Espionaje a diputados de Unidas Podemos: así es como funciona el sistema
El escándalo salido a la luz del seguimiento y espionaje a los 69 parlamentarios de Unidas Podemos, elegidos en las elecciones de diciembre de 2015, ha puesto nuevamente en la mira la actuación del aparato del Estado en la lucha contra quienes el “establishment” considera sus enemigos.
El asunto se ha conocido por la decisión de la Audiencia Nacional de abrir una investigación en febrero pasado, tras una querella presentada por Podemos contra los antiguos responsables del ministerio del interior del gobierno de Mariano Rajoy, ante la sospecha de que la organización fuera espiada “ilegalmente” entre 2015 y 2016; es decir, sin autorización judicial.
En aquel momento, el PP de Rajoy había perdido la mayoría absoluta, y una mayoría absoluta de izquierdas en el Congreso de los Diputados –desde el PSOE hasta Unidas Podemos, pasando por la izquierda independentista catalana y vasca– amenazaba la continuidad de su gobierno.
Entre las pruebas manejadas por el juez Santiago Pedraz figuran mensajes de Whatsapp entre el entonces número dos del Ministerio del Interior. Francisco Martínez, con Enrique García Castaño, comisario jefe de la Unidad Central de Apoyo Operativo de la Policía Nacional, que confirman los encargos y órdenes de espionaje contra los diputados de Unidas Podemos. El juez también dispone de los listados de consultas a las bases de datos de la policía ordenadas por García Castaño y Germán Rodríguez Castiñeira, entonces jefe de la Brigada Provincial de Información de Madrid.
Se registraron 6903 búsquedas sobre decenas de diputados de Unidas Podemos de aquel entonces, particularmente de su cúpula: Pablo Iglesias, Yolanda Díaz, Irene Montero, Íñigo Errejón, Ione Belarra, Pablo Bustinduy, Carolina Bescansa, entre otros. En los mensajes de Whatsapp mencionados se deja claro de que lo que se trataba era de encontrar información “sensible”: vínculos con la izquierda abertzale y organizaciones “anarcas”, antecedentes policiales, asuntos personales “íntimos”, patrimonio, etc. a fin de utilizarlos para darle difusión y desacreditarlos públicamente.
Todo este montaje de espionaje fue organizado por el Ministerio del Interior de Rajoy utilizando la llamada “policía patriótica”, la red policial empleada también para destruir pruebas y perseguir a testigos implicados en la corrupción y financiación ilegal del PP en el llamado caso Kitchen, o en el montaje de pruebas falsas a políticos independentistas catalanes y a Pablo Iglesias, entre otras “heroicidades”.
Romper el misticismo del Estado
La reacción de Pablo Iglesias ha sido la de exigir juicio y prisión para todos los implicados. Joan Baldoví, otro de los espiados y dirigente de Compromís, ha declarado que el espionaje es una práctica “prohibida”, “ilegal” y “profundamente antidemocrática”.
Dicho lo anterior, parecería que este sería un caso único atribuible a la maldad o perversidad de Rajoy y su entonces ministro del interior, Jorge Fernández Díaz, con la colaboración de algunas “manzanas podridas” en la policía, y que todo se arreglaría despidiendo de sus cargos a los responsables y mandándolos a la cárcel. Al menos, es así como Pablo Iglesias y sus compañeros parecen presentar esta trama. Y punto final.
Este punto de vista es, cuando menos, bastante ingenuo. Porque, de ser así, cómo es posible que el actual ministerio del interior, gestionado ahora por el ex juez Grande-Marlaska en un gobierno socialista, siga infiltrando decenas de agentes policiales en movimientos sociales y organizaciones de la izquierda radical y del independentismo catalán, como ha trascendido en los últimos dos años ¿Son también Grande-Marlaska y esos policías simples “manzanas podridas” en el aparato del Estado, que hay que depurar? También hace un par de años, igualmente bajo un cogobierno socialista y de Unidas Podemos, se confirmó el espionaje telefónico con el programa Pegasus a dirigentes independentistas ¡y hasta al propio presidente del gobierno, Pedro Sánchez! Y la lista de “incidentes” de este tipo no terminaría nunca.
