La revolución de 1868. Hace 150 años los borbones huyeron de España (3ª parte)
Se acaban de cumplir 150 años: el 30 de septiembre de 1868 Isabel II cruzó la frontera hacia Francia, huyendo de la revolución desatada en todo el país que abrió un periodo revolucionario de 6 años. En este tercer y último artículo de la saga analizamos los acontecimientos habidos durante la I República, en 1873.
Contenido
- 1 La historia de la I República y el final del Sexenio Revolucionario: un punto de inflexión en el devenir del Estado español
- 2 La I República
- 3 La reacción quiere revertir la situación
- 4 La AIT. Los marxistas
- 5 Los bakuninistas
- 6 Cataluña. Los primeros intentos de proclamar la República Federal
- 7 La ruptura de los republicanos intransigentes con Pi i Margall
- 8 Las elecciones de mayo
- 9 La revolución queda dislocada
- 10 La insurrección cantonal
- 11 La contrarrevolución se encarna en la derecha republicana
- 12 Conclusión
La historia de la I República y el final del Sexenio Revolucionario: un punto de inflexión en el devenir del Estado español
Cuando el 10 de febrero de 1873 se constata la abdicación del ya ex rey Amadeo I la calle amenazaba con desbordarse dramáticamente pidiendo la República, y no sólo en Madrid. Grupos armados de la milicia republicana protegerán el Congreso esa noche, quedando las Cortes reunidas en sesión permanente con un grupo de diputados dentro.
La I República
Al día siguiente, lo inevitable se imponía. Después de que se alargasen los discursos iniciales, a pesar de la intensa nevada caída, la multitud era cada vez mayor. Cuando salió otro diputado republicano con el consabido grito del día anterior de «saldremos de aquí con República o muertos», un grupo de manifestantes republicanos, ya cansado de tanta espera, directamente le amenazó, pudiendo haber pasado la cosa a mayores entre compañeros de un mismo partido. Un dirigente republicano, revólver en mano, tuvo que contener a los críticos para permitir el regreso del audaz diputado republicano, probablemente bastante contrariado de ser tan duramente increpado por sus propios compañeros.
Finalmente, la calle se impuso al renuente Congreso, y se proclamó la República, previa amenaza de insurrección en Madrid y Barcelona expresada directamente desde la tribuna parlamentaria ¡La República había llegado!
Se daba una situación insólita. El partido Radical, monárquico, tenía la mayoría de diputados y los republicanos eran minoría, pero eso era mero reflejo de las elecciones trucadas del año anterior donde, para más inri, los Radicales habían incumplido su principal promesa electoral de que no habría más llamamientos militares para la guerra de independencia de Cuba. Los Radicales eran incapaces de movilizar ninguna clase de masa popular, y en las épocas revolucionarias esto es lo determinante.
Si un sector de la burguesía creía que podría tener durante un tiempo una especie de régimen parecido al de la monarquía de Amadeo, sólo que sin rey, y que mientras tanto podrían recomponerse rápidamente, se dieron cuenta de lo equivocado y peligroso de jugar con tal conjetura. La consagración de la «República» representaba en el imaginario colectivo de las masas la necesaria colmatación de mil y una expectativas y deseos soñados.
Así, a las grandes manifestaciones populares de los siguientes días, le sucedió la acción de masas en todos los ámbitos de la vida social: desobediencia de los soldados, ocupaciones de tierras… En Barcelona, después de un gigantesco mitin convocado por la Internacional que reunió a entre 15.000 y 30.000 obreros según las diversas fuentes, ante unos patronos atemorizados, los trabajadores del textil y molineros rápidamente imponen la reducción de la jornada laboral. Su ejemplo es imitado en las siguientes semanas en diferentes sectores, ciudades y pueblos.
El primer gobierno republicano es el que impone en esas circunstancias la mayoría de diputados Radicales monárquicos: los Radicales son mayoría en el Ejecutivo y los republicanos minoría, aunque sus principales dirigentes figuran en puestos claves… para contener a la calle. El presidente será Estanislao Figueras y la cartera de Gobernación recae en Pi i Margall, obligándosele a este último a que repusiera la legalidad de los ayuntamientos monárquicos allí donde las masas los habían destituido.
Se tragó quina varias veces más por parte del dirigente republicano más a la izquierda. En Montilla, el furor de las masas populares, que pasó por encima de los dirigentes locales, llevó a un enfrentamiento en el que hubo varios muertos. La prensa monárquica clamó contra «los anarquistas y socialistas», lo que tuvo sus consecuencias: durante más de un año los dirigentes republicanos locales dieron con sus huesos en la cárcel.
También, a los pocos días de su constitución, es este gobierno el que cierra la venta de las minas de Riotinto (Huelva) al capital inglés, para reducir la alta deuda pública y lograr liquidez.
La reacción quiere revertir la situación
Mientras tanto, los Radicales y resto de partidos monárquicos se aprestan a dar la vuelta a la situación. En los siguientes dos meses veremos tres intentos de golpes de estado, ¡tres!, que fracasaron por la negativa de los soldados de los batallones escogidos a llevarlos a cabo; o bien por la movilización de la milicia ciudadana leal a la República, que hizo disolverse como a un azucarillo en el agua a las fuerzas armadas movilizadas por los monárquicos sin que hubiera un solo muerto.
A pesar de la reacción monárquica, el gobierno legalizó lo que las masas habían impuesto por abajo: abolición de los impuestos indirectos, amnistía, supresión de nuevas levas militares, abolición de la esclavitud en Puerto Rico. El gobierno de Pi i Margall la querrá ampliar posteriormente también a Cuba, pero será tumbado antes de legislar sobre ello. Sabía a poco. Realmente, casi todo lo habían impuesto las masas antes de ser legislado. El gobierno iba muy por detrás de la acción popular.
