial avanzada y globalizada. La burguesía pasó entonces de ser una fuerza transformadora a un obstáculo al progreso. Cómo decían Marx y Engels:
“Las condiciones de producción y de cambio de la burguesía, el régimen burgués de la propiedad, la moderna sociedad burguesa, que ha sabido hacer brotar como por encanto tan fabulosos medios de producción y de transporte, recuerda al brujo impotente para dominar los espíritus subterráneos que conjuró”.
Se generó el potencial para superar el sistema capitalista y utilizar la tecnología y la enorme productividad acumulada de manera racional y armoniosa. Al mismo tiempo, la clase obrera que en las revoluciones de los siglos previos había sido demasiado débil para jugar un papel independiente, se fortaleció, se concentró y se armó de ideas y organizaciones propias.
Trotski llegó a la conclusión de que el desarrollo desigual y combinado del capitalismo mundial había producido en Rusia un proletariado pequeño pero muy avanzado, concentrado en grandes ciudades y que disfrutaba de la experiencia del movimiento obrero occidental. Además, la burguesía rusa, a través del capital financiero, estaba económicamente ligada a las viejas élites feudales y no dudaría en ponerse del lado de la autocracia en caso de desórdenes revolucionarios, como se demostró en 1905. La clase obrera rusa empezaría una revolución que desmantelaría el viejo orden zarista pero que podría ir más allá, hacia el socialismo, siempre que la revolución se extendiera a los países avanzados de occidente.
Frente a una crisis profunda del viejo orden, la burguesía, por motivos de supervivencia, podría presionar para obtener reformas. Pero estos movimientos desde arriba podían levantar al proletariado, inicialmente como fuerza auxiliar a las maniobras de los demócratas. Pero el despertar político de las masas se radicalizaría durante la lucha, y llevaría al proletariado a romper con los demócratas burgueses y a barrerlos. Como ya preveía magistralmente Engels, hablando sobre Rusia y el movimiento de los burgueses liberales:
“Una vez la chispa toque la pólvora, una vez las fuerzas sean desencadenadas y la energía nacional sea transformada de potencial en cinética… la gente que acercó la chispa a la bomba será barrida por la explosión, que será mil veces más fuerte que esa gente, y se abrirá camino por donde pueda, según determinen las fuerzas y resistencias económicas. Y suponiendo que esa gente [los liberales], imagine que pueda tomar el poder, ¿qué importa? Mientras abren el agujero al dique, la propio avalancha desnudará sus ilusiones… Para mí, lo más importante es que en Rusia se dé el empujón para que estalle la revolución. Que sea esa o esta fracción la que dé la señal, que suceda bajo esa o esta bandera, poco me preocupa. Si fuera una conspiración de palacio, sería barrida al día siguiente. Allá donde la situación es tan tensa, donde los elementos revolucionarios se han acumulado en tal grado, donde la situación económica de la mayoría de la población se hace cada vez más insoportable, donde figuran todas las etapas del desarrollo social, desde la comuna primitiva hasta la industria moderna en gran escala y la alta finanza, donde estas contradicciones son violentamente mantenidas juntas por un despotismo sin precedentes, despotismo que se vuelve cada vez más insoportable por una juventud que reúne valor e inteligencia de la nación: allá, una vez estallado el 1789, no tardará en seguirle un 1793 [inicio de la revolución jacobina]. (Engels, Carta a Vera Zasúlich, 25/03/1885)
En Rusia, el liberal Miliukov exigió con ahinco un cambio político durante la guerra, previendo un estallido de rabia popular. Cuando empezó la revolución de febrero de 1917, presionó por la abdicación del Zar y la formación de un gobierno republicano democrático, temiendo que el movimiento de masas se radicalizara. Pero fue incapaz de contener el empujón popular. Kerenski, que tenía un perfil más de izquierdas, no fue capaz tampoco de frenar la radicalización. Antes al contrario, provocó por un lado la contrarrevolución de Kornílov, y los intentos de apoyarse en las masas para pararla solo dieron fuerzas a la revolución, en un proceso dialéctico que barrió a Kerenski y puso las bases para la revolución de octubre.
