transicion manifestacion

La Transición ¿Qué ocurrió realmente? Un análisis marxista

La aguda crisis del régimen político nacido en 1978 ha vuelto a fijar la atención general en la llamada Transición Democrática, el proceso que abarcó desde la muerte del dictador Franco en noviembre de 1975 hasta la histórica victoria del PSOE en las elecciones de octubre de 1982. Conscientes de su desprestigio, el régimen actual, la Monarquía y la clase dominante están tratando de recuperar la credibilidad y autoridad perdidas recurriendo a la tergiversación histórica más escandalosa.

En este texto, hacemos un análisis marxista de aquellos acontecimientos donde tratamos de restaurar la verdad histórica desde el punto de vista de los verdaderos protagonistas que hicieron posible la caida de la dictadura y la conquista de las libertades democráticas que, a duras penas, seguimos manteniendo: los trabajadores y el movimiento obrero, el movimiento vecinal en los barrios y pueblos, la juventud, y la mujer trabajadora.

Introducción

Han pasado cerca de cuarenta años del inicio de la llamada «transición a la democracia» en el Estado español. «La Transición», como ha quedado en llamarse a todo el período que abarca desde la muerte del dictador Franco hasta la histórica victoria del PSOE en las elecciones de octubre de 1982, ha sido objeto recurrente de todo tipo de celebraciones, publicaciones y programas de radio y televisión.

Ofrecer un análisis marxista (es decir, un análisis desde el punto de vista de los intereses generales de la clase obrera) de un proceso histórico de tal magnitud, al cabo de tantos años, es fundamental en estos momentos pues, durante este período, toda una nueva generación de millones de jóvenes se ha incorporado a la vida activa de la sociedad sin haber tenido una experiencia directa de aquellos acontecimientos.

Lenin escribió una vez, refiriéndose a Carlos Marx, que muchas veces en la historia, en vida de los grandes revolucionarios la clase dominante somete sus doctrinas a la persecución y al ataque más furioso y despiadado; pero que, después de su muerte, los convierte en iconos inofensivos, limando y castrando el contenido revolucionario de sus ideas para engañar y amansar a las clases oprimidas.

Nosotros podemos decir que ocurre exactamente lo mismo con los grandes acontecimientos históricos protagonizados por la clase obrera en su lucha contra la explotación capitalista. Particularmente, esto es lo que ha sucedido también con la «transición española».

La historia oficial de la Transición que se nos ofrece es la versión de la opinión pública burguesa contada en los libros, la escuela y los medios de comunicación; y a la que, lamentablemente, también han dado su visto bueno los dirigentes reformistas de las organizaciones tradicionales de la izquierda.

Pero esta versión oficial tiene como único fin el enmascarar y ocultar los verdaderos sentimientos y las auténticas ilusiones y energías que anidaban en la conciencia de millones de hombres y mujeres de la clase obrera y del resto de capas oprimidas de la sociedad, en aquellos momentos de lucha contra la dictadura y contra los intentos de mantenerla artificialmente por los sucesores del régimen franquista. Una lucha que abrió una etapa prerrevolucionaria en el Estado español y que amenazó las bases mismas del sistema capitalista en nuestro país.

Para analizar todo el período de la Transición y extraer sus lecciones más importantes es necesario comprender el carácter de la dictadura de Franco y las fuerzas motrices históricas y sociales que hicieron posible su posterior caída.

La larga noche de la dictadura

El régimen de Franco nació como un Estado fascista clásico. Las organizaciones obreras fueron suprimidas y sustituidas por organizaciones de tipo fascista fuertemente jerarquizadas. La represión posterior a la Guerra Civil alcanzó cotas increíbles de crueldad, sadismo y cobardía, contándose por decenas de miles los fusilados y encarcelados.

La flor y nata de la clase obrera, decenas de miles de hombres y mujeres que constituían sus elementos más dinámicos y valerosos; los intelectuales y científicos de prestigio y los artistas más queridos y sentidos por las masas, murieron luchando durante la guerra, fueron asesinados en la represión posterior o tuvieron que escapar al exilio. La dictadura franquista, como toda época de reacción negra, extirpó a los elementos más creativos y avanzados de la sociedad, empujando décadas hacia atrás los avances sociales y culturales celosamente atesorados hasta entonces.

Aunque el régimen franquista careció de un apoyo de masas tan unánime entre la pequeña burguesía (la base tradicional del fascismo y la reacción) como el que tuvieron en sus primeros años Mussolini y Hitler, sí contó con un soporte de masas entre los campesinos medios y sectores numerosos de la pequeña burguesía del campo y la ciudad, además del apoyo de los capitalistas y terratenientes. Bien es verdad que, como siempre ha acontecido con todos los regímenes de tipo fascista, este cierto apoyo desapareció al cabo de los años por la brutalidad de la burocracia falangista y de la casta militar dominantes; por la insatisfacción de amplias necesidades sociales entre la población, y por el cambio en la composición social de la sociedad española en los años posteriores. Podemos decir que a finales de los años 50 el régimen franquista se mantenía exclusivamente por el miedo y la represión, por la rutina y la inercia de la sociedad, y por la dolorosa y sangrienta derrota de la clase obrera que necesitó de décadas para curar todas sus heridas. Así el Estado franquista evolucionó a un régimen clásico de bonapartismo burgués, una dictadura sustentada en la pura represión pero sin ningún apoyo social significativo entre la población; salvo, claro está, el de la burguesía española.

El enorme auge en el desarrollo de las fuerzas productivas que duró casi tres décadas en los países capitalistas más avanzados después de la II Guerra Mundial y el ensanchamiento del mercado internacional fue el factor fundamental que posibilitó un importante desarrollo industrial en el Estado español y permitió a la débil burguesía española beneficiarse temporalmente de esta nueva situación.

España era el paraíso de los inversores. Sin organizaciones obreras que obstaculizaran la explotación de los trabajadores bajo un régimen que reprimía brutalmente todo tipo de disidencia, los beneficios de los capitalistas se elevaron a tasas nunca vistas.

La situación en el campo, aunque continuó siendo angustiosa para decenas de miles de jornaleros, se amortiguó temporalmente por el enorme flujo migratorio hacia las ciudades y hacia el extranjero. Sólo de Andalucía se calcula que emigraron dos millones de personas, hasta mediados de los años setenta.

Los salarios eran fijados desde arriba por los patronos y los funcionarios del sindicato franquista (la Central Nacional-Sindicalista, CNS, o Sindicato Vertical como era conocido por los trabajadores). En estos sindicatos estaban afiliados obligatoriamente todos los trabajadores y eran organizaciones comunes a obreros y patronos. Los «representantes de los trabajadores» en las empresas recibían el nombre de «enlaces”, que luego conformaban con los patrones un órgano mixto, el “jurado”. Estos “enlaces” eran normalmente elegidos a dedo por los burócratas del sindicato vertical, en connivencia con los patronos, quienes proponían generalmente a los chivatos y elementos más reaccionarios y atrasados políticamente de los trabajadores.

