El aparato del Estado: un foco de reacción al servicio de los ricos
La negativa de la cúpula judicial y de la derecha a consensuar con el gobierno la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), cuyo mandato caducó hace dos años, está profundizando la crisis institucional del régimen del 78.
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Felipe VI, aspirante a Bonaparte
Esto se agravó con el guiño que recibió la cúpula judicial del rey Felipe VI, cuando éste comunicó al presidente del CGPJ, Carlos Lesmes, su lamento por no haber podido asistir a la entrega de despachos de la nueva promoción de jueces, organizada por el CGPJ a fines de septiembre en Barcelona. Es imposible creer que Lesmes se atreviera a revelar públicamente este mensaje del rey en dicha reunión sin su conocimiento y apoyo tácito.
El gobierno había justificado la ausencia de Felipe VI en ese acto por miedo a que desencadenara manifestaciones de protestas debido a la cercanía del aniversario del referéndum independentista del 1 de Octubre y de la sentencia del Tribunal Supremo contra Torra. Pero es más probable que el gobierno decidiera cancelar el viaje del rey para no reforzar la autoridad del CGPJ ante la opinión pública.
En cualquier caso, el mensaje amistoso de Felipe VI a la derechista CGPJ es una extralimitación escandalosa de sus atribuciones constitucionales que pretendía desautorizar públicamente a un gobierno elegido por mandato popular. La derecha, la casta judicial y hasta la patronal CEOE han aplaudido el “lamento” del rey. Está claro que, ante las bases de apoyo reducidas que tiene la clase dominante en el país, y los múltiples frentes y enemigos que la rodean (un gobierno sustentado en una mayoría de izquierda, la clase trabajadora cada vez más precarizada, la inevitable respuesta popular a la nueva crisis económica, las heridas abiertas de la represión franquista, el auge del movimiento independentista mayoritariamente de izquierda en Catalunya, Euskadi y Galicia, etc.) aquélla necesita un Bonaparte, un “padre espiritual de la nación” que pueda actuar de punto de convergencia de la reacción en caso de que el gobierno trate de ir más allá de sus tímidas intenciones iniciales o de que el malestar popular estalle de forma masiva. El grito de “¡Viva el rey!” al final del acto del CGPJ en Barcelona, fue una muestra viva de ello, lo mismo que la estúpida afirmación del dirigente del PP, Pablo Casado, de que “los españoles hemos votado a Felipe VI, pero no a Iglesias ni a Garzón”.
El bloqueo del CGPJ
Está claro por qué la reacción, incluida la clase dominante (como refleja el apoyo de la CEOE a un tema aparentemente muy alejado de sus asuntos), quieren mantener un control férreo del aparato del Estado, comenzando por la casta judicial. Que Unidas Podemos pueda introducir un par de vocales en el CGPJ les parece anatema. Necesitan un contrapoder legal al mandato popular emanado de las urnas que pueda hacer frente a los “enemigos de España”: el movimiento independentista, la clase trabajadora, el movimiento de Memoria Histórica, el movimiento republicano, etc. Los tribunales Supremos y Constitucional pueden obstaculizar, retrasar y hasta hacer caer leyes, e incluso a representantes electos del pueblo, como ha demostrado el caso de Catalunya.
Por esa razón, de manera escandalosa, este CGPJ con mandato caducado sigue nombrando jueces reaccionarios en el Tribunal Supremo y en los tribunales inferiores de todo el Estado. La reacción necesita tener pleno control del poder judicial para los turbulentos tiempos que se avecinan. Sus maniobras violan la propia legalidad, al permitir la continuidad de un organismo con mandatos caducados, pero ¡ay! “quien hizo la ley, hizo la trampa”. Justamente, la mayoría de dos tercios en el Congreso necesaria para renovar el CGPJ estaba pensada precisamente para impedir que la izquierda pudiera tener un control de este organismo en caso de mayoría en la cámara alta, algo con lo que tragaron hace décadas las direcciones del PSOE y del PCE.
Ahora, el gobierno ha anunciado su intención de reformar la ley para que la renovación del CGPJ pueda hacerse con mayoría absoluta del Congreso y no con los dos tercios actuales. Está por ver si están dispuestos a ir hasta el final con esto, o es sólo un órdago para obligar al PP a negociar.