Independientemente de los intereses políticos inmediatos del PP de Rajoy en aquellos momentos, estaba claro para todo el mundo que la irrupción de Podemos, percibido por amplias capas de la población como un movimiento radical que expresaba las ganas de cambio de millones de personas, provocó pánico en la clase dominante. El entonces presidente del Banco de Santander, Emilio Botín, confesó su preocupación por esto ante un grupo de periodistas poco antes de fallecer, en septiembre de 2014. No es casualidad que el aparato del PSOE, con Felipe González al frente –un agente directo de la burguesía en este partido– tuviera la misma opinión negativa sobre Podemos. Fue por eso que, desde el primer momento, se puso en marcha la campaña de fango contra los morados, persiguiendo atemorizar a la población y desacreditar el movimiento que en pocas semanas había alcanzado varios cientos de miles de adherentes y se situaba en el primer lugar de las encuestas de opinión.
No fueron “manzanas podridas”, sino los sectores decisivos de la clase dominante que tienen vínculos directos con el aparato del Estado a todos los niveles, quienes tenían el máximo interés en destruir Podemos y la autoridad política y moral de sus dirigentes. Y esto no es una novedad, es el modo en que la clase dominante y su aparato de Estado tratan a todos aquellos que son percibidos como una amenaza al statu quo, tal cual ocurrió también con el independentismo catalán. Y esto seguirá siendo así, hoy y mañana; y cualquier dirigente o movimiento radical de izquierdas que consiga un apoyo social significativo entre la clase trabajadora y la juventud, y sea percibido como una amenaza al sistema, será tratado de la misma manera.
Para los dirigentes reformistas de la izquierda el Estado parece tener un carácter místico, como si fuera una especie de altar al que arrodillarse y que vela por el interés común de todos. Pero el Estado no es imparcial ni está por encima de los intereses de clase. En el capitalismo, el Estado es un instrumento de dominación y opresión bajo el control de la clase dominante, de los grandes empresarios y banqueros. Esto es ABC para cualquier marxista y comunista, pero parece que Pablo Iglesias lo ha olvidado, o nunca lo ha asimilado, pese a las credenciales “marxistas” y “comunistas” que le gustaba exhibir en un pasado no muy lejano.
Nosotros, los comunistas de la OCR, no depositamos ninguna confianza en el aparato del Estado español (ni de ningún otro Estado). Sabemos bien que las cúpulas policiales, militares, judiciales y de la administración del Estado son guardianes fieles de los intereses de sus amos; no puede ser reformado ni democratizado significativamente. Sus integrantes son reclutados en su mayoría de la misma clase dominante y de la clase media alta, e instruidos en el respeto y sostén del “orden” que les garantiza ingresos, privilegios, e intangibilidad. No existe control popular alguno sobre esta gente.
Esto no quiere decir que permanezcamos de brazos cruzados de manera fatalista. El desprestigio creciente del aparato judicial y policial ante miles de familias obreras debe ser aprovechado para movilizar a la clase trabajadora, con reivindicaciones concretas orientadas a exponer el carácter de clase del Estado y tendentes a amputar sus aspectos más reaccionarios: movilización popular contra cada atropello policial y judicial; elección popular, con derecho a revocación, de los jueces por sufragio universal; acabar con los sueldazos y privilegios escandalosos de las cúpulas policiales, militares y los jueces; que ningún funcionario público perciba más que el salario medio de un obrero cualificado; supresión de los altos tribunales que no responden a ningún control popular (Tribunal Supremo, tribunales supremos regionales y Audiencia Nacional), extensión del sistema del Jurado, depuración de fascistas y reaccionarios de la policía, Guardia Civil, Ejército y judicatura por medio de comités populares formados por movimientos sociales, sindicatos, asociaciones vecinales y aquellos miembros individuales de este aparato con credenciales progresistas y democráticas contrastadas y realmente comprometidos con la democratización de este estamento.
Al final, la lucha por un aparato de Estado democrático que sirva al pueblo y esté bajo su control debe estar vinculado a la lucha por romper el poder económico y político de la clase dominante. Hay que arrancar de las manos de nuestros enemigos de clase el control que ejercen sobre la economía y destruir su aparato de Estado. Sólo desde abajo, a través de una transformación socialista de la sociedad, se puede hacer esto: con la propiedad colectiva de la riqueza y un Estado obrero simple y barato (en realidad, un semi Estado) que dé sostén a la sociedad mientras lo necesite, y todo ello bajo el control democrático de la clase trabajadora.
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