Los golpes militares fracasados originan un movimiento pendular en sentido contrario de las masas, que ven más concretamente el peligro de la contrarrevolución. Mientras más se estudia la época, más se comprueba que la situación revolucionaria fue mucho más intensa que lo que entendían los historiadores hace 20 o 30 años. La toma de tierras, o manifestaciones de diversa índole reclamándola, se extendió en mayor o menor medida por casi toda la región meridional peninsular, y aún en algunos lugares de la meseta norte. Sobre todo se trataba de antiguas tierras comunales.
La AIT. Los marxistas
Todos los agrupamientos situados a la izquierda crecen. También la Asociación Internacional de Trabajadores, la AIT, dirigida por los anarquistas de Bakunin, a pesar de que estos fuesen profundamente sectarios con los republicanos. A pesar de ello, no pueden evitar que aquí, allá y por todas partes, ciudades, secciones y comités apoyen entusiastamente al nuevo régimen.
La AIT pasa en un año de 25.000 o 30.000 afiliados a unos 50.000, en el verano de 1873, cuando se integra plenamente a ella la Unión Manufacturera, heredera del sindicato «Las Tres Clases del Vapor», que agrupaba a los obreros textiles más conscientes. Unos dos tercios de los afiliados están en Cataluña; y la mitad, o más, de los afiliados en todo el país son obreros textiles. En algunas ciudades, los afiliados a la Internacional constituyen la mayoría de los trabajadores organizados, caso de Alcoy (Alicante) o Sanlúcar de Barrameda (Cádiz).
Engels era consciente del atraso relativo del país. En otros países más avanzados los dirigentes del Consejo General de Londres defendían la creación de un partido obrero, motivo principal de la escisión de la AIT por parte de los bakuninistas. Pero estos países tenían mucha más clase obrera industrial, y con más tradición de lucha, los trabajadores habían pasado ya por la experiencia de procesos revolucionarios traicionados por dirigentes pequeñoburgueses, como en Alemania y Francia, habiendo asimilado lecciones fundamentales de los mismos.
En el caso español, al poner en perspectiva el rol que tenía que jugar la Internacional, Engels recomendó a Lafargue, cuando éste estuvo en España, tener una actitud amistosa hacia los dirigentes republicanos y el mismo Lafargue tuvo varias discusiones con dirigentes de la izquierda republicana, incluido Pi i Margall. De hecho, la excusa de los bakuninistas para expulsar a Pablo Iglesias, Mesa y al resto de seguidores madrileños marxistas de la AIT fue el haberse dirigido éstos amistosamente por carta, como representantes de la Internacional que eran, a una asamblea republicana.
Expulsados los dirigentes madrileños, el conjunto del grupo marxista se escindió demasiado prematuramente de la Federación Regional Española de la AIT, fruto de la pasional batalla fraccional llevada a efecto. De hecho, ni mucho menos los bakuninistas se atrevieron a expulsar en otras provincias, en particular en Cataluña, a muchos afiliados que eran concejales republicanos, diputados, o que defendían públicamente el voto para ellos en las elecciones.
Los marxistas quedaron dispersos en una serie de pequeños núcleos que probablemente no llegaban a 200 afiliados en total. En el único congreso que intentaron realizar, en marzo de 1873, apenas reunieron a una docena de delegados de seis localidades tan sólo, que discutieron en Toledo dentro de una barca en el río Tajo, cuando todo el país estaba bullendo más que nunca… Los convulsos acontecimientos subsiguientes, en forma de maremoto político, harán naufragar físicamente a esta pobre barca, que quedará anulada totalmente como organización. Su último periódico, subsidiado por Engels, se publicó en abril, pereciendo por falta de compradores, lo que revelaba una aproximación poco flexible y equivocada al fenomenal movimiento desatado, que se tragó al grupo entero salvo a contados individuos. Así, justo cuando los republicanos son el partido político de referencia para lo fundamental de las masas obreras y jornaleras «los nueve» redactores del Emancipación marxista escriben sobre la necesidad de constituir un nuevo partido obrero:
«… La clase obrera debe tener una política propia, política que no puede ser la de los partidos burgueses, interesados todos ellos en el mantenimiento de las instituciones sociales existentes (…) incluido el republicano federal…».
Los bakuninistas
Pero no sólo los partidarios del Consejo General de Londres quedaron bloqueados. Los mucho más mayoritarios bakuninistas perdieron gran parte del control de su organización. Eso sí, usufructuaron y usufructuarán en el futuro el nombre, la tradición y luego los frutos de la Federación de Trabajadores de la Región Española de la AIT, que ya se había abierto un hueco entre el proletariado español, al ser el principal grupo organizado dentro de ella, antes y después de la I República.
Con diferentes maniobras, en el Congreso de 1872 de Córdoba, los bakuninistas habían evitado que uno de los representantes elegidos para asistir al Congreso de la Internacional fuera el sombrerero catalán no anarquista Baldomero Lostau, el dirigente obrero de Barcelona más conocido por entonces, que había sido diputado republicano anteriormente. Lostau, miembro de la izquierda republicana y de la Diputación Provincial barcelonesa a principios de 1873, será mandatado por ésta en febrero como su representante máximo, en un momento en el que la estructura del Estado, empezando por el ejército, colapsó en Cataluña y tuvo que organizar durante días, de hecho, el esfuerzo bélico contra los carlistas. Luego comandará la milicia republicana contra miles de carlistas venidos con cañones a Caldas de Montbui, haciéndolos retroceder (los republicanos socialistas sólo tenían fusiles), y tendrá que exiliarse cuando se niegue a que las milicias revolucionarias se encuadren en el ejército represor contra el movimiento cantonal.
El compañero de Lostau en Barcelona, José Bragulat, alineado con él en el congreso de Córdoba, y líder de los trabajadores del textil, declaró públicamente en mayo:
«… He dicho siempre a mis amigos políticos: considero necesarias las libertades; defenderé, lucharé en todo y por todo el establecimiento de la República; pero una vez alcanzada, no me estacionaré en ella; iré más adelante…».