Otro elemento que enfatizó Trotski, y que muchos teóricos marxistas contemporáneos olvidaban, es la psicología de una lucha revolucionaria. En un contexto de radicalización y de movilización de las masas en la calle, consignas que objetivamente no tienen un carácter anticapitalista o revolucionario, lo pueden asumir en una dinámica de enfrentamiento y polarización. Trotski explicó:
“Tomemos la reivindicación de la jornada laboral de ocho horas. Como es sabido, no se contradice lo más mínimo con las condiciones capitalistas de producción y entra, por lo tanto, en el programa mínimo de la socialdemocracia. Pero imaginémonos el cuadro de su realización real durante un periodo revolucionario en que todas las pasiones sociales están en tensión. La nueva ley chocaría, sin duda, con la resistencia organizada y obstinada de los capitalistas, por ejemplo en forma de lock-out y cierre de fábricas y empresas. Centenares de miles de obreros serían puestos en la calle. ¿Qué tendría que hacer el gobierno? Un gobierno burgués, por muy radical que fuera, no permitiría que se llegara a este punto puesto que se vería impotente con las fábricas y empresas cerradas. Tendría que hacer concesiones, la jornada de ocho horas no sería introducida, la indignación del proletariado sería reprimida.” (Trotski, Resultados y perspectivas, 1907)
La comprensión dialéctica de las revoluciones también nos enseña que nunca empiezan con un programa socialista acabado ni eligen la dirección más audaz desde el inicio. Antes al contrario, los grandes estallidos revolucionarios a menudo empiezan con confusiones y con una visión reformista. Esto es comprensible, puesto que por un lado las masas inicialmente buscarán la línea aparentemente más corta e indolora (es decir, reformista) hacia el cambio social, pese a ser ingenuas; y de la otra, porque las crisis revolucionarias arrastran a la política activa no solo a los sectores más consecuentes del proletariado y de la juventud, sino también a capas más pasivas y despolitizadas de la pequeña burguesía y la clase trabajadora, con todo tipo de ilusiones y una visión estrecha que emana de su fragmentación y disparidad social. Los diferentes sectores de las clases, levantados en la lucha política de manera desigual, plantean un crisol de reivindicaciones diversas, no solo sociales sino también democráticas y nacionales, que responden a su diversidad y a sus problemas más urgentes. Es la dinámica de los acontecimientos, poniendo a prueba varios programas y partidos y profundizando la experiencia política directa de las masas, coadyuvada por una dirección audaz, la que sacude las ilusiones reformistas, haciendo entender a las masas que solo una ruptura revolucionaria puede resolver los problemas más básicos de la sociedad; y hace madurar a las capas más ingenuas, acercándolas a las posiciones de los sectores revolucionarios. La revolución es un proceso ascendente, accidentado y dialéctico de aprendizaje y de pasos adelante y atrás, con una multiplicidad de luchas sociales y económicas.
Cómo dijo Rosa Luxemburgo, que también teorizó magistralmente sobre las mecánicas de la revolución y se acercó a la teoría de la revolución permanente: “la lucha económica actúa como el transmisor de un centro político a otro; la lucha política es el fertilizante periódico de la lucha económica. Causa y efecto se intercambian continuamente sus lugares” (Rosa Luxemburgo, La huelga de masas, 1906).
También Lenin explicó muy bien la dialéctica de un proceso revolucionario, alejada de las visiones rígidas de los doctrinarios:
“Porque pensar que la revolución social es concebible sin insurrecciones de las naciones pequeñas en las colonias y en Europa, sin estallidos de la pequeña burguesía, con todos sus prejuicios, sin el movimiento de las masas proletarias y semi-proletarias inconscientes contra la opresión terrateniente, clerical, monárquica, nacional, etc.; pensar así significa abjurar de la revolución social. En un lugar, parece que se piense que se forma un ejército y se dice: “estamos por el socialismo”; y en otro lugar se forma otro ejército y proclama: “estamos por el imperialismo”, y esto será la revolución social!… Quien espere una revolución social “pura” nunca la verá. Será un revolucionario de palabra, pero no entiende qué es una revolución… La revolución socialista en Europa no puede ser otra cosa que una explosión de la lucha de masas de todos y cada uno de los oprimidos y descontentos. En ella participarán inevitablemente partes de la pequeña burguesía y los obreros atrasados (sin esa participación no es posible una lucha de masas, no es posible ninguna revolución), que aportarán al movimiento, también de manera inevitable, sus prejuicios, fantasías reaccionarias, sus debilidades y errores. Pero objetivamente atacarán al capital, y la vanguardia consciente de la revolución, el proletariado avanzado, expresando la verdad objetiva de la lucha de masas de formas y voces diversas, abigarrada y aparentemente desmembrada, podrá unirla y dirigirla.” (Lenin, Balance de la discusión sobre la autodeterminación, 1916)
Estas verdades de clase, el carácter conservador y cobarde de la burguesía, los estrechos vínculos entre el capitalismo y el feudalismo, la capacidad transformadora del proletariado, surgirían al fragor de la batalla, al calor de luchas que empezarían con confusiones y con objetivos limitados y contradictorios, pero que a través de la experiencia ganarían claridad y fuerza. A través de su implicación activa en la política, la clase trabajadora se haría consciente de su poder, se haría más ambiciosa, las luchas generarían polarización y clarificarían quién son sus enemigos y quiénes sus aliados. Las clases y sus representantes políticos serían puestos a prueba decisivamente. Las consignas democráticas se llenarían de reivindicaciones económicas y sociales frente al apoyo de los capitalistas al régimen; las consignas económicas y sociales se llenarían de reivindicaciones políticas frente al apoyo del régimen a los capitalistas. Los órganos defensivos se volverían ofensivos, un movimiento auxiliar a las maniobras institucionales resultaría protagonista. Una revolución democrática consecuente y valiente llevaría a la expropiación de la burguesía y al poder de los oprimidos encabezados por el proletariado.
En definitiva, la teoría de la revolución permanente “entrelazaba la liquidación del absolutismo y del sistema de servidumbre civil con la revolución socialista mediante una serie de conflictos sociales en agudización gradual, mediante la entrada de nuevas capas sociales de entre las masas y mediante los continuos ataques del proletariado a los privilegios económicos y políticos de las clases dominantes” (Trotski, Resultados y perspectivas, 1907).