De cualquier manera, el carácter rapaz, débil y parásito que siempre ha caracterizado a la burguesía española se seguía poniendo de manifiesto por el apoyo financiero que continuamente demandaba del Estado, el cual se hacía cargo, además, de todas las empresas deficitarias. La importante protección del mercado interno, indispensable para una economía poco avanzada para hacer frente a la competencia exterior, indudablemente jugó un papel positivo en el desarrollo del capitalismo español, pero no fue utilizado por la burguesía española para invertir sus fabulosas ganancias en mejorar continuamente la productividad de sus industrias y alcanzar el nivel medio europeo, sino que una parte importante de sus beneficios se dedicaban a la especulación, a la compra de latifundios o a atesorarlos en los bancos para que rindieran enormes rentas.

Lo más positivo de este importante desarrollo de las fuerzas productivas fue el cambio cualitativo que se produjo en la composición de la sociedad, trayendo como consecuencia un impresionante fortalecimiento numérico y social de la clase obrera y un desplazamiento y debilitamiento de las clases medias. En 1975, de una Población Activa total de 13,4 millones de personas, la población asalariada sumaba más de 9,5 millones (el 70% de la población activa), de los que 3,6 millones eran obreros industriales. No debemos olvidar que al final de la Guerra Civil, los campesinos representaban el 63% de la población activa. Así pues, la base social del régimen franquista quedaba definitivamente socavada.

De esta manera, una clase obrera completamente rejuvenecida y recuperada de las heridas del pasado se preparaba para hacerse oír de nuevo y retomar las tradiciones revolucionarias de sus padres y abuelos, con la misión de unir nuevamente el hilo de la historia que el hacha sangrienta del fascismo creía haber cortado para siempre.

El despertar del movimiento obrero

Después de la desarticulación de las organizaciones obreras, el reflujo y la parálisis en el seno del movimiento obrero es total. Sólo a finales de la década de los 40 se producen las primeras huelgas. Entre ellas debemos destacar las que se producen en la minería asturiana y la huelga de 1947 en Vizcaya, en la que participaron 40.000 obreros metalúrgicos, y que se saldó con varios cientos de despedidos. En 1951 se declara la huelga general en Barcelona, como culminación de un movimiento iniciado con una protesta por el aumento del precio del tranvía. Ese año también se dan algunas huelgas y manifestaciones de menor calado en Madrid y País Vasco. A mediados de los 50 se producen diversas huelgas en la cuenca minera asturiana que dan lugar al nacimiento de las primeras Comisiones Obreras (CCOO). Este tipo de organización, en un principio, se desarrolló como un movimiento de la clase obrera que aglutinaba a los trabajadores en sus luchas reivindicativas, fundamentalmente de carácter económico, en la que los trabajadores elegían comisiones de trabajadores para negociar directamente con los patrones. Fue a comienzos de los 60 cuando el Partido Comunista de España (PCE) se introdujo en ellas y las extendió por todo el Estado, haciéndolas girar en sus planteamientos.

Desde inicios de la década de los años 60 la lucha de los trabajadores españoles da un salto cualitativo, iniciándose un movimiento huelguístico que no tenía precedentes en la historia bajo un régimen de dictadura. Ni en Alemania bajo Hitler, ni en Italia bajo Mussolini, ni siquiera en Rusia antes de la Revolución, donde sí hubo huelgas importantes, se había dado un fenómeno de tales dimensiones. En la curva ascendente de la lucha huelguística podemos ver el proceso de la toma de conciencia de los trabajadores: en el trienio 1964/66 hubo 171.000 jornadas de trabajo perdidas en conflictos laborales; en 1967/69: 345.000; en 1970/72: 846.000 y en 1973/75: 1.548.000. Posteriormente, después de la muerte de Franco, el movimiento huelguístico adquiere unas dimensiones insólitas: desde 1976 hasta mediados de 1978 se perdieron nada menos que 13.240.000 jornadas en conflictos laborales.

La principal organización impulsora de estas movilizaciones fue CCOO, que pasó a la clandestinidad y fue perseguida muy duramente, llegando a ser considerada en esa época (años 60) como la más peligrosa por el régimen. La táctica de CCOO, bajo la iniciativa del PCE, era utilizar las estructuras de la CNS para hacerse con un eco amplio en el movimiento obrero, y aumentar sus puntos de apoyo en las fábricas. En las elecciones sindicales de 1975 copó la mayoría de la representación de los trabajadores, dentro del Sindicato Vertical, en las grandes empresas.

Esta táctica se demostró completamente correcta. Bajo un régimen totalitario es imposible alcanzar y organizar a masas amplias exclusivamente a través de organismos clandestinos. Es necesario utilizar hábilmente las organizaciones oficiales existentes para desarrollar esa labor sindical o política a una escala más amplia. Así, este trabajo dentro de la CNS le posibilitó a CCOO un crecimiento importante, convirtiéndola en la organización sindical más importante a la muerte del dictador, con 200.000 militantes a finales de 1976.

Ciertamente, la UGT jugó un papel muy limitado hasta principios de los 70. Sin embargo, el odio existente entre amplias capas de obreros hacia el sindicato vertical donde no llegaban las CCOO, y su participación decidida en toda una serie de luchas en aquellos años, junto a la enorme tradición histórica que tenían las organizaciones socialistas entre el proletariado español, hizo crecer su prestigio entre la clase trabajadora, alcanzando 150.000 militantes a principios de 1977, recién salida de la ilegalidad.

De cualquier manera, el total de afiliados a los sindicatos de clase apenas llegaba al 5% del total de los asalariados a finales de 1976, situación que cambió bruscamente al ser legalizados y cuando el empuje de los trabajadores llegó a sus más altas cotas, en los años 77 y comienzos del 78.

A principios de los 70 tuvieron lugar movilizaciones obreras que evidenciaban un alto grado de reorganización. En 1971, CCOO consiguió copar una parte muy importante de los «enlaces» y «jurados» en las elecciones sindicales celebradas ese año. En 1973 se declara la huelga general en Pamplona, eligiéndose un comité de huelga formado por los representantes de las empresas más importantes.

La represión era incapaz de contener el movimiento de los trabajadores. Fueron muchos los obreros que cayeron bajo las balas de la policía en aquellos años, y centenares los que eran detenidos o despedidos del trabajo por participar en manifestaciones, huelgas o reuniones ilegales.

En 1972 era detenida toda la cúpula dirigente de CCOO, con Marcelino Camacho a la cabeza. El proceso ha pasado a la historia como «el proceso 1.001» –por el número del sumario–. Durante las semanas previas al juicio, cuyo comienzo estaba previsto para el día 20 de diciembre de 1973 (el día que ETA atentó mortalmente contra el entonces presidente del Gobierno franquista, Carrero Blanco), se desató una impresionante movilización a nivel internacional en gran cantidad de países exigiendo la libertad de los detenidos y el final de la dictadura.