Es decir, reconocía la importancia de la República para los trabajadores, al mismo tiempo que defendía la necesidad de luchar por otro régimen social, se sobreentiende que el socialismo (recordemos que hasta Pi i Margall se definía como socialista). El sector de Bragulat, después de una batalla interna fraccional bastante fuerte en la AIT de Barcelona, arrebata el control de la misma a los bakuninistas, acusando a éstos de favorecer con su política sectaria a la reacción carlista. Este era el estado de ánimo mayoritario en las principales secciones de la AIT, cuyo afiliado medio (no sólo en Cataluña, sino en todo el país) participaba en una milicia republicana; militaba en la AIT porque era la mejor y más necesaria sociedad obrera de resistencia y lucha; pero que, en su inmensa mayoría, votaba republicano y se sentía como partícipe de ese partido-movimiento, con centenares y centenares de sedes en todo el país, clubs, sindicatos y periódicos asociados a él, utilizados por jornaleros y obreros desde hacía décadas.
Cataluña. Los primeros intentos de proclamar la República Federal
Cataluña era la región del país más avanzada políticamente debido a su base industrial, residiendo allí por tanto el número más alto de obreros industriales. Ello había propiciado desde décadas atrás tradiciones de lucha colectiva mayores que en el resto del país debido a una penetración mucho más fuerte de las ideas del republicanismo federal y del socialismo, asociado al anterior. Más de la mitad de los afiliados de la Internacional residían allí, pero muchísimos más obreros se declaraban republicanos y no pertenecían a la Internacional.
Recordemos que había sido proclamada la República, pero no la «República Federal», concepto que había reivindicado el republicanismo en sus últimas asambleas estatales. En diferentes pueblos y ciudades de todo el país se proclamará «la Federal» más o menos simbólicamente, pero en el caso catalán, desde mediados de febrero, hubo un intento serio de proclamar “l’Estat catalá” dentro de la República Federal, lo que en absoluto era admitido por la derecha republicana de Castelar ni por los Radicales monárquicos.
Tanto Pi i Margall como el presidente Figueras tuvieron que emplearse a fondo, siendo sensibles a la presión que por su derecha les transmitía la aún mayoría parlamentaria monárquica y la opinión pública burguesa.
Como explicamos en otro artículo, el federalismo era la «piedra de toque» administrativa de la que se había valido tradicionalmente el republicanismo más avanzado para expresar su concepción del Estado desde fines de los años 30, tanto por parte de los republicanos socialistas cabetistas catalanes como de los fourieristas gaditanos y madrileños. El poder municipal, la unión de los municipios en provincias y regiones, y la unión federal que solemnizara este estado de cosas, era la aspiración política por la que se suspiraba como una auténtica panacea. Federalismo, y su expresión concreta en cada provincia, el cantón (nombre tomado en 1872 por influencia de la Comuna de Paris, cantonal significa local), era la plasmación en el imaginario colectivo de las masas más politizadas, desde hacía décadas, de su aspiración a controlar la economía, a transformar sus vidas, a través del poder municipal en primer lugar.
Recordemos que entonces los municipios tenían amplias prerrogativas sociales: el afán del jornalero y del pequeño labriego en la segunda mitad del XIX era el de recuperar los recursos y tierras que en el periodo anterior se le habían ido quitando a los pueblos, para solucionar su problemática vital. Esto significaba para las masas el federalismo. Vicente Almirall, federalista intransigente catalán, uno de los precursores del posterior catalanismo político que ya se empezaba a balbucear en sus posiciones políticas, se quejó luego amargamente de que los obreros catalanes asimilaban el federalismo al socialismo.
En definitiva, hubo un intento final de la Diputación Provincial barcelonesa, dominada por los republicanos federales, de imponer la proclamación de la República Federal, apoyada por la mayoría de las sociedades obreras, fuesen de la Internacional o no, y de los republicanos intransigentes, dándosele plenos poderes al internacional y republicano Baldomero Lostau. Lostau, con sus compañeros, se dirigía a implantar l’estat catalá dentro de la República Federal, hasta que fue convencido a última hora por los dirigentes republicanos de Madrid.
Ahora bien, el elemento que influyó más decisivamente para paralizar esta revolución dentro de la revolución, que hubiera acelerado y elevado a un plano muy superior el posterior levantamiento cantonal, fue la reacción de los republicanos del resto de provincias catalanas, asoladas en mucha mayor medida que Barcelona por la conflagración carlista, necesitados del apoyo estatal. De hecho, en los siguientes meses, será el esfuerzo revolucionario de las masas catalanas el que contendrá a los carlistas, dirimiéndose así la revolución y contrarrevolución en tierras catalanas de esta manera concreta. Finalmente, una y otra vez, Pi i Margall y Figueras intentaron trasvasar todo el temor que sentían de otra asonada militar de los monárquicos, que no era poco en el caso de Figueras, sobre los principales activistas catalanes que les apoyaban.
Lógicamente, muchísimos republicanos federales intransigentes de todo el país no estaban satisfechos con este estado de cosas.
La ruptura de los republicanos intransigentes con Pi i Margall
Tenemos, justo como un siglo antes durante la Revolución Francesa, a un parlamento mayoritariamente monárquico que se ve impotente para llevar adelante su política frente al pueblo insurrecto, que le impone un gobierno cada vez más extremista. Esta situación se mantuvo de febrero a mayo, hasta que el gobierno es ya netamente republicano, convocándose las primeras elecciones limpias de la historia de España.
El fracaso del último golpe de los monárquicos, el 23 de abril, había exacerbado los ánimos de las masas. Hubo fuertes presiones sobre Pi de toda la izquierda intransigente del partido, para que aprovechase el momento y proclamase la República Federal. Pero el institucionalismo del que estaba contagiado Pi i Margall, que ponía sus abstractos y difusos principios morales propios por encima de los intereses políticos colectivos concretos, le hicieron una y otra vez dudar y dudar y, a la hora de la verdad, ceder ante el temor a romper con la derecha republicana burguesa. Ésta, por otra parte, sí puso sus intereses de clase por encima de los del partido o de sus votantes republicanos. En cualquier caso, el fracaso de los generales y políticos monárquicos el 23 de abril, que se ven descabezados u obligados al exilio para no caer presos, es desaprovechado por el conjunto de la izquierda republicana y su líder más conocido, Pi i Margall, de lo que se arrepentirá en el futuro.