Las perspectivas de Trotski se confirmaron en 1917, cuando Lenin también llegó a la conclusión de que la revolución tenía que ir en una dirección socialista. El zarismo fue derrocado en febrero por el proletariado ruso, poniéndose a la cabeza de los campesinos y los soldados. Aun así el poder oficial, gracias a la línea conciliadora de los mencheviques y los socialistas revolucionarios, cayó primero en manos de un ejecutivo burgués: los gobiernos provisionales de Lvov y de Kerenski. A lo largo de la primavera de 1917, no obstante, creció la disconformidad de las masas con el gobierno provisional, que continuaba la guerra y se mostraba adverso a poner en marcha ninguna reforma importante. Las ilusiones reformistas de las masas se disipaban gradualmente. Los sóviets, los consejos creados al fragor de la batalla por el proletariado, continuaron acumulando fuerza, y la línea revolucionaria de los bolcheviques se hizo cada vez más influyente. Las masas, con la experiencia adquirida en la revolución de febrero, tomaron conciencia de su fuerza independiente. Al mismo tiempo, frente al peligro del movimiento obrero, la “burguesía progresista” se empezó a agrupar bajo las banderas de la contrarrevolución más oscura. No hubo ninguna “etapa de democratización burguesa” en Rusia. En agosto de 1917, los burgueses liberales, e incluso partes de la izquierda conciliadora, apoyaron el golpe de estado reaccionario del general Kornílov. Más tarde, después de la toma del poder por los sóviets en octubre, los liberales y la izquierda conciliadora participaron en la guerra civil contra el nuevo poder bajo la dirección de los antiguos oficiales zaristas y con un programa de restauración del viejo orden autocrático. Fueron los bolcheviques con una línea revolucionaria los que democratizaron Rusia, asegurando también el derecho a la autodeterminación de los pueblos del antiguo imperio.
La revolución permanente y Catalunya: 1917 y 1934
La teoría de la revolución permanente se confirmó muchas veces a lo largo del siglo XX, tanto positiva como negativamente: China en 1927 y nuevamente en 1949, España en 1936, Grecia en 1944-49, Cuba en 1959, Chile en 1973… En todos estos casos, se vio que la burguesía fue incapaz de cumplir las tareas democráticas y de liberación nacional más básicas, que frente al despertar de las masas se puso del lado del viejo régimen o de los opresores extranjeros, y que solo un movimiento revolucionario dispuesto a tumbar el capitalismo podía hacerse cargo de estas tareas democráticas. Pero no tenemos que ir tan lejos para encontrar confirmaciones: la misma historia de Catalunya y su lucha contra el carácter opresivo del Estado español lo confirman.
En primer lugar, hay que estudiar la experiencia de la asamblea de parlamentarios de 1917 impulsada por el dirigente de la Lliga Regionalista catalana, Francesc Cambó. Este nacionalista burgués fue muy lejos en sus esfuerzos para lograr la autonomía por Catalunya y para obtener reformas democráticas en España. Cambó, no obstante, nunca pidió la independencia, y esto no es casualidad. Él era un representante fiel de la burguesía industrial catalana, que históricamente no ha querido la separación. Las industrias catalanas eran en general poco competitivas, representadas por talleres relativamente pequeños con poca concentración de capital. Por lo tanto, les resultaba difícil conquistar mercados extranjeros y principalmente vendían sus mercancías al resto del Estado español. Incluso dentro de España tenían dificultados para competir con las importaciones extranjeras. Es por eso que, a pesar de la retórica patriótica, el nacionalismo burgués catalán históricamente no ha querido independizarse, sino jugar un papel en la dirección de un Estado español reformado y a la vez, utilizar el sentimiento nacional de las clases populares catalanas como moneda de cambio para conseguir una parte más grande del pastel. Las reivindicaciones de la Lliga Regionalista reflejaban esto: aranceles elevados para evitar la entrada de mercancías extranjeras, una reforma agraria para aumentar el poder adquisitivo de los campesinos españoles, la creación de un puerto libre en Barcelona, etc.
En 1917, impulsado por el auge económico que llevó la neutralidad española en la Primera Guerra Mundial, que fortaleció a la burguesía barcelonesa, Cambó trató de organizar una asamblea de parlamentarios rebeldes (de facto una asamblea constituyente embrionaria) para democratizar el Estado español y obtener la autonomía para Catalunya. Pero en esta tarea inevitablemente tendría que colaborar con al menos una parte del movimiento obrero, que también pedía una asamblea constituyente. El PSOE[6] propuso convocar una huelga general para reforzar la campaña, a la cual se unió la CNT[7]. En este periodo el movimiento obrero en el Estado español estaba en ascenso, recibiendo también el impulso del boom de los años de la guerra. Estos desarrollos asustaron a Cambó y a la burguesía catalana, que tenían miedo de que un intento demasiado ambicioso de reforma política impulsado desde arriba pudiera incitar una radicalización de la clase trabajadora difícil de controlar. Al final, Cambó traicionó y colaboró con las autoridades contra la huelga general de agosto de 1917, aceptando un pacto que incluía la participación de la Lliga en un gobierno de la monarquía de Alfonso XIII. El único comunicado que enviaron a los sindicatos durante la huelga era para pedirles que se respetara la propiedad privada. A partir de este momento la Lliga Regionalista se puso del lado del gobierno de Madrid contra los trabajadores. Cómo dijo Cambó años más tarde, frente al peligro del bolchevismo, “tuvimos que aplazar la cuestión de la libertad”. En 1923 fueron la Lliga y la burguesía catalana en general los que más vigorosamente apoyaron el golpe de estado de Primo de Rivera, que fue gestado en Barcelona. Durante la guerra civil Cambó apoyó el bando nacional de Franco.