De cualquier manera, el movimiento de la clase obrera era imparable y constituía la espina dorsal de la oposición a la dictadura alrededor del cual basculaba el resto de capas oprimidas de la sociedad: los estudiantes y los intelectuales, las nacionalidades oprimidas, las capas medias del campo y la ciudad, las mujeres y la juventud.

El ejército y la Iglesia

El ejército y la Iglesia representaban la columna vertebral sobre la que descansaba toda la superestructura social de la dictadura.

La casta de oficiales del ejército constituía el núcleo más irreconciliable contra cualquier intento que estuviera encaminado a aflojar la represión. La Iglesia Católica, que bautizó como «Santa Cruzada Nacional» el levantamiento fascista de Franco, fue el soporte espiritual de la dictadura durante décadas.

Pero ambos estamentos, como toda superestructura social en una sociedad dividida en clases, no podían permanecer inmunes a lo que estaba sucediendo en el país, expuestos a la presión de las diferentes clases en pugna. Tarde o temprano, las contradicciones que estaban sacudiendo los propios cimientos de la sociedad tenían que expresarse necesariamente en su seno.

Uno de los hechos que mejor revelaba esta situación fue la creación, de manera clandestina, de la UMD (Unión Militar Democrática) en agosto de 1974, por un grupo de oficiales y suboficiales jóvenes contrarios a la dictadura franquista e influenciados por la Revolución portuguesa de abril del 74 (dirigida por oficiales izquierdistas del ejército portugués). Fue desarticulada en julio de 1975 y en aquellos momentos contaban con cerca de 200 oficiales y suboficiales del ejército y con ramificaciones hasta en la Guardia Civil. Los dirigentes de la UMD fueron expulsados del ejército y condenados a prisión.

Y si esta situación es la que podía vivirse en sectores de la oficialidad, podemos imaginarnos la que se vivía entre la tropa. Los sectores más perspicaces de la burguesía se daban cuenta de que no podrían utilizar al ejército contra la población sin provocar la ruptura del mismo. Lo mismo ocurrió en octubre de 1975 cuando Marruecos invadió el entonces Sahara Español, y la burguesía española se vio impotente para utilizar su ejército contra Hassan II.

En otros cuerpos represivos, como la Policía y la Guardia Civil, también se estaban organizando los embriones de lo que luego serían el SUP (Sindicato Unificado de la Policía).

Así pues, el manido argumento utilizado por los socialdemócratas de entonces de que un proceso abiertamente revolucionario en España hubiera sido aplastado sangrientamente por el ejército y las FOP (Fuerzas de Orden Público –Policía y Guardia Civil–), sencillamente no se sostenía en pie.

Por otro lado, en los barrios obreros, muchos curas, hondamente impresionados por la cuestión social y las reivindicaciones de los trabajadores, dejaban utilizar sus iglesias y parroquias para reuniones obreras y de los partidos de izquierda.

Organizaciones como la HOAC o las JOC, impulsadas por la Iglesia en los 50 para hacer penetrar las ideas religiosas entre los jóvenes y trabajadores, giraron a la izquierda, asumiendo la idea del socialismo como el auténtico ideal cristiano. De esta manera, valerosos luchadores obreros salieron de los núcleos de las JOC y la HOAC durante los 70.

La jerarquía eclesiástica por su parte, comenzó a marcar a comienzos de los 70 sus distancias respecto del régimen. Intuía que un cambio del régimen político era inevitable y, dado el odio hacia él, preparaba el lavado de cara de la Iglesia española a marchas forzadas.

Uno de los ejemplos que mejor mostró la ruptura con el régimen fue el famoso Caso Añoveros.

Antonio Añoveros era el obispo de Bilbao en 1974, cuando difundió una homilía en la que reivindicaba el reconocimiento de las particularidades nacionales del pueblo vasco. El Gobierno montó en cólera e intentó expulsar a Añoveros del país, previo arresto domiciliario. La jerarquía española y el Vaticano respondieron con una amenaza de excomunión al Gobierno si lo hacía. Al final, el Gobierno tuvo que dar marcha atrás.

Uno de los personajes que dirigió este proceso de ruptura fue el Cardenal Enrique Tarancón, que en toda su actuación dejó clara la perfidia y la hipocresía que tan bien caracteriza a la Iglesia. Como señaló el cura Francisco García Salve, destacado luchador obrero y militante del PCE: «Yo visité al cardenal Tarancón en su palacio para pedirle, en concreto, dos cosas: que nos facilitase iglesias y salones parroquiales para reunirnos los obreros y dinero para ayudar a las familias de los encarcelados de la construcción de Madrid. Salimos asustados de la capacidad de cinismo que puede haber en un hombre inteligente, purpurado de la Iglesia. Casi nos negaba que la dictadura impidiese el derecho universal de reunión y casi ponía en duda que se encarcelase por ejercer el derecho de huelga. Acababa de casar a una de las nietas del dictador. Yo salí aterrado de aquel palacio» (Historia de la Transición. Diario 16, pág. 43). No obstante, Tarancón ha sido proclamado como uno de los apóstoles de la Transición oficial, al igual que el Rey, Suárez y Carrillo.

El problema de las nacionalidades históricas. El surgimiento de ETA

El franquismo aplastó completamente las reivindicaciones nacionales de los pueblos catalán, gallego y vasco. La cultura nacional de estos pueblos fue suprimida. Se prohibía expresarse a la gente en su idioma materno y su enseñanza en la escuela no estaba permitida. Hasta en los cementerios de Euskadi fueron borradas de las lápidas las inscripciones en euskera. Así, a la opresión política y social, se le sumó la opresión nacional en estas zonas del Estado.

Como siempre ocurre con todo movimiento social verdaderamente profundo, la lucha de la clase obrera, que alcanzaba en Euskadi y Cataluña su nivel más alto al ser las zonas más industrializadas del Estado, despertó a la vida consciente al resto de capas oprimidas de la sociedad que se pusieron en marcha contra todo tipo de opresión. Esto se manifestó, particularmente, en el despertar de la conciencia nacional en estas zonas del Estado. Así, la lucha por los derechos democráticos de las nacionalidades históricas jugó un papel muy importante contra la dictadura. De hecho, el PCE y el PSOE recogían en sus programas el derecho de autodeterminación para Euskadi, Cataluña y Galicia.

En el contexto de lucha contra el franquismo es cuando nace ETA. Como todo movimiento de estas características, los primeros militantes de ETA eran elementos pequeño burgueses, fundamentalmente estudiantes de Universidad. A lo largo de los años inmediatamente anteriores a la caída de la dictadura sufrió varias escisiones de carácter marxista, que cuestionaron el terrorismo individual, lo que reflejaba la influencia de la lucha obrera en Euskadi, influencia que también se reflejaba en el hecho de que ETA fijara sus objetivos en una Euskadi independiente y «socialista».