Como pasa en todas las revoluciones, las regiones más avanzadas políticamente, con más organización y tradición de lucha, avanzaban geométricamente, mientras el resto iba al paso. O peor aún, en zonas de insurgencia carlista el combate era muy otro. Con este torrente contradictorio de energía en movimiento, siempre ocurre que hay una tendencia a que un sector de las masas, que va uno o dos pueblos por delante del resto, dé un salto decisivo que les aboque a una situación de no vuelta atrás, cuando cada día se dan pasos que cuestionan abiertamente el poder económico, las relaciones sociales y el orden político en definitiva.
Dirigentes como Engels o Lafargue, que habían tendido los puentes iniciales para intentar aunar en una misma acción política al arco social que iba desde los obreros a un Pi i Margall, no existían en España. Lafargue había vuelto a Francia el año anterior. No se improvisan durante las revoluciones los cuadros políticos que entiendan la necesidad de la máxima flexibilidad y huyan de esquemas preconcebidos que niegan una realidad, que es siempre novedosa y original. Desgraciadamente, no había una organización que hubiese agrupado en torno a sí a los cuadros y activistas políticos que fuesen la encarnación principal del movimiento revolucionario, y que no se encontraban en la pequeña AIT, sino en el movimiento republicano. Y lo más próximo que hubo a esto, como veremos ahora, carecía de la estrategia y táctica políticas adecuadas.
Después de las elecciones de mayo, unos cincuenta diputados revolucionarios republicanos, en contacto con las masas más revolucionarias de cada zona, y reflejando los deseos del sector más avanzado de las mismas, se habían constituido en el Centro Revolucionario Federal Español. Esta izquierda socialista revolucionaria, que llevaba gestándose desde 1869, reprochaba abiertamente a Pi i Margall las críticas y dudas de éste ante los movimientos insurreccionales de los años y semanas anteriores, llegándose a una situación de ruptura de confianza y acusaciones mutuas lamentables.
Las elecciones de mayo
Aunque se habla de que las elecciones de mayo de 1873 fueron poco válidas debido al boicot de los partidos monárquicos, hay que decir que en las elecciones de 1869, cuando más ilusión existió en el Sexenio Revolucionario, votó un 70% del censo. Pero en las elecciones de 1872 votó poco más del 20% del censo, reflejando la decepción de las masas con el consabido teatro del robo de escaños por los ministros de Gobernación burgueses de turno en cada elección.
Con el boicot de casi todos los partidos de la derecha (al que se le sumó el casi testimonial de la AIT, que ya había atraído a un minoritario sector radicalizado de la clase obrera) votó el 40% del censo, voto casi íntegramente republicano, de lo que se deduce que si el resto hubiera concurrido los republicanos hubieran sacado mayoría absoluta, aunque el voto hubiera sido estrictamente proporcional. En cualquier caso, las elecciones se celebraron el 10 de mayo sin que, por primera vez en la historia del país, como dice Josep Fontana, «el gobierno influyera en ellas». No fue un boicot total: 30 diputados monárquicos salieron elegidos, frente a 344 republicanos, para unas Cortes Constituyentes que debían aprobar una Constitución que diera carta de naturaleza a la República Federal.
En las Cortes, los republicanos estaban divididos en líneas de clase, aunque con continuos trasvases de uno a otro lado en función del movimiento de la marea social de la calle: la mayor parte del grupo parlamentario republicano, por poco, era la suma de su derecha, de propietarios e intelectuales antisocialistas comandados por Castelar; más el centro pequeñoburgués del mismo, cuya figura era Nicolás Salmerón. Las figuras, oradores y prebostes republicanos elegidos de cada provincia no reflejaban la correlación real en la calle, y ello era posible debido a la división de la izquierda republicana socialista. Así, en Barcelona, la provincia más avanzada y poblada del país, hubo hasta tres candidaturas intransigentes. Esto reflejaba el balance ferozmente crítico entre las diferentes tendencias a la izquierda por la, que se sabía, ocasión desperdiciada de hacerse con el poder meses antes. La única candidatura moderada se llevó todos los diputados en liza en la capital catalana.
El presidente Figueras, con la excusa de una crisis familiar, se reveló como un irresoluto y huyó literalmente del país. Hasta cierto punto, era la manifestación más palpable de la incapacidad de la pequeñoburguesía y de sus representantes intelectuales de encabezar nada en un contexto donde el país se había dividido ya en dos campos opuestos, dos clases antagónicas, que luchaban en una batalla a muerte, atrayéndose a los sectores sociales de las clases medias en función de su tradición o intereses materiales.
A pesar de ello, es elegido presidente Pi i Margall, ni más ni menos que porque era el que tenía mayor autoridad ante las masas. Eso sí, el Parlamento le impone un gobierno con mayoría de diputados del centro-derecha republicano. La elección del primer gobierno legal republicano federal es un hecho y la realización de una nueva Constitución federal una de sus prioridades. De facto hay una revolución que ha ganado las elecciones. De iure (por ley) se va a aprobar la norma general que regule todos los cambios. «¿A qué esperar más? Llegó la hora», podían pensar millones en esos instantes.