Alberto Garzón ha utilizado el ejemplo de Francesc Cambó para atacar el movimiento por la república catalana, tildándolo de reaccionario y demagógico. Efectivamente, el caso de Cambó muestra que, para los nacionalistas burgueses sus intereses de clase son más importantes que su patriotismo y que, si bien pueden plantear demagógicamente reivindicaciones democráticas en un momento concreto, frente a un movimiento de masas radical acabarán traicionando. Aun así, el caso de Cambó también nos muestra otra cosa que el compañero Garzón olvida. La campaña de Cambó para el cambio político en Catalunya y en España, inicialmente concebido como reformas parciales dentro de cauces moderados e institucionales, levantó un movimiento de masas que adquirió reivindicaciones propias y que barrió a la Lliga Regionalista. De hecho, la huelga de agosto del 1917 puso las bases para una oleada revolucionaria sin precedentes de lucha de clases, el llamado “trienio bolchevique” de 1917-20, y para la transformación de la CNT en una fuerza de masas en Catalunya y el resto del Estado. La huelga dio al proletariado español y catalán una experiencia extraordinaria de lucha que aumentó su seguridad, fuerza y confianza en sí mismo, y desembarazó a las masas de cualquier confianza en los liberales y los republicanos, acercándolas a las banderas revolucionarias limpias de la CNT. La CNT de Salvador Seguí no dio la espalda al movimiento de Cambó. Antes al contrario, participó con un programa radical de reformas sociales y económicas que desenmascaró a liberales y presentó a la CNT como el combatiente más consecuente contra el régimen de la Restauración.
La otra experiencia clave para estudiar la relación entre la revolución democrática y nacional catalana y la revolución social es el levantamiento de 1934 de Lluís Companys.[8] Como es muy sabido, el presidente de la Generalitat y dirigente de ERC, Lluís Companys, proclamó el Estado catalán frente a la amenaza del fascismo de la CEDA, que entró en el gobierno de Lerroux en octubre de 1934. Companys representaba un tipo de nacionalismo catalán de centro izquierda, más radical y progresista que el de Cambó, y que buscaba la independencia de Catalunya con algún tipo de ensambladura confederal con España. Era una tendencia más bien pequeñoburguesa, representada por las clases medias, la intelectualidad catalana y sectores del campesinado. Aun así, Companys no preparó ninguna resistencia real contra la reacción del Estado, que no tardó en llegar. En vez de movilizar y armar a las masas, llamó a la calma. Su república catalana duró solo ocho horas, y se disolvió con la llegada de tropas españolas al Palau de la Generalitat y el arresto del Gobierno. Solo un pequeño grupo de heroicos combatientes del Partido Catalán Proletario y otros grupos de la Alianza Obrera resistieron atrincherados en el edificio del CADCI[9]. Esto contrastó con la resistencia encarnizada del levantamiento antifascista que se produjo simultáneamente en Asturias y que durará dos semanas. En Asturias el movimiento tenía una dirección y un carácter nítidamente proletario. La rápida derrota de Companys reveló las limitaciones de la pequeño burguesía izquierdista y nacionalista, capaz de proclamar la república pero incapaz de defenderla. En realidad, Companys tenía más miedo de las masas revolucionarias en las calles que de las tropas de Madrid.
La hegemonía de Companys sobre el movimiento antifascista del 34 en Catalunya no se debía solo al peso político de ERC. La verdadera fuerza de masas de izquierdas en Catalunya era la CNT anarcosindicalista. Pero los libertarios le dieron la espalda a Companys. Esto se debía por un lado al sectarismo de sus dirigentes, que rechazaban cualquier movimiento “político”. Pero, por otro lado, fue la consecuencia de las políticas anti-obreras y represivas de Companys al frente de la Generalitat, y del centro-izquierda socialista y republicano al frente de la República en 1932-33, las que generaron desconfianza entre los obreros (sobre todo entre los cenetistas) y los republicanos. Esta desconfianza dio un eco a los argumentos ultraizquierdistas de los anarquistas. Al mismo tiempo, la izquierda radical soberanista de Joaquín Maurín, que encabezaba las Alianzas Obreras, con cierto arraigo entre sectores avanzados de la clase trabajadora, apoyó a Companys acríticamente, sin dar ninguna batalla para disputarle la hegemonía del movimiento y darle un carácter claramente revolucionario.
¿Qué tendría que haber hecho un revolucionario en esas circunstancias? Según el compañero Garzón, probablemente rechazar un movimiento dirigido por nacionalistas pequeñoburgueses y mantener una posición equidistante de crítica tanto a Madrid como a Barcelona. Los sectores etapistas de la CUP[10] agrupados en Poble Lliure probablemente habrían defendido la línea de Maurín, de apoyar a Companys con algún tipo de garantía formal. Trotski, con la revolución permanente en mente, propuso otra línea:
“Debido a sus divisiones internas, que no le permiten establecer su hegemonía en Catalunya, el proletariado no puede, en la situación actual, proclamar por sí mismo la independencia de Catalunya. Pero puede y tiene que gritar con todas sus fuerzas por la independencia y exigirla en el gobierno pequeñoburgués de ERC. Tiene que responder a sus maniobras dilatorias mediante la convocatoria de elecciones. “Necesitamos un gobierno que represente y encabece la voluntad real de lucha de las masas populares”. Los comités de milicia tienen que convertirse en el medio principal para la preparación de esas elecciones. En otras palabras, en la medida en que ambas fases del problema, la proclamación de la independencia y el armamento del pueblo, pueden ser separadas la una de la otra, es mediante la segunda que se tiene que realizar la primera.” (Trotski, “El conflicto catalán y las tareas del proletariado”, 1934)[11]
La rebelión de Companys, sobre bases democráticas y nacionalistas, abrió una crisis política profunda. Pero por sus limitaciones de clase, Companys no era capaz de dirigir su rebelión hasta la victoria. En vez de rechazar el levantamiento, el proletariado tenía que implicarse y librar una batalla sostenida para ganar la hegemonía, que de hecho era la única forma de que la república catalana se consolidara. Mutatis mutandis, los paralelos con la situación actual son notables.