El papel del Estado
En general, la gente común no piensa mucho en el Estado. Se supone que siempre ha estado ahí –la policía, los jueces, el ejército, la administración pública, el rey…– y que es un organismo “al servicio de todos”. Lo que no se comprende generalmente, es que el Estado está muy lejos de ser imparcial. Su fin primordial es defender los intereses de la clase social económicamente dominante, los grandes empresarios, banqueros y terratenientes.
Las altas esferas del Estado: jefes militares y policiales, judicatura, alta administración, cuerpo diplomático, etc. se reclutan, casi sin excepción en las familias burguesas o pequeñoburguesas adineradas. Sus miembros se instruyen en las mismas escuelas de élite que aquéllas, frecuentan los mismos círculos sociales, clubs, restaurantes. Y necesariamente, imprimen a la acción del Estado la psicología y la perspectiva de la clase de la que proceden. Todo está dispuesto así para defender los intereses de clase de los ricos y salvaguardar a toda costa el régimen de propiedad privada y los beneficios derivados de la explotación de la clase trabajadora.
Por su propia naturaleza, el Estado tiene un fin represor: asegurar que las contradicciones, tensiones y desigualdades sociales no devoren ni desgarren a la sociedad, ejerciendo una violencia selectiva sobre individuos o grupos sociales para mantener el “orden”.
Pero el Estado, para ser lo más eficiente posible en su labor y que su defensa de los privilegiados se note lo menos posible, necesita mantener un “halo” de neutralidad, aparecer situado por encima de las clases sociales, y fomentar el fetichismo en la población del respeto reverencial a las leyes y las instituciones del régimen. Pero es, precisamente ahora, cuando este “halo” está empezando a desgarrarse.
Consecuencias revolucionarias
Estas maniobras del aparato del Estado no carecen de riesgos para la clase dominante. Al poner el foco sobre su actuación ante los ojos de la opinión pública, los contornos de clase anteriormente diluidos del aparato del Estado, comienzan ahora a mostrar un perfil definido de instrumento en defensa de los ricos y de la reacción. En la medida que capas cada vez más amplias de las familias trabajadoras vean que este aparato de Estado sirve a los intereses de los privilegiados y a sus planes conspiradores, incluido el rey Felipe VI, eso hará que pierda autoridad ante la clase que está llamada históricamente a derribarlo. Cuando el perfil bonapartista de Felipe VI se acentúe más en el futuro y la reacción trate de pasar a la acción a través del aparato judicial, eso puede provocar una respuesta popular masiva que ponga el eje central en la reivindicación de la república. Pero, en la medida que la monarquía es la viga maestra que sostiene el andamiaje del sistema capitalista en el Estado español (concentra el apoyo del aparato del Estado y los vínculos de éste con las grandes empresas) la reivindicación de la república puede adquirir rápidamente un carácter socialista, poniendo en cuestión todo el sistema.
Una fuente de corrupción
El aparato del Estado, más aún en el caso español, es también una fuente potentísima de corrupción y de prácticas mafiosas. En la medida que la burocracia estatal se financia y adquiere sus privilegios del Estado mismo, tiene una tendencia a desarrollar intereses propios y a saquear las finanzas públicas. Los gobiernos pasan, pero los jefes policiales, militares, judiciales, etc. permanecen. Además del monopolio de la violencia, tienen la potestad legal para espiar la vida personal y laboral de cualquier persona sin trabas. Por eso es común, sobre todo entre los jefes policiales, realizar trabajos por encargo para grandes empresas (caso Lezo) y también operaciones “sucias” para gobiernos de turno, al margen de los procedimientos convencionales. El clan del excomisario Villarejo es la prueba más evidente de ello. El “caso Kitchen” es una muestra elocuente de cómo el gobierno de Rajoy utilizó los servicios de la mafia policial para espiar a enemigos políticos (independentismo catalán, Podemos) y fabricar pruebas falsas contra ellos, y también para dinamitar las denuncias de corrupción del PP, como el intento de robar pruebas inculpatorias que el extesorero Bárcenas tenía en su poder en su domicilio, o en boicotear o marginar a policías con cierto sentido de la honestidad que trabajaban para la UDEF, Unidad de Delincuencia Económica y Fiscal.
Vemos, pues, que la lucha por una sociedad plenamente democrática en el Estado español no pasa solo por alcanzar una república sino también por derribar todo el edificio corrupto y reaccionario del aparato estatal, sobre el que se sustenta el dominio que la oligarquía capitalista de las 100 familias ejerce sobre nuestra sociedad.
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