La revolución queda dislocada
La actitud de Pi i Margall era ahora diferente a la de meses antes, reflejando de forma más directa la presión del movimiento revolucionario. En Sanlúcar de Barrameda, por ejemplo, Pi dio orden al delegado del Gobierno provincial de reconocer al ayuntamiento revolucionario impuesto por la mayoritaria AIT de la localidad. Se aprestó a aprobar un buen número de leyes sociales: reducción de jornada laboral, abolición del trabajo infantil, enseñanza, supresión de los foros feudales gallegos que tenían esclavizados a los pequeños campesinos… Aunque se postergó una y otra vez el principal punto del programa republicano, el reparto de las tierras comunales desamortizadas. Grave error. La rápida aprobación de las anteriores medidas hubiera multiplicado aún más la base social de masas de la República, no sólo entre los jornaleros y obreros, sino entre el pequeño campesinado mayoritario de la España atlántica y de la Meseta norte. La derecha republicana temblaba porque los discursos de Pi no hacían sino institucionalizar y reforzar los dinámicos cambios:
«…Esta revolución [la francesa] tuvo su crisis suprema en 1789, y desde entonces toma vida el Cuarto Estado. Las clases jornaleras tienen hoy el mismo instinto, los mismos deseos, las mismas aspiraciones que tuvieron las clases medias…».
Y las aspiraciones de las masas no podían esperar ¡Ya habían esperado bastante durante décadas mientras les arrebataban sus tierras, les metían en la cárcel o suprimían sus derechos!
Los intransigentes criticaban en la tribuna parlamentaria los intentos de la derecha por anular y arrinconar la política de Pi y, finalmente, ante el movimiento desatado por abajo que les superaba a ellos mismos, se dejaron arrastrar por éste, afirmando que el poder que había que construir ya no reposaba en las Cortes Constituyentes.
A finales de junio, los intransigentes ya están decididos, no sin divisiones, y hacen públicos sus planes para desencadenar una insurrección. Siguiendo aquí también la tradición de los organismos revolucionarios franceses, forman un Comité de Salud Pública, presidido por Roque Barcia en Madrid. El 2 de julio 57 diputados se retiran del Parlamento, haciendo casi insostenible la estabilidad de Pi i Margall, y desencadenan la insurrección el 12 de julio, pero fracasan en casi todo el país, salvo en la base naval más importante, la de Cartagena.
Al mismo tiempo, y sin tener que ver estrictamente con estos hechos, una manifestación obrera en Alcoy es reprimida por la autoridad (un alcalde republicano), sufriendo disparos. Alcoy era una ciudad baluarte para la AIT, cuya dirección española se encontraba precisamente ahí. Los internacionales deciden suprimir el ayuntamiento, como se está haciendo en otras ciudades, y eligen un Comité de Salud Pública, tomando el control de la ciudad durante días. El enconamiento del enfrentamiento lleva a la muerte del alcalde republicano, lo que es manipulado en el Parlamento, donde ya una mayoría de diputados acusan a Pi de contemporizar con los revolucionarios de Alcoy y Cartagena.
Es el momento que espera la derecha procapitalista republicana, que apoyándose en las varias decenas de diputados monárquicos, hacen caer a Pi i Margall, eligiéndose al centrista Salmerón como nuevo Presidente del Estado.
La insurrección cantonal
Las masas republicanas reaccionan entonces, ante lo que entienden perfectamente que es un golpe contrarrevolucionario. El mismo 19 de julio se inicia la insurrección cantonal de la que participa toda la izquierda republicana. Casi todo el sur y levante quedan dominados para la revolución.
Un rico propietario de Jerez de la Frontera se expresaba así en 1873:
«… El pobreterío en España está muy pervertido, y lo que necesita es una intervención fuerte, mucho rigor y castigo, y el que no ande derecho, al hospital o a la zanja».
Expresaba el hartazgo final de la burguesía y su convicción de que todas las diferentes alas de la misma (incluso la republicana) tenían que remar en la misma dirección ante el peligro de la disgregación del país y de la revolución.
El agrupamiento en términos de clase se hace evidente: muchos de los diputados de la derecha republicana estaban en conversaciones con los Radicales, a cuyo dirigente, Ruiz Zorrilla, convencerán para llegar a una entente. Los 30 diputados monárquicos apoyarán sin fisuras la política de «orden» de Salmerón, que se basa en algunos generales, como Martínez Campos y Pavía, que sí habían sido tocados por los intentos de golpes de estado de la primavera pasada.
Los internacionales, de una u otra tendencia, siguen a la izquierda republicana (donde también se movilizan los partidarios de Pi i Margall) que, a diferencia del cantón de Cartagena-Murcia, no se colocan como poder alternativo al del gobierno republicano sino que llaman a profundizar la República Federal, cuya Constitución está redactada pero no aprobada. Como las masas veían que había un freno por arriba, toman la iniciativa por abajo. En todas las asambleas y congresos republicanos se había decidido solemnemente luchar por la República federal basada en las provincias y regiones autónomas, los cantones.
Comités de Salud Pública se constituyen aquí y allá. En Valencia el movimiento es tan amplio que 180 núcleos de población provincial se adhieren en días al cantón. Hasta los monárquicos intentan integrarse en un primer momento al nuevo poder, luego serán apartados. En Castellón, igualmente, los principales pueblos reconocen la autoridad del nuevo cantón.
En Cataluña, la toma de Igualada por los carlistas se produjo el 17 de julio y toda la lucha política se centra por parte de las masas en aplastar a los reaccionarios carlistas con las milicias revolucionarias.
En Sevilla, el Comité de Salud Pública convive con el viejo ayuntamiento al que anula a todos los efectos durante el proceso revolucionario. Tanto en Valencia como en Sevilla se arman a 10.000 milicianos. En Cádiz, Fermín Salvochea como alcalde dirige el proceso y ha encargado miles de armas al extranjero…, armas que nunca llegarán.
Salamanca, Alicante, Granada, Málaga, caen para la revolución. En todos lados se reconoce la legitimidad de la Asamblea Constituyente, aclarándose que se han levantado contra la inoperancia y laxitud del nuevo gobierno. Hasta Sanlúcar de Barrameda, cuyo cantón es el único que controlan firmemente los dirigentes de la AIT, se ciñe a este guión.