Lamentablemente, el abandono de la postura marxista sobre la cuestión nacional por parte del PSOE y PCE –y del programa general de la revolución socialista–, unido a la feroz represión a que el régimen franquista sometía al conjunto del pueblo vasco, por ser la zona donde la lucha asumía una mayor radicalización y combatividad, permitió a los activistas de ETA tener un campo abonado para crearse un espacio político social propio. Además, la muerte y la tortura de muchos de sus activistas a manos de las fuerzas represivas les otorgaba una aureola de mártires y aumentaba su apoyo social.

Así, durante el famoso proceso de Burgos contra varios activistas de ETA en 1970, la respuesta del movimiento obrero vasco fue unánime, se convocó una huelga general en Euskadi y una protesta internacional que forzó la conmutación de la pena de muerte que les había sido impuesta. Cuando dos miembros de ETA y tres de la organización armada FRAP fueron ejecutados por la justicia franquista, en septiembre de 1975, el odio entre los activistas obreros al franquismo ya agonizante se intensificó aún más, y se generó una ola de repulsa a nivel internacional que dejó aislado diplomáticamente al régimen.

Para muchos activistas de la clase obrera, y especialmente de la juventud, los militantes de ETA en aquel período aparecían como luchadores antifranquistas. La represión, la tortura, la eliminación sistemática de cualquier opinión disidente, el ambiente asfixiante que se respiraba en la sociedad, eran odiados por miles de jóvenes en Euskadi; esta situación se combinaba con el desprecio a la cultura vasca y a los derechos democráticos nacionales del pueblo vasco. Muchos jóvenes tomaron la vía del terrorismo individual creyendo que era la forma más efectiva de luchar contra el dictador.

Para los marxistas, el terrorismo individual es un método ajeno a la clase obrera. El capitalismo como sistema social no descansa en individuos, sino en el dominio de la burguesía sobre el resto de la sociedad. La clase dominante utiliza el aparato del Estado (ejército, policía, jueces, leyes, etc.) para asegurar su poder y mantener la respuesta de la clase obrera dentro del orden establecido.

El carácter contraproducente del terrorismo individual se demostró en el asesinato del presidente del gobierno franquista, Carrero Blanco, el 20 de diciembre de 1973. Pese a su espectacularidad, este acto no añadió nada a la lucha antifranquista. Al contrario, obligó a cancelar las movilizaciones obreras y populares que se preparaban contra el llamado “Proceso 1001”, donde iba a ser juzgada la cúpula de CCOO, y numerosos activistas fueron detenidos o debieron pasar a la clandestinidad.

El método de eliminar individuos, por muy identificados que estén con la represión, no sirve para acabar con la dominación de los capitalistas. Los individuos son sustituidos fácilmente. Las acciones terroristas sirven para que el Estado pueda aumentar su capacidad represiva, justificando sus actos ante el conjunto de la población. Pero además, los métodos del terrorismo individual intentan sustituir la acción revolucionaria de la clase obrera, basada en la lucha de masas –huelga e insurrección– por la pistola, la metralleta o la bomba. Empequeñecen la organización de los trabajadores y son un obstáculo en su proceso de toma de conciencia. Si con una pistola vale para acabar con la opresión, ¿para qué el partido? ¿Para qué los sindicatos? ¿Para qué la revolución socialista?

Los partidos obreros

El PCE llegó al final de la dictadura como el partido más fuerte e influyente del movimiento obrero, agrupando al sector de trabajadores más luchador y combativo.

Su papel dirigente en CCOO, además de asegurarle el control de los batallones pesados de la clase obrera agrupados en las fábricas más grandes e importantes, le permitía ganar militantes e influencia. Además, su actuación destacada en la lucha de los barrios obreros para mejorar las condiciones de vida de los mismos, por medio de la creación de las Asociaciones de Vecinos, también le procuraba una gran autoridad.

El PCE realizó un trabajo clandestino sistemático durante la dictadura por medio de valerosos y curtidos cuadros, muchos de los cuales tenían a sus espaldas la experiencia de la Guerra Civil, encarcelamientos y torturas. Eran militantes abnegados para quienes «el Partido» constituía la razón vital de su existencia. Por su actividad, el PCE brindó numerosos mártires a la causa de la lucha contra la dictadura y, justamente, se convirtió en una auténtica obsesión para el régimen franquista.

Políticamente, los dirigentes del PCE hacía décadas que cayeron bajo la influencia del estalinismo, abandonando en la práctica el programa del marxismo. Ya a mediados de los años 50 la dirección de Santiago Carrillo y Dolores Ibárruri («La «Pasionaria») abogaba abiertamente por la «reconciliación nacional» y apostaba por alcanzar un acuerdo con la dictadura de Franco «para restablecer las libertades democráticas». Así, en su resolución de junio de 1956, aprobada con motivo del 20º aniversario del comienzo de la Guerra Civil, se decía:

«En la presente situación, y al acercarse el XX aniversario del comienzo de la guerra civil, el Partido Comunista de España declara solemnemente estar dispuesto a contribuir sin reservas a la reconciliación nacional de los españoles, a terminar con la división abierta por la guerra civil y mantenida por el general Franco». (Por la reconciliación nacional, por una solución democrática y pacífica del problema español, declaración del Partido Comunista de España, junio de 1956).

La dirección del PCE adoptó posiciones abiertamente reformistas, aunque esto no era evidente para la mayor parte de sus activistas, sobre los cuales la dirección del partido ejercía una autoridad muy grande.

El PSOE, en cambio, era un partido minoritario, apenas 10.000 militantes a la muerte del dictador. A pesar de eso, en la mente de millones de obreros permanecía como una organización tradicional de la clase obrera, y esta verdad se haría realidad pocos años más tarde. Además, se convirtió en un polo de atracción para miles de trabajadores y jóvenes, sinceramente revolucionarios, a quienes les repelía el centralismo burocrático del PCE.

En 1972 se produjo una escisión con los socialistas del exilio (los históricos), que hizo girar al partido más a la izquierda. En el Congreso de Suresnes (Francia), celebrado en 1974, el nuevo PSOE recibió el apoyo formal de la Internacional Socialista. Ésta, controlada por la socialdemocracia alemana, y reconociendo la mayor influencia del PSOE del interior, buscaba influir directamente sobre la dirección del partido para desviarlo de la «vía revolucionaria».

Las Juventudes Socialistas, por su parte, habían adoptado en su congreso celebrado en Lisboa en 1975 un programa genuinamente marxista y revolucionario, pronunciándose por la independencia de clase y la vía revolucionaria para la toma del poder.

Paradójicamente, el PSOE estaba a la izquierda del PCE. Su programa político se podía calificar de centrista, es decir, que oscilaba entre el marxismo y el reformismo; lo que, en última instancia, reflejaba el convulsivo estado de ánimo que existía entre las masas de la clase obrera.

En la resolución política aprobada en el XXVII Congreso, celebrado en diciembre del 76, recoge entre otros puntos la «superación del modo de producción capitalista mediante la toma del poder político y económico y la socialización de los medios de producción, distribución y cambio por la clase trabajadora». También recogía en su programa el derecho de autodeterminación para las nacionalidades históricas y otras medidas de carácter marxista.