La revolución permanente y la actual cuestión catalana
En su polémica con Pau Llonch (Alberto Garzón, La abstracta independencia de Catalunya, Público, 16/07/17) el compañero Alberto Garzón subraya la importancia de pensar en términos concretos. Y así tiene que ser, para los marxistas la teoría no puede ser un dogma sino una herramienta de análisis para estudiar una realidad viva. Pensamos sobre la crisis catalana concretamente. Ha quedado absolutamente claro que el Estado español está decidido a aplastar el movimiento por la autodeterminación de Catalunya. Y el problema no ha estado solo en el poder ejecutivo del PP[12]. La policía, la Guardia Civil, la judicatura, los partidos de régimen (Cs[13] y PSOE), los órganos superiores del legislativo (el senado como ejemplo más claro), el rey y el ejército, el alto funcionariado, han puesto su hombro contra el movimiento catalán. Todo el aparato represivo y burocrático del Estado se ha movilizado contra Catalunya. El Estado ha demostrado una hostilidad irreconciliable frente a cualquier reivindicación de autodeterminación. Y en esta batalla el Estado ha disfrutado del apoyo constante de los grandes capitalistas españoles y catalanes, que incluso han llevado a cabo una campaña de chantaje e intimidación económica, trasladando las sedes legales de las empresas fuera de Catalunya, de los grandes medios de comunicación, propiedad de grandes conglomerados multinacionales, y también de la UE[14] y la “comunidad internacional”. Y esto a pesar de las apelaciones lastimosas de Junts pel Sí a los empresarios y a la UE.
La actitud del Estado no nos tendría que sorprender mucho si tomamos una óptica amplia y estudiamos su desarrollo histórico. España no atravesó ninguna revolución burguesa victoriosa, como fue el caso de Francia, Inglaterra, Holanda, o los Estados Unidos. No fue unificada por la burguesía revolucionaria, sino por el absolutismo feudal más brutal, que Marx caracterizó como un tipo occidental de despotismo asiático. Los intentos de hacer la revolución burguesa fueron aplastados por el Estado, que siempre se impuso por dos razones conectadas. Por un lado, porque el Estado era bastante poderoso, apoyado sobre un aparato burocrático y militar creado para proteger y gestionar un imperio enorme; por otro lado, porque la burguesía era relativamente débil, menguada por la presión fiscal y administrativa de un Estado que cada vez necesitaba más recursos para mantener el imperio. Las victorias del Estado en los siglos XVI y XVII reforzaron el absolutismo, acrecentaron el peso del aparato burocrático y lo hicieron más parasitario y odioso por la sociedad, que entró en una larga decadencia. La unidad de España entonces no fue consolidada con la democracia, la lucha revolucionaria contra el absolutismo y el desarrollo económico, como fue el caso en otros países, sino por la coacción y la violencia de una clase dominante parasitaria, intolerante y obscurantista. Contra este Estado, las tendencias centrífugas a menudo han representado fuerzas progresistas. Los intentos limitados e inefectivos de reforma democrática de los siglos XIX y principios del XX fueron cancelados de golpe por el franquismo, donde los sectores más corruptos y atrasados de las élites, sostenidos sobre las capas más oscuras de la sociedad, reafirmaron su poder imponiendo un centralismo totalitario. Cómo es muy sabido, la “transición” de los años 70 no rompió con el sistema franquista, sino que dio un barniz democrático al aparato de Estado franquista con una serie de reformas y una relativa descentralización, muy limitadas sin embargo, y con todo tipo de cortafuegos (el artículo 155, el papel de la Audiencia Nacional, o los artículos 2 y 8 de la Constitución son buenos ejemplos). La hostilidad del Estado español a la autodeterminación es parte de su ADN y se debe a una razón sencilla: la incapacidad (histórica y actual) de la clase dominante española de unificar el país sobre basas progresistas y la necesidad de recurrir a la coacción para asegurar la unidad. Esto la diferencia de las clases dominantes canadienses o inglesas, por ejemplo, que se vieron con fuerzas de encarar la cuestión quebequesa y escocesa democráticamente.
El grado de continuidad institucional que exhibe el Estado español es verdaderamente único. Incluso los Estados europeos que no atravesaron revoluciones burguesas clásicas (es decir, la mayoría), experimentaron profundos cambios políticos a lo largo del siglo XX. En países como Italia (en 1945) y Portugal o Grecia (en 1974) revoluciones anti-fascistas encabezadas por la izquierda y el movimiento obrero destruyeron las viejas estructuras feudales y absolutistas, logrando la república y la democracia burguesa avanzada. En Europa central y los Balcanes, las estructuras feudales fueron sacudidas por las grandes guerras y revoluciones de 1912-19, que hundieron los imperios Otomano, Habsburgo y Hohenzollern. Los remanentes feudales fueron destruidos por los tanques del Ejército Rojo (con métodos brutales y bonapartistas) después de 1945.