Mientras tanto, toda la opinión pública en la capital, junto con la mayoría de las Cortes (recordemos que la izquierda republicana está batallando en las provincias) presionan al centro republicano, que se echa en brazos de los generales reaccionarios, a los que les da plenos poderes para aplastar la insurrección. Pavía se dirige al sur y Martínez Campos a Levante. Toda la historia posterior de la dimisión de Salmerón por negarse a firmar el fusilamiento de soldados es pura fantasía, porque desde el principio Pavía y Martínez Campos impusieron la disciplina militar llevando a cabo una y otra vez fusilamientos de soldados revolucionarios. A pesar de ello, hubo varios casos en los que grupos de soldados, a decenas y centenas, se unieron a las filas insurrectas.
Toda la energía, audacia y ansias de organización que tuvieron los monárquicos les faltó a los revolucionarios, que contaban con fuerzas muy superiores. La aparición en Córdoba en menos de 24 horas de las avanzadas de las tropas de Pavía, traídas en tren desde Madrid cruzando Sierra Morena, sorprendió a los cantones sin organización. Como criticó correctamente Engels posteriormente, si hubiera habido una unión entre las tropas milicianas de las diferentes ciudades andaluzas o levantinas –tan sólo los murcianos enviaron tarde y mal unas pocas tropas de apoyo a Valencia– se hubiera creado una situación irresistible de ampliación del dominio territorial, que hubiera llegado hasta Madrid en pocos días.
El énfasis de este federalismo en lo individual, en lo municipal, en la libertad del individuo y de cada ciudad, en definitiva, el proudhonianismo reinante entre los activistas, tuvo no poco que ver con esto.
El combate decisivo que cambió la dinámica revolucionaria fue la toma de Sevilla donde, a bayoneta calada, las tropas de Pavía fueron rechazadas una y otra vez con pérdidas de casi dos centenares de soldados. Después de mandar un telegrama a Salmerón donde Pavía le anunciaba un posible fracaso, él mismo comandó la última intentona nocturna y tuvo éxito debido a la división interna de los republicanos, que se plasmó en que desertó la mayoría de las milicias. La represión fue feroz, así como posteriormente después de cada entrada en cada pueblo importante de la provincia. Fusilamientos y más fusilamientos.
Por encima de todo, la reacción ganó porque la burguesía estuvo unida como un solo hombre, fuese monárquica o republicana, estuviera en el Parlamento o fuera de él. El débil capitalismo constituido en las últimas décadas estaba en riesgo extremo. Había que dar una lección feroz y Pavía se cebó en la provincia sevillana para lograrlo.
El resto de las plazas andaluzas caen de una en una, con combates menores a los habidos en Sevilla. El levante cae. En Málaga se dilató la situación bastante. El gobernador provincial, aliado de un ministro de Salmerón, se las arregló para detener a los dirigentes republicanos y de la AIT puestos al frente del Comité de Salud Pública, pero tuvo la habilidad de hacerlo presentándose como defensor del proceso cantonal. Cuando toda Andalucía había sido sometida, Salmerón, cuyo aliado controlaba la situación en Málaga, frenó a Pavía a la hora de tomar la ciudad mediterránea.
Pero aún subsistía el cantón de Cartagena, con su flota militar que había sido declarada pirata por el gobierno Salmerón, habiéndose hecho un llamamiento a las «democráticas» Inglaterra y Alemania para que tomaran o hundieran sus buques, cosa que harán entusiastamente.
El péndulo de la correlación de fuerzas giró dramáticamente en sentido opuesto: con el aplastamiento de la insurrección de masas, los fusilamientos, arrestos o exilio de toda la izquierda en las principales regiones levantiscas, la reacción en marcha no iba a dejar que Málaga y Cartagena pactasen su rendición como concesión a Salmerón. Había que aprovechar la situación. Pavía le echó un pulso al gobierno y dimitió. Se puso en marcha entonces el peculiar sistema de pasilleo, conciliábulos y decisiones que se toman en la sombra, que demostraron a Salmerón que no era él la autoridad con más poder en Madrid. Manchado como un trapo sucio, usado por la clase de los propietarios para sus fines, Salmerón dimite y se nombra por inercia –fruto del movimiento a la derecha en el Parlamento y en la sociedad– a Castelar, el político burgués en quien sí confiaba la burguesía, el político que en todos los debates parlamentarios desde hacía años había marcado las distancias con Pi i Margall.
La contrarrevolución se encarna en la derecha republicana
El historiador opusdeísta Martí Gilabert hace de Castelar el siguiente juicio: «…como político fue completamente leal con el país, aunque tuviera que rectificar a su planteamiento inicial, cuando lo pedían las circunstancias…». No por casualidad será el único dirigente republicano tolerado en el Parlamento como diputado tras la Restauración borbónica.
Castelar se atreve a hacer hasta sus últimas consecuencias todo lo que hace falta a la hora de restablecer la confianza con el resto de partidos burgueses. El 9 de septiembre, viendo que el centro republicano se mueve hacia la izquierda, Castelar chantajea al Parlamento con una nueva crisis de gobierno si no se le dan plenos poderes. Al concedérsele, propone y obtiene la disolución de las Cortes hasta el 3 de enero, disponiéndose a gobernar por decreto, para lo que se apoyará en el generalato monárquico y en los partidos a la derecha de los republicanos.
Un periódico republicano federal de Barcelona denunciaba en agosto la situación, mientras subrayaba las contradicciones de los cantonalistas:
«… Mientras la izquierda gasta sus fuerzas en Cartagena sin tener el acierto de convocar una asamblea de los cantones sublevados y sin dictar medidas que le hagan simpático el movimiento, la derecha pierde la serenidad y, trastornado su cerebro (…) mientras les dice a los catalanes que no hay fuerzas disciplinadas para perseguir a los carlistas, envía ejércitos a Andalucía y a Valencia para ametrallar a los federales…».
Efectivamente, 7.000 soldados hay tan sólo en toda Cataluña frente a los carlistas, mientras 12.000 se mandan a atacar y bombardear Cartagena. La prioridad era la guerra de clases, aplastar el ejemplo de las diferentes tendencias socialistas que se habían puesto al frente de la Revolución contra la oligarquía de ricos propietarios.