Al margen de estos grandes partidos, la temperatura prerrevolucionaria que se respiraba en la sociedad hacía que pequeños grupos ultraizquierdistas sin tradición tuvieran un desarrollo destacado entre muchos trabajadores y jóvenes que buscaban ideas revolucionarias. Partidos como el PTE, la ORT, el MC o la LCR agruparon a varios miles de militantes cada uno de ellos, y conquistaron en algunos casos posiciones sindicales importantes, sobre todo en CCOO. Pero nunca tuvieron un papel destacado durante la transición. Su política ultrasectaria hacia las organizaciones tradicionales lo único que consiguió fue aislarles del resto de la clase obrera, con lo que sus militantes acabaron frustrados y quemados. Las direcciones de estas organizaciones nunca comprendieron que el proceso de toma de conciencia de la clase obrera pasaría necesariamente a través de las organizaciones tradicionales (PSOE y PCE); y en lugar de orientar sus fuerzas dentro de éstas para ayudar a las decenas de miles de trabajadores y jóvenes que había en su seno a sacar conclusiones revolucionarias, las separaron de las amplias masas obreras que constituían las bases del PSOE y PCE.

La crisis económica

El largo período de auge económico iniciado en los países capitalistas desarrollados en 1948 terminó en 1973-74 con la recesión más importante desde el final de la II Guerra Mundial. Se iniciaba un periodo prolongado de crisis orgánica del sistema capitalista a nivel mundial, que continúa profundizándose hasta hoy.

Por primera vez desde los años 30 hizo su aparición el fenómeno del paro masivo, la inflación y el estancamiento económico. Esto tuvo un efecto sobre la conciencia de millones de trabajadores europeos, desplazando hacia la izquierda el péndulo de la sociedad. En aquel período –los años 70–, tuvimos movimientos de la clase obrera enormemente convulsivos que hicieron estremecer las estructuras del capitalismo en Francia, Italia, Grecia y Portugal. No cabe duda que esta recesión económica aceleró el proceso de derrumbe de la dictadura franquista en España.

La recesión llegó al Estado español un poco más tarde, a finales del 74 y se profundizó en 1975. La debilidad tradicional del capitalismo español se hizo más evidente que nunca. Entre 1973 y 1974 se duplicó el déficit comercial, que llegó a los 340.000 millones de pesetas en 1976 (el mayor del mundo en aquella época). En febrero de 1976, el Gobierno devaluó la peseta un 10% respecto al dólar para abaratar las exportaciones españolas. Esto no fue suficiente. Las exportaciones suponían sólo el 45% de las importaciones que se realizaban. La menor competitividad de la economía española, reflejada en el enorme aumento del déficit comercial, era la consecuencia del parasitismo de los capitalistas quienes, durante la época de las vacas gordas, se dedicaron a la especulación en lugar de invertir sus beneficios en mejorar la productividad de sus fábricas; y en la época de crisis iniciaron una huelga de inversiones y una fuga de capitales a Suiza descomunal, que profundizó un hundimiento mayor de las fuerzas productivas. Mientras que en 1973 la formación bruta de capital todavía crecía un 12,5%, cayó dramáticamente hasta un -4% en 1975. La caída absoluta en la inversión se reflejaba en que, en 1976, del total de la inversión en el país, al Estado, a través del INI, le correspondía la tercera parte (115.000 millones de pesetas).

La fuga de divisas continuaba sin que el Gobierno tomara ninguna medida para impedirlo. Sólo entre enero y mayo del 76 salieron 60.000 millones de pesetas del país. Incluso, en fecha tan tardía como julio del 77, después de celebradas las primeras elecciones generales en más de 40 años, la fuga de capitales alcanzaba los ¡8.000 millones de pesetas al día! Fueron los capitalistas, y sólo los capitalistas, los únicos responsables del hundimiento de la economía. ¡Ésta demostraba la poca confianza que los capitalistas españoles tenían en la supervivencia de su sistema ante el empuje de la clase obrera!

La inflación, que ya era de un 12% en 1973, alcanzaba el 14,2% en 1974 y el 17% en el 75. En el 76 la inflación llegaba ya al 20% y sólo el pan había subido entre un 35-40% durante el primer trimestre de ese año. Esto actuó como una espoleta dentro de la clase obrera, provocando un repunte de la lucha para conseguir aumentos lineales en los salarios y no perder poder adquisitivo. El desempleo afectaba al 2,5% en 1974 (apenas 300.000 parados), y alcanzaba el 5,4% de la población activa a finales del 75, unos 724.000 parados. A finales del 76 el paro ya superaba el millón de desempleados.

A pesar de todo, lo verdaderamente significativo de la situación española era que, mientras que en el resto de Europa, durante los años 1974-76, los salarios de los obreros permanecían congelados y sometidos a una dura política de ajustes, los salarios de los obreros españoles crecían más que en ningún sitio. Esto reflejaba el pánico mortal de la burguesía española ante un enfrentamiento abierto con el movimiento obrero en aquella época.

Aunque las reivindicaciones fundamentales de los trabajadores eran reivindicaciones económicas, como aumentos salariales lineales (y no porcentuales), reducción de la edad de jubilación y de la jornada de trabajo, mejora en la seguridad e higiene en el trabajo, etc; otras iban mucho más allá:

· Dimisión de los «enlaces» y «jurados».

· Disolución del Sindicato Vertical.

· Reconocimiento de la Asamblea de trabajadores y de las Comisiones Representativas que se elegían en ellas para negociar los convenios de empresa.

· Derecho de huelga.

· Readmisión en el puesto de trabajo de los despedidos y libertad para los obreros detenidos por participar en conflictos laborales.

Finalmente, muchas otras tenían un carácter netamente político, como la amnistía para los presos políticos, abajo la dictadura, disolución de las FOP (Fuerzas de orden Público), exigencia de libertades democráticas plenas, etc. En los momentos de máximo auge y radicalización de una lucha, la mayor de las veces fruto de la represión policial, es cuando se podían escuchar consignas políticas claramente revolucionarias y socialistas: abajo el capitalismo, por una Asamblea Constituyente Revolucionaria, abajo la monarquía fascista, autogestión obrera, etc.

Las luchas a nivel de empresa o de sector rompían en la mayoría de las ocasiones convenios impuestos desde arriba por la patronal y el Sindicato Vertical. Esto llevo en la práctica, aunque no en la ley, al reconocimiento de la representatividad de Asambleas de trabajadores y de las Comisiones Representativas por parte de patronos. Los «enlaces y jurados» honrados dimitían de sus funciones a instancias de sus compañeros; y aquellos que se negaban eran tratados de chivatos y esquiroles.

El problema para la burguesía española en esos momentos es que la represión estimulaba la lucha de los trabajadores, y la mayor parte de los mismos pasaban de las reivindicaciones económicas a las políticas de la noche a la mañana, aprendiendo, no en las páginas de los manuales marxistas, sino en la experiencia dura y viva de la lucha de clases.