Para explicar la afinidad entre el Estado español, los empresarios catalanes y el imperialismo de la UE, tenemos que recordar el método dialéctico con el cual Trotski estudió las relaciones entre el capitalismo y el feudalismo en Rusia. El poder político nacional e internacional y el poder económico están estrechamente ligados en una red de relaciones, cimentada por la debilidad mutua y el miedo al cambio, que estrecha su reciprocidad. El capitalismo catalán depende del firme paraguas legal y represivo del Estado y de los subsidios y ventajas que concede para operar en condiciones de estabilidad y tranquilidad, manteniendo la clase obrera a raya, y abriendo nuevas oportunidades de inversión al extranjero a través de una política imperialista. Depende también del gran mercado español y europeo, y del marco internacional favorable que ofrece Bruselas. Tienen incontables conexiones con los capitalistas españoles y europeos. Se sienten muy cómodos bajo un Estado y una UE con políticas fuertemente anti-obreras y pro-capitalistas, y no se quieren meter en ninguna aventura rupturista. Por encima de todo, los asusta ver a las masas en las calles, las huelgas y las luchas, y el brotar constante de las últimas semanas de reivindicaciones políticas y sociales desde abajo. En el pasado, la demagogia nacionalista era útil a los capitalistas catalanes para obtener más prebendas de Madrid, pero siempre dentro de los cauces de la legalidad estatal y la ley y el orden. Por otro lado, los capitalistas catalanes y españoles tienen todo tipo de relaciones personales y familiares con el Estado, viven en la misma burbuja de lujo y privilegios, y los burgueses (catalanes y españoles) a menudo alternan la actividad empresarial con la institucional. El Estado es una fuente inagotable de rentas y cargos. Al mismo tiempo, la UE, haciendo frente a innumerables crisis, principalmente el Brexit, no tiene ningún interés en abrir nuevos focos de inestabilidad, que puedan generar un efecto dominó. El Estado español es uno de los pilares fundamentales de la UE y un socio leal en el club imperialista europeo. Si la UE apoya a Erdogan, ¿por qué no tendrían que apoyar a Rajoy?
La conclusión de todo esto es que en el Estado español el derecho a la autodeterminación es una tarea revolucionaria. Solo se puede lograr rompiendo con la legalidad española, movilizando a las masas y enfrentándose al Estado, y, en consecuencia, con la oligarquía económica y el imperialismo extranjero de la UE que están estrechamente ligados con Madrid. La ruptura con el Estado lleva a una rampa resbaladiza que empuja hacia una ruptura con el sistema en general. Con la oposición del Estado español, y rechazada por la UE y por los grandes capitalistas, la república catalana solo podría sobrevivir sobre bases socialistas e internacionalistas, es decir, tratando de ensanchar la lucha por la Península y el resto de Europa, y buscando el apoyo de las clases obreras ibéricas y europeas. Quizás esta afirmación era una hipótesis hace unos meses. Ha sido corroborada por los acontecimientos de este otoño: la virulencia del Estado, el chantaje de las empresas y el rechazo europeo.
Compañeros como Alberto Garzón cuestionarán esta visión arguyendo que el movimiento tiene una dirección burguesa, encabezada formalmente por el PDeCAT. Pero el PDeCAT no representa a la burguesía catalana, que mayoritariamente ha corrido a guarecerse bajo los faldones del Estado, sino la sombra de la burguesía. La cobardía, las inconsistencias, la inseguridad, la carencia absoluta de una hoja de ruta clara del PDeCAT de hecho reflejan la sensación de que sus amos de clase, los capitalistas catalanes, los han abandonado, y las presiones contradictorias que reciben desde abajo, de la masa soberanista, y desde arriba, de la oligarquía económica y del imperialismo. Sus frecuentes escisiones y crisis políticas (la última con la rebelión de Santi Vila) son fruto del desgarro de los sectores del partido más próximos a los capitalistas, enfrentados a las facciones más pequeñoburguesas. Las ilusiones pequeñoburguesas de una Catalunya independiente capitalista próspera se ha desplomado como un globo deshinchado.
La ruptura de Junts pel Sí, es decir, la ruptura del acuerdo entre el PDeCAT y ERC, es consecuencia de una clarificación política en base a los acontecimientos, que ha sacudido los prejuicios y las ilusiones del movimiento: ha quedado claro que la derecha nacionalista es incapaz de dirigir la lucha. Las tensiones y contradicciones se trasladarán al seno de ERC si se ve en la posición de dirigir la lucha. Pese a ser más consecuente que los ex-convergentes, ERC es un partido heterogéneo y lleno de ingenuidades, que la lucha revelará despiadadamente. El movimiento gradual del eje del nacionalismo hacia la izquierda refleja la verdad de clase de que la autodeterminación es una tarea revolucionaria que la burguesía no puede llevar a cabo. Hay una contradicción entre la dirección actual del movimiento y la naturaleza de sus aspiraciones. Una tarea revolucionaria necesita una dirección revolucionaria. Esto quiere decir una dirección audaz dispuesta a romper con todo el sistema y que se sostenga sobre las masas populares, y sobre todo sobre la principal clase revolucionaria en la sociedad actual: la clase obrera.