Por múltiples canales les llega al resto de dirigentes republicanos la crítica amarga de su base social, desconcertada, desairada y reprimida por los generales monárquicos mandados por sus dirigentes. Las masas republicanas estaban frustradas y desnortadas, las críticas se extremaban. En muchos casos, dirigentes y activistas rompen definitivamente con el partido republicano, caso de Fermín Salvochea.
La izquierda republicana parlamentaria se reorganiza de cara al 3 de enero, fiándolo todo a obtener la mayoría en las Cortes con una alianza entre Pi i Margall y Salmerón, mostrando nuevamente de qué madera estaban hechos. Salmerón y Pi anuncian que en enero impondrán al gobierno su mayoría y pactarán una amnistía con el cantón de Cartagena. Hacen valer la necesidad de impulsar las reformas sociales tramitadas, pero postergadas. Temerosos del papel que estaban tomando los generales más reaccionarios, del creciente cambio de marea, con su base social desmovilizada, intentan recuperar la iniciativa ¡Ay! Para el bando de los desposeídos, determinadas ocasiones no se presentan dos veces.
Durante más de 4 meses después de la caída de Málaga, nadie convocó una Asamblea federal republicana. Nadie convocó una reunión de representantes de clubs, comités, una coordinación de las diferentes plataformas de lucha u organizaciones…Nada. Se dejó que la reacción derechista se fuese aposentando, derrotando las posiciones revolucionarias una por una hasta dejar al movimiento de lucha exangüe. En otoño le toca el turno a Cataluña. Las milicias se habían batido bien contra los carlistas, ahora se plantea su disolución. Ninguna respuesta por parte de Pi i Margall. Todo se fiaba ¡A una futura y anunciada reunión en el Parlamento el 3 de enero!
La contrarrevolución señalará en rojo esa fecha en su calendario. Mientras tanto, la reacción no podía consentir ningún indulto a Cartagena, era un símbolo del movimiento revolucionario: tenían que hacer rendir incondicionalmente la plaza, para que fuese el principal espejo ante el país de lo que le esperaba a los sediciosos en el futuro.
El 22 de diciembre, el ministro de Gobernación expandió un decreto autorizando a los gobernadores civiles a suspender los periódicos. Al poco, el ya Capitán General de Madrid, el general Pavía, se entrevistó con Castelar, manifestándole que en el caso de que el Gobierno resultase derrotado cuando se abrieran las Cortes, a principios de enero, «disolvería las Cortes para salvar la sociedad amenazada por la demagogia». A partir de este momento es un secreto a voces que se prepara el golpe. Castelar, consciente de los preparativos que hay a su alrededor, calla. Hay muchas concomitancias con lo que sucederá en julio de 1936 durante los tres primeros días del alzamiento franquista.
El remate final vendrá dado por la cobarde y vergonzosa disolución de las Cortes ante la entrada de Pavía, sin ningún llamamiento a las masas, sin ningún ánimo de resistencia… Es el tipo de la peor derrota, cuando aún centenares de miles miraban a sus dirigentes con fe y esperanza después de haber estado dispuestos a darlo todo.
El todavía gobierno republicano que sucede al de Castelar tras el golpe militar del general Pavía, el del «espadón» del general Serrano, no deja de ser un puente hacia la restauración de la monarquía, que adquiere carta de naturaleza final con el otro golpe militar del otro gran general nombrado por el republicano Salmerón: el ejecutado el 29 de diciembre de 1874 por el general Martínez Campos, que facilita la definitiva vuelta de los borbones en enero siguiente en la figura del que será Alfonso XII.
Se abre paso así a la llamada Restauración, que dejará atrás definitivamente la revolucionaria época de trasiego histórico de formación inicial del capitalismo español, como si de un vino se hubiera tratado, para darle el definitivo toque vintage que hizo reposar definitivamente en un barril al fenómeno con sus características definidas: la preservación y consagración del Régimen de los grandes propietarios agrícolas, defensores de la unidad de España. España, unida indisolublemente a la monarquía y al catolicismo, como propugnará posteriormente el principal mentor ideológico del Régimen, Menéndez y Pelayo, pero que no puede evitar continuar con su declive histórico, pérdida de sus últimas colonias, crecimiento exponencial de la deuda pública y venta de toda mina, concesión ferroviaria o nueva industria a las empresas europeas que dominarán al país y a su débil y sometida burguesía, imbuida para los restos de un sentimiento de consciente inferioridad y complejo frente a sus hermanos mayores europeos.
En el siguiente periodo, durante varias décadas, aplastado el movimiento de lucha, los negocios y la mano de obra barata garantizarán un auge de la economía y un fortalecimiento del movimiento obrero. A pesar de ello, hará falta tiempo, un par de generaciones, para que política, numérica e ideológicamente, la clase obrera saque conclusiones y, echando mano de lo que tiene, busque a tientas, ahora sí, organizaciones netamente obreras, que asuman la forma de lucha colectiva que se dio a conocer en el Sexenio Revolucionario públicamente, superando así el interclasismo inane y exánime que la llevó a la derrota en la batalla final para una generación, en 1873.
Conclusión
Los dirigentes y cuadros políticos no se improvisan. Pi i Margall, honesto socialista republicano, líder teórico de la revolución española, era quien más posibilidades tenía de haber cambiado toda la situación. Pero para ello tenía que haber roto con el mundo institucional y mirar para abajo, a las provincias, a los comités republicanos, a las sociedades obreras que demostraron, sí, ampliamente, capacidad para dirigir los levantamientos en la mayoría de las principales ciudades y organizar la batalla contra la contrarrevolución carlista, caso de Cataluña. Con un llamamiento de Pi en este sentido, ya en abril, la revolución hubiera llegado más lejos de lo que llegó nunca. Pavía y Martínez Campos no hubieran podido ser utilizados. Incluso si él se hubiera opuesto a su destitución en julio, el ejército nunca hubiera podido ser utilizado en julio, y sí se hubiera podido constituir un ejército popular con el que enfrentarse a una oligarquía impotente que únicamente pudo retomar el poder valiéndose físicamente de los miedosos dirigentes republicanos, como Figueras y Salmerón, sumisos a la hora de hacer frente de verdad al poder de los grandes señores.