La otra dificultad para contener al movimiento obrero era que todavía no había podido cristalizar en las direcciones de las organizaciones obreras una burocracia consolidada, por encima del resto de la clase, como ocurría en el resto de países, que pudiera paralizar y limitar el alcance de las luchas.

La muerte del dictador. ¿Democracia o socialismo?

La muerte del odiado dictador tuvo lugar el 20 de noviembre de 1975. Franco había nombrado sucesor suyo al entonces Príncipe de España, Juan Carlos, en 1969. De esta manera, se establecía una línea directa entre la dictadura nacida del alzamiento fascista y la monarquía. Ya Juan Carlos había sustituido a Franco en el Gobierno y en diversos actos oficiales en los casos de enfermedad de éste, como en la conmemoración del Alzamiento Nacional del 18 de julio del 36 en 1973, durante algunas semanas en 1974 y en la última enfermedad del dictador. Por entonces, nadie pudo recoger una sola crítica, ni una sola protesta del actual Rey ante la falta de libertades democráticas en nuestro país.

El día 22 de noviembre Juan Carlos fue proclamado Rey, jurando ante las Cortes franquistas (el Parlamento de la dictadura, nombrado a dedo por Franco) los Principios del Movimiento Nacional: la declaración de principios fascista que justificaba el alzamiento del 18 de julio del 36.

Actualmente, la historia oficial quiere hacer pasar al Rey, como a tantos otros, como un demócrata de toda la vida que, incluso en vida de Franco, estuvo atando los hilos para traer la democracia al país.

La realidad fue muy distinta. La burguesía estaba dividida y desorientada sobre el camino a seguir y ante el futuro que se avecinaba. Antes de la muerte de Franco, y sobre todo inmediatamente después, un sector muy importante de la misma era consciente de que mantener el régimen dictatorial mucho más tiempo (como insistía el sector más cobarde, torpe y estúpido de la clase dominante y la burocracia del Estado franquista) podría conducir a una auténtica explosión revolucionaria de las masas, que amenazara la propia existencia del sistema capitalista (como acababa de ocurrir en Portugal un año y medio antes). De lo que se trataba para este sector era de ofrecer una serie de reformas por arriba para evitar una revolución por abajo, con la idea de engañar a las masas y oscurecer la vinculación orgánica que existía entre la dictadura franquista, como forma particular de dominación capitalista, y el propio sistema burgués.

La dificultad de esta tarea estaba en que la burguesía se enfrentaba con una movilización creciente de las masas que amenazaba con provocar una crisis revolucionaria en la sociedad. Si esas reformas democráticas iban demasiado lejos en su alcance, y en un período corto de tiempo, podía ser visto como una señal de absoluta debilidad de los representantes del régimen y un reconocimiento de la fuerza del movimiento obrero, lo que estimularía la acción de masas a un nivel superior.

La única manera de tener éxito en esta operación era por dos caminos. Primero, alargando lo más posible este proceso de transición, que combinara la represión con reformas democráticas limitadas, por medio de la monarquía juancarlista para que ésta apareciera ante las masas, previo lavado de cara, por encima de los intereses de las clases y dispuesta a «unir a toda la nación» para dejar atrás los «odios del pasado».

En segundo lugar, para controlar a las masas, que era el factor decisivo, la única alternativa pasaba por implicar y comprometer en esta operación a los líderes de las organizaciones obreras que tenían autoridad ante la clase trabajadora; fundamentalmente, a los líderes del PCE y, en menor medida, por su menor influencia en aquellos momentos, a los del PSOE.

Lamentablemente, pronto quedó claro que ni la dirección del PCE ni la del PSOE estaban por la transformación socialista de la sociedad, sino por consolidar un régimen de democracia burguesa, donde la clase obrera obtuviera las libertades democráticas formales pero sin tocar las bases de la explotación capitalista, la propiedad privada de los medios de producción. El socialismo quedaría confinado a un futuro nebuloso donde las reformas paulatinas a favor de los trabajadores favorecerían una convivencia tal entre obreros y capitalistas que haría innecesaria ninguna revolución.

De esta manera, se propusieron establecer una alianza con los sectores progresistas de la burguesía, pretendiendo así «unir a todas las fuerzas democráticas para acabar con la dictadura».

En 1974, continuando con esta política antimarxista de colaboración de clases, el PCE crea la Junta Democrática, formada además por el monárquico Calvo Serer, García Trevijano y otros, ¡proponiendo a D. Juan, padre de Juan Carlos, la presidencia de la Junta Democrática! Ofrecimiento que éste rechazó con gran disgusto de Carrillo. A este pacto por la libertad se unen el Partido Socialista Popular (PSP) de Tierno Galván y grupos maoístas como el PTE (Partido de los Trabajadores de España). El PSOE, por su parte, organiza en 1975 la Plataforma de Convergencia Democrática, que incluye además a los franquistas reconvertidos Ruiz-Giménez, Dionisio Ridruejo, y otros.

Esta política se demostró falsa de principio a fin. En realidad, lo único que podría conquistar las libertades democráticas era la lucha de la clase obrera que, con sus continuos golpes y su heroísmo, estaba resquebrajando todo el edificio de la dictadura. Estos burgueses progresistas (como Calvo Serer, Gil Robles, Ruiz-Giménez, Garrigues Walker, Fernández Ordóñez, etc.) habían ocupado todos, sin excepción, altos cargos durante la dictadura, en los períodos más negros de la reacción. Entonces no se habría podido encontrar ni un sólo sector de la burguesía que apostara por las libertades democráticas en nuestro país. Si ahora estos elementos se decantaban por la democracia y denunciaban de palabra al régimen era porque veían claramente que la continuación de la dictadura sólo podía provocar una explosión revolucionaria que dinamitara la propia dominación de la burguesía. Así, entrando en una coalición con el PCE y el PSOE, adquirían respetabilidad y prestigio ante las masas y, sobre todo, forzaban a los dirigentes obreros a que controlaran y pusieran un tope a la lucha de los trabajadores para que no fuera más allá de lo que sería tolerable para mantener el sistema capitalista. El movimiento obrero, de esta manera, quedaba atado de pies y manos ante los intereses de este sector de la burguesía.

Al final, en marzo del 76, se unifican la Junta Democrática y la Plataforma, dando lugar a la Platajunta, a la que también se adhieren CCOO y UGT.

El papel de Juan Carlos en todo este proceso fue el de servir de herramienta para estos planes de la burguesía, al mismo tiempo que, subjetivamente, defendía sus propios privilegios dinásticos (materialmente muy sustanciosos) para no ser arrollado por la ola revolucionaria.

Por eso es indignante que frente a los miles de obreros anónimos, y también no pocos estudiantes, que jugaron un papel heroico durante la dictadura – pasando años de cárcel, torturas, exilio, de organización y reuniones clandestinas – se haya erguido como figura principal en la lucha por la “democracia” un personaje venal y simplón como Juan Carlos, del que no se puede mencionar ni una palabra de aliento, ni solo acto desafiante o valiente contra el régimen franquista; y que apoyó y asumió todos los crímenes y la opresión de los últimos años de la dictadura.