Mientras en el plano político el movimiento se mueve hacia la izquierda, en el plano social se radicaliza todavía con más velocidad. El choque con el Estado ha despertado un gigantesco movimiento de masas. Inicialmente con carácter auxiliar hacia el Govern, la experiencia de lucha directa de las masas y la propia dinámica de enfrentamiento, con las inconsistencias de los dirigentes de la Generalitat, ha hecho que el movimiento de masas tome protagonismo, se desarrolle y adquiera confianza en sus propias fuerzas. El crecimiento de los Comités de Defensa de la República y su centralidad en la huelga del 8 de noviembre son la consecuencia más espectacular de este proceso. El propio contexto de movilización ha hecho que sean los elementos más audaces y más izquierdistas, dispuestos a luchar y con experiencia organizativa previa, los que tomen el protagonismo en las calles. El pequeño burgués convergente de las fiestas es sustituido por el joven trabajador precario de la CUP o por el sindicalista de la CGT[15] mientras las manifestaciones pacíficas y rutinarias son sustituidas por los piquetes y las barricadas.
Efectivamente, el derecho a la autodeterminación no solo es una tarea revolucionaria porque supone una ruptura con el sistema, sino porque también genera una dinámica de enfrentamiento que despierta a las masas en el combate activo, las politiza, las hace más audaces y conscientes de su poder. Al mismo tiempo, la entrada en escena de las masas (y cuando se habla de las masas se habla de amplias capas de la clase trabajadora, de la pequeña burguesía y de la juventud) ha llenado la lucha por la república de un contenido más social y económico. Cómo explica Alberto Arregui, cuando millones de personas se implican en una batalla democrática, no lo hacen por una libertad abstracta. Lo hacen, con un grado mayor o menor de conciencia, para defender sus intereses materiales. Una lucha tan intensa y masiva como la de Catalunya necesariamente tiene que expresar anhelos y frustraciones que van más allá de cuestiones puramente identitarias o del deseo de una independencia indefinida. La pasión de las masas catalanas, articulada en clave nacional, refleja el rechazo a un régimen carcomido, atrasado y asfixiante, heredero del franquismo, y al sistema capitalista que ese Estado defiende y encarna de manera particularmente corrupta y parasitaria. Un agravio nacional y democrático expresa la caducidad histórica de todo un estado de las cosas. Esta verdad revolucionaria se revela con la lucha.
La batalla no está ganada
La revolución permanente no es un proceso mecánico, sino dialéctico que depende de la acción de fuerzas vivas. Esta teoría enseña que el camino a la revolución tiene que superar toda una serie de obstáculos y atravesar transformaciones cualitativas: de la revolución democrática a la social, del reformismo a la revolución, de las maniobras parlamentarias a la lucha de masas en la calle, de la presión dentro del Estado burgués a la creación de nuevos órganos de poder popular y obrero. La conciencia de que la revolución tiene que ir más allá de sus objetivos iniciales para triunfar tiene que tomar forma en primer lugar entre los sectores más visionarios y combativos de la sociedad. Las necesidades históricas objetivas tienen que tomar forma subjetiva, en la mente de los hombres y las mujeres. “La historia”, como decían Marx y Engels, “¡no hace nada, no posee ninguna riqueza, no libra batallas! Es el hombre, real y vivo quién hace todo esto y realiza los combates”. Es necesaria una dirección a la altura, que comprenda las tareas, que acelere el aprendizaje de las masas, que arme el movimiento con las herramientas adecuadas y actúe como catalizador. Cómo explicó Marx:
“La doctrina materialista de que los hombres son producto de las circunstancias y que, por lo tanto, los hombres transformados son producto de circunstancias transformadas, olvida que es el hombre quien cambia las circunstancias y que el educador tiene que educarse primero. Por lo tanto esta doctrina tiene que dividir a la sociedad en dos partes, una de las cuales es superior a la otra.” (Marx, Tesis sobre Feuerbach, 1845)
La dirección tiene que actuar como una vanguardia, que comprenda antes que el resto de la clase obrera las tareas históricas y las pueda explicar pacientemente, organizando a la vez los sectores más audaces en la lucha real en la calle. Cuando Marx proclamó la consigna de la revolución permanente en 1850, lo hizo como una advertencia sobre la necesidad de un partido obrero independiente, consciente de sus deberes dispuesto a sacar la dirección del movimiento a la pequeña burguesía democrática:
“En lugar de descender una vez más al papel de corazón destinado a aplaudir los demócratas burgueses, los obreros, y antes de todo la Liga [Comunista], tienen que procurar establecer junto con los demócratas oficiales una organización propia del partido obrero, al mismo tiempo legal y secreta, y hacer de cada comunidad un centro y núcleo de sociedades obreras, en los que la actitud y los intereses del proletariado puedan discutirse independientemente de las influencias burguesas.” (Marx & Engels, “Mensaje a la Liga Comunista”, 1850)
En Catalunya, existe una terrible contradicción entre la gravedad de las necesidades objetivas del movimiento y su dirección: la contradicción entre una tarea objetivamente revolucionaria y una dirección miedosa y reformista. Uno de los principales aliados para el dominio de Junts pel Sí ha sido la izquierda española, que, manteniendo una posición altiva y equidistante, ha dado fuerza a los demócratas pequeñoburgueses. En vez de luchar para encabezar el movimiento por la autodeterminación y por la república catalana, dándole un carácter nítidamente de izquierdas, y tomar esta batalla como el primer paso en la lucha por la república española, han dado un paso atrás. Esto, como explica Alberto Arregui, ha dejado un vacío en España llenado por el nacionalismo reaccionario españolista y en Catalunya por el nacionalismo democrático catalán. Al mismo tiempo, los compañeros y las compañeras de la CUP, pese a ser el sector más combativo del bando soberanista, y, esperamos, la semilla de una futura dirección revolucionaria para el movimiento, hasta ahora no ha sido bastante consecuente en distanciarse de Junts pel Sí, y en momentos cruciales no ha aparecido claramente con palabras de orden alternativas que supieran ofrecer una salida. Podríamos decir (de nuevo, mutatis mutandis) que la actitud de Unidos Podemos ha sido análoga a la de la CNT el 1934 en Catalunya, y la de la CUP a la del BOC de Joaquín Maurín.