Pero ni Pi ni ningún dirigente republicano tenían este plan general ni una red de contactos establecida en base a una estrategia solidaria. Nunca hubo una reunión con representantes democráticos del nuevo poder para coordinarse y unir fuerzas. El programa republicano en las Cortes, por muy Constituyentes que estas fueran, estaba llamado a ser paralizado. Había que unirlo y ponerlo en comunión con la energía revolucionaria de la calle. Un Cromwell en Inglaterra o los jacobinos en Francia demostraron más audacia al reducir a polvo a los viejos órganos de poder que no representaban las aspiraciones de las masas, como harán los bolcheviques posteriormente. Lo fundamental siempre es qué política es necesaria para resolver la situación material de las masas.
Demos la palabra nuevamente al historiador Josep Fontana, recientemente fallecido:
«…El fracaso de la política republicana en asumir las reivindicaciones populares anunciaba su derrota, ya que no se conseguiría canalizar por medio de un programa las aspiraciones de aquellos para quienes la república que habían soñado era otra cosa (…) Contra lo que pretenden las versiones tradicionales que sostienen que la República fracasó por el extremismo de sus dirigentes y por el desorden social que se había extendido por el país, su fracaso se cimentó en la frustración de las esperanzas de las capas populares. Su historia es la de una república federal que no se atrevió a ser…».
¿Cómo caracterizar al proceso revolucionario de 1868-1874? Pues como al resto de procesos revolucionarios españoles a lo largo del siglo. Entroncaban dentro de lo que los historiadores han denominado «revoluciones liberales», y el marxismo como «revoluciones burguesas». El carácter burgués del proceso revolucionario viene determinado por las tareas a las que se enfrentaba en un país como España: eliminación de la herencia feudal, desarrollo agrícola e industrial del país, conquista de derechos democráticos.
Precisamente era la imposibilidad demostrada palmariamente por la burguesía española, una y otra vez, de resolver esos problemas (por su interés de clase como propietaria de tierras), como luego en los años 30 del siglo XX, la que hacía necesario el proceso «permanente» de la revolución enunciado ya por Marx y Engels como conclusión consciente de la traición de las revoluciones burguesas de 1848-1849 por parte de las principales burguesías europeas. El movimiento obrero, como también planteó Lenin antes de 1917, podía y debía luchar mano a mano con el partido que representase a los campesinos. En el caso español, por la condición jornalera (proletaria) de millones de trabajadores de la tierra, la lucha colectiva y la idea del socialismo, presente desde la década de los 40 del siglo XIX en sus zonas más tradicionales, hubiera facilitado la toma del poder en la primera parte del siglo XX más fácilmente que en la más atrasada Rusia.
La historia no está predeterminada ¿Qué hubiera pasado si Paul Lafargue hubiera podido permanecer más tiempo en España? ¿Hubiera podido estrechar aún más relaciones con Pi i Margall o con el principal organizador obrero republicano, Fernando Garrido? ¿Hubiera ganado para su causa a los líderes de los obreros catalanes, como apuntó a Engels en alguna de sus cartas?
Se puede objetar que España era demasiado atrasada, o que hacía falta una gran enseñanza para sacar lecciones de cara al futuro. Pero ya había habido gigantescas lecciones de historia, gigantescos baños de sangre en 1848 en Europa, en 1843 en la propia España, o en la Comuna de Paris de 1871 tan reciente. Si los dirigentes socialistas, republicanos o internacionales, hubieran estudiado y sacado las lecciones oportunas, un proceso revolucionario auténticamente transformador hubiera podido desarrollarse en España, barriendo los despojos feudales, haciendo una auténtica reforma agraria, demoliendo el viejo Estado isabelino, separando la Iglesia del Estado, promoviendo la instrucción pública obligatoria, defendiendo la independencia de Cuba y Puerto Rico. En definitiva, haciendo posible un mayor desarrollo industrial del país, y siendo el naciente movimiento obrero español el que en el alborear del siglo XX le hubiera disputado a Rusia el honor de haber establecido el primer Estado socialista del mundo.
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Algunas de las fuentes utilizadas para la elaboración de estos artículos:
Antonio Miguel Bernal: La lucha por la tierra en la crisis del Antiguo Régimen, 1979
Antonio Mª Calero: Movimientos sociales en Andalucía (1820-1936), 1976
Santiago Castillo: Historia del socialismo español (1870-1909). Dirigida por Manuel Tuñón de Lara, 1989
F. Engels: Los bakuninistas en acción, 1894
Josep Fontana: La época del liberalismo, 2007
Francisco Martí Gilabert: La primera república española, 2017
Jacques Maurice: El anarquismo andaluz, 1990
Jacques Maurice, y otros autores: Fermín Salvochea. Un anarquista entre la leyenda y la historia, 2009
Román Miguel González: La pasión revolucionaria. Culturas políticas revolucionarias y movilización popular en la España del siglo XIX, 2007
Abel Paz: Los internacionales en la región española, 1868-1872, 1992
Juan Sisinio Pérez Garzón: Experiencias republicanas en la historia de España, 2015
Josep Termes: De la revolució de setembre a la fi de la guerra civil (1868-1939). Volumen VI de la Història de Catalunya dirigida por Pierre Vilar, 1987
Josep Termes: Historia del anarquismo en España (1870-1980), 2011
Manuel Tuñón de Lara: El movimiento obrero en la historia de España, 1985
Manuel Tuñón de Lara: Estudios de historia contemporánea, 1977
Manuel Tuñón de Lara: La España del siglo XIX, 2011
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