Precisamente, la cuestión de cómo enfocar las tareas revolucionarias a la muerte del dictador y qué camino había que seguir suscitó un debate muy intenso entre los activistas del movimiento obrero.

La dirección de las Juventudes Socialistas que, a diferencia de la dirección del partido, mantenía una posición marxista sobre las tareas de la revolución española, fue obligada a dimitir a finales de 1975, quedando en minoría en el Congreso celebrado en diciembre de ese año, donde defendieron un documento, Desde la dictadura franquista hacia la revolución socialista, que fue publicado en enero del 76, y en él se planteaban las cuestiones fundamentales que hemos expuesto más arriba y que tuvieron una amplia aceptación entre la base de las Juventudes.

Los dirigentes de las JJSS iniciaron el trabajo de agrupar a los mejores activistas y ganar a la militancia para las ideas del marxismo. Editan durante años el periódico obrero Nuevo Claridad, portavoz de la izquierda marxista de las JJSS, del PSOE y de la UGT. Cuando la dirección socialdemócrata procedió a la expulsión sistemática de los marxistas de las Juventudes –que en la práctica fueron disueltas–, del PSOE y también de la UGT, la corriente marxista siguió su tarea de agrupar a los militantes socialistas y comunistas en la defensa de este programa. Los seguidores de Nuevo Claridad, se alineaban internacionalmente con las posiciones de la dirección de la Juventud Laborista británica, vinculada a la tendencia marxista Militant, que en aquel momento organizaba una corriente internacional, antecesora de lo que es actualmente la Corriente Marxista Internacional, de la que forma parte nuestra corriente Lucha de Clases.

A principios de diciembre, el Rey decreta una amnistía muy limitada. Apenas cien presos políticos son liberados, entre ellos los dirigentes de CCOO encarcelados por el proceso 1.001, pero el número de presos políticos en las cárceles supera los 2.000. Se suceden durante el mes de diciembre diversas manifestaciones exigiendo la amnistía total, que son reprimidas por los grises (nombre dado a la policía por el color de su uniforme).

El primer Gobierno de la monarquía estaba presidido por Arias Navarro (llamado el carnicerito de Málaga, por el papel que jugó en esta ciudad en la represión posterior a la Guerra Civil), último Jefe de Gobierno de Franco. En este Gobierno podemos encontrar, además de Suárez, a personajes completamente comprometidos con la dictadura y queactualmente son auténticos prohombres del PP: Fraga, MartínVilla, Calvo-Sotelo, etc. Al estar representadas en el Gobierno las dos facciones del régimen, los duros y los blandos, fueron constantes las polémicas y divisiones entre ellos sobre el contenido y la forma de llevar la reforma, lo que era un fielreflejo de la situación que se respirabaentre la clase dominante. Elaboraron proyectos de reforma política, a cual más reaccionario, que salvaguardaban lo esencial del viejo régimen.

Se abre una situación prerrevolucionaria

En los primeros meses de 1976, recién muerto el dictador, las luchas de los trabajadores toman un impulso irresistible. Madrid se pone a la cabeza en las movilizaciones obreras durante todo el mes de enero, a la que luego siguen el resto de zonas del Estado, llegando la lucha al punto culminante en todo el País Vasco durante el mes de marzo.

Meses antes, el 4 de junio, a instancias de CCOO, hubo una huelga de más de 100.000 trabajadores –fundamentalmente metalúrgicos– contra la congelación salarial y por los derechos a un sindicato democrático, de reunión, expresión y huelga. Esta huelga, que tuvo su epicentro en el cinturón rojo del sur de Madrid, fue en aquel momento la mayor movilización obrera en un solo día en 40 años de dictadura.

El detonante de las movilizaciones de enero de 1976 fue la prorrogación del decreto de congelación salarial, emitido por el último gobierno de Franco el 14 de noviembre.

Ya a principios de diciembre de 1975, 25.000 obreros metalúrgicos de Madrid se habían declarado en huelga y las minas asturianas estaban paralizadas. A comienzos de enero estalla la huelga en Metro de Madrid. Le siguen las huelgas en Correos y Telefónica. Después Renfe, taxis y cientos de empresas del cinturón industrial de Madrid se ponen en huelga, y el Gobierno se ve obligado a militarizar Metro y Correos. Se calcula que 400.000 trabajadores madrileños participaron en este movimiento huelguístico. Solamente en las huelgas del mes de enero en todo el Estado se perdieron 21 millones de horas de trabajo.

Algunas de las empresas más importantes del país, como Ensidesa, Hunosa, Standard Eléctrica, Motor Ibérica, etc., estuvieron en huelga durante meses.

La lucha llegó a su punto más intenso en Vitoria, a comienzos del mes de marzo. Dada la enorme trascendencia que tuvo esta heroica lucha en el conjunto del Estado, y en el seno del propio Gobierno, merece la pena que nos detengamos en describirla brevemente.

La huelga se inició a comienzos de enero en varias fábricas, previa elaboración de una plataforma reivindicativa aprobada en asambleas de trabajadores, cuyos puntos más importantes eran: subida salarial lineal de 5.000 pesetas para romper los topes salariales impuestos por el Gobierno, jornada de 40 horas semanales y jubilación a los 60 años con el 100% del salario. A continuación se eligieron Comisiones Representativas en cada fábrica, formadas por los trabajadores más luchadores, para coordinar las luchas y negociar con la patronal. Estas Comisiones Representativas tenían que responder en todo momento ante las asambleas y sus miembros eran elegibles y revocables en cualquier momento.

La huelga se extiende a las fábricas más importantes de Vitoria, y el paro es total. Se celebran asambleas diarias en cada fábrica para valorar la lucha. Se crea un Comité Central de Huelga de toda Vitoria formado por representantes de todas las fábricas en lucha. Se lanza un boletín diario dcl comité de huelga donde se informa al conjunto de los trabajadores y de la población de la marcha de la lucha. Se organizan Cajas de Resistencia para sufragar los gastos que ocasiona la movilización y para ayudar a los compañeros con dificultades económicas.