El retraso en el nacimiento de una nueva dirección para el movimiento por la república es muy peligroso, y puede dar lugar a un aborto. Está generando un punto muerto que fortalece a la reacción, debilita al movimiento soberanista y ayuda a dividir la clase obrera en Catalunya (y en España en general), con sectores importantes del proletariado que, desconfiando de los dirigentes pequeño burgueses del PDeCAT y ERC, no entienden la cuestión catalana y la rechazan, incluso bajo las banderas reaccionarias del PP y Cs. El eje político tiene que girar a la izquierda todavía más y ser encabezado por partidos revolucionarios; el eje social del movimiento tiene que girar hacia la clase obrera, arraigándose con un programa que entusiasme y movilice al pueblo trabajador, que ensanche el campo soberanista y se conquiste la simpatía del proletariado español. Solo así se podrá alcanzar la victoria, pasando de la república de los ocho segundos al fin de los Borbones, convirtiendo la revolución democrática en una revolución social, la revolución de las sonrisas en la revolución permanente.
[1] DUI: declaración unilateral de independencia. El presidente Puigdemont declaró la DUI, para suspenderla tan solo 8 segundos después.
[2] 155: artículo de la Constitución española que permite al Estado imponerse ante las comunidades autónomas, como Catalunya.
[3] Dirigente de Izquierda Unida, federación de partidos impulsado principalmente por el Partido Comunista de España
[4] Partido de derechas independentista. Heredero de CiU, partido nacionalista tradicional de la burguesía catalana.
[5] Partido de “izquierdas” independentista. Partido con largas tradiciones en Catalunya, también en el movimiento obrero.
[6] Partido Socialista Obrero Español, partido socialdemócrata con largas tradiciones en el movimiento obrero. Ha jugado un papel clave en la historia del capitalismo español, como último sostén del sistema. En la Transición del 78, del franquismo a la “democracia”, fue decisivo para evitar una revolución por abajo.
[7] Organización anarquista. Durante los años 20 y 30, era la organización más grande de la clase obrera, especialmente en Catalunya, donde gozaba de una posición hegemónica.
[8] Se trata de la huelga general revolucionaria de comienzos de octubre de 1934, decretada por la Alianza Obrera (bajo la hegemonia del PSOE) en todo el Estado español, contra la entrada de la CEDA filofascista en el gobierno de la República. Companys se sumó al movimiento y proclamó el Estado catalán “dentro de la República Federal Española”.
[9] El Centre Autonomista de Dependents del Comerç i de la Indústria, fue una asociación sindical y social catalana. Fue fundada en 1903 por un grupo de dependientes de comercio y de oficinas de tendencia política catalanista.
[10] Candidatura d’Unitat Popular. Coalición electoral de varios partidos y organizaciones de izquierda. Anticapitalista e independentista.
[11] Este texto atribuido a Trotski no fue escrito para los acontecimientos de octubre de 1934 en Catalunya. En realidad, es bastante anterior; está fechado en mayo-junio de ese año. La cita mencionada es parte de una carta del Secretariado Internacional de la Liga Bolchevique-Leninista (la organización trotskista internacional) dirigida a la CE de la Izquierda Comunista (la sección española de la Liga). En aquellos momentos, el avance del fascismo parecía imparable y no se avizoraba en el horizonte un estallido revolucionario inmediato. Trotsky, alarmado por la posibilidad de un golpe fascista que aplastara al proletariado catalán, el más avanzado de todo el Estado, sugiere aprovechar el movimiento independentista de masas catalán, basado en la pequeña burguesía y la ERC de Companys, para que el proletariado catalán asumiera la bandera del independentismo y así convertir una eventual Catalunya independiente, bajo la hegemonía del proletariado, en un baluarte contra el fascismo, a partir de la cual iniciar un contraataque revolucionario para extender la revolución social en toda la península ibérica.
[12] Partido Popular. Partido tradicional de la derecha española, formado por “ex franquistas”.
[13] Ciudadanos. Partido que surgió como alternativa al PP, impulsado por el gran capital para sortear el desgaste del PP. Se radicalizó hacia la derecha con el movimiento independentista catalán. Ahora ya ha desaparecido.
[14] Unión Europea
[15] Confederación General del Trabajo: sindicato anarcosindicalista.
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