Para evitar el aislamiento de las luchas del conjunto de la población, se organizan asambleas en los barrios obreros y en lo institutos, donde se eligen comités de apoyo a la lucha, que también se integran en el Comité Central de Huelga de Vitoria. Para el día 3 de marzo, después de 54 días ininterrumpidos de huelga, es convocada una nueva huelga general en toda Vitoria. La huelga es total, más de 5.000 personas asisten a la asamblea general convocada en la Iglesia de San Francisco. La policía carga contra la multitud disparando fuego real. Mueren tres obreros y más de cien son heridos. Dos obreros más mueren más tarde en el hospital. Al tener conocimiento de estos asesinatos se desata la furia de los trabajadores, que montan barricadas y los disturbios duran hasta la noche. El ambiente es tal que hasta los soldados que ha enviado el Gobierno para sofocar la lucha, y muchos policías, se niegan a retirar las barricadas. El día del funeral, el 5 de marzo, 100.000 trabajadores y sus familias acompañan los cadáveres de los trabajadores asesinados por las calles de Vitoria. Los verdugos de estos trabajadores tienen nombres y apellidos, y permanecen grabados en la conciencia de miles de obreros vitorianos: Manuel Fraga, ministro de Gobernación (actual Ministerio del Interior), y Adolfo Suárez, quien lo sustituye por encontrarse fuera del país. La huelga acaba el día 16, cuando la patronal acepta casi todos los puntos de la plataforma reivindicativa. La victoria de los trabajadores es evidente, pero tiene un sabor amargo.

Los sucesos de Vitoria tienen un efecto eléctrico sobre la conciencia de centenares de miles de trabajadores de todo el Estado. Se convocan huelgas y manifestaciones espontáneas en diferentes partes del país. El día 5 muere asesinado por la policía un obrero de Duro Felguera en Tarra-gona. Otro trabajador es asesinado en Elda (Alicante). En todas partes se espera la convocatoria de una huelga general. Sin embargo, los dirigentes de CCOO llaman a la calma y no convocan nada. Sólo en el País Vasco, el día 8 de marzo, se convoca la huelga general y 500.000 trabajadores responden como un solo hombre en solidaridad con los obreros de Vitoria. En Basauri (Vizcaya), un joven obrero de 18 años muere de un balazo en la cabeza a manos de la policía.

Era el momento de arreciar en la lucha. La situación era claramente prerrevolucionaria en el Estado español. Las condiciones objetivas clásicas para la revolución socialista estaban dadas. El heroísmo que demostraban los trabajadores en cada huelga, en cada manifestación, indicaba que estaban dispuestos a luchar hasta el final. La pequeña burguesía, los pequeños campesinos, pequeños comerciantes, los estudiantes de Universidad, autónomos, etc., miraban cada día con más simpatía la lucha de los trabajadores y, en muchos casos, se unían a ella. La burguesía era presa del pánico y estaba desmoralizada y dividida, completamente aislada de la mayoría de la sociedad.

Los trabajadores sabían muy bien lo que no querían: la represión, la falta de libertades democráticas, el abuso de los patronos, la carestía de la vida, etc. Por otro lado, aspiraban a una sociedad libre, igualitaria y solidaria donde se pudiera vivir dignamente. Pero la inmensa mayoría carecía de un programa y una visión clara y definida de cómo conseguirla y cómo construirla. Para eso hacía falta la existencia de un partido y una dirección revolucionaria que orientara a los trabajadores, lo que los marxistas llamamos el «factor subjetivo», que liderara la lucha ligando las reivindicaciones democráticas y laborales más inmediatas y sentidas de las masas, con las necesidad de la lucha por el socialismo mediante la expropiación de los banqueros, monopolistas y terratenientes; y de crear organismos de poder obrero paralelos al poder oficial del Estado.

Es una falacia total, y no comprender en absoluto el proceso de toma de conciencia de la clase obrera, el pensar que el 100% de los trabajadores puedan, por sí solos y al mismo tiempo, alcanzar un grado de madurez política tal que llegue a conclusiones revolucionarias perfectamente definidas y acabadas, y que puedan improvisar espontáneamente las consignas, la táctica, y un programa concreto para iniciar la transición del capitalismo a la sociedad socialista. Y todo esto, en todas y cada una de las zonas del Estado, y en todos y cada uno de los diferentes sectores de la clase. Como explicó Trotsky mil veces, no hay ni puede haber tal grado de madurez en la clase obrera bajo el capitalismo. Es precisamente esto lo que justifica la existencia del partido revolucionario. La tarea del partido revolucionario es ayudar a la mayoría de los trabajadores a sacar las últimas conclusiones de sus experiencias revolucionarias, ofreciendo un programa, una estrategia y una táctica correctas que sean asumidos y comprendidos por el conjunto de la clase obrera. Es para esto, precisamente, para lo que fueron creados el PSOE y el PCE en el Estado español. Lo que diferencia una situación prerrevolucionaria de otra claramente revolucionaria, es que en esta última los trabajadores dan un paso más en la lucha y comienzan a organizar sus propios órganos de poder obrero, opuestos al poder burgués. Los sóviets o Consejos Obreros, aunque inicialmente nacen como órganos de coordinación y de dirección de las luchas, terminan asumiendo tareas que cuestionan el poder de la burguesía: control obrero en las fábricas, el orden público, distribución de víveres, el transporte. etc.; y los trabajadores comienzan a sacar la conclusión de que hay que sustituir el poder formal de la burguesía por este naciente poder obrero hasta eliminarlo completamente, para poder iniciar la expropiación de los capitalistas.

La consigna de la Asamblea Constituyente Revolucionaria

Ante la propuesta burguesa de unas Cortes Constituyentes para darle un lavado de cara “democrático” al viejo régimen, los partidos obreros deberían haber opuesto la consigna de una Asamblea Constituyente Revolucionaria para derribarlo ¿Cómo si no, podrían conseguirse derechos democráticos plenos para la población y el derecho de autodeterminación para las nacionalidades históricas, proclamar la República, disolver el putrefacto aparato del estado franquista, y enjuiciar a los responsables de los crímenes de la dictadura? Establecer un régimen de democracia auténtica implicaba la expropiación de la oligarquía económica de las 200 familias que constituían el verdadero poder dentro del régimen franquista y que controlaban las palancas económicas fundamentales de la sociedad.

Pero tal Asamblea Constituyente sólo podía ser convocada por un poder que representara los intereses de la mayoría. Los elementos de ese nuevo poder capaz de organizar al pueblo para ese fin ya estaban presentes: las Comisiones Representativas de las fábricas y las Asociaciones de Vecinos, verdaderos organismos embrionarios de poder en los barrios obreros y pueblos, que agrupaban a decenas de miles de personas en todo el país.

De lo que se trataba era de desarrollarlos y extenderlos por todo el Estado, y elegir delegados en cada uno de estos organismos para coordinarlos a nivel local, provincial, regional y estatal; y celebrar un Congreso estatal de delegados obreros y vecinales que se pronunciara por la toma del poder, a fin de convocar esa Asamblea Constituyente Revolucionaria.

Una huelga general indefinida bien preparada, sumada a la movilización de millones en las calles, habría puesto de rodillas al viejo régimen y transferido el poder formal de la clase dominante a la clase obrera.

Consumada la expropiación de los grandes capitalistas, y disuelto el viejo aparato represivo, tal Congreso de delegados obreros y vecinales constituiría la base de un Estado obrero democrático, con la elección y revocación permanente de sus delegados, asegurando un régimen de democracia obrera directa para hacer culminar el proceso de transformación socialista de la sociedad.

A pesar de toda la propaganda vertida, el ejército estaba descompuesto por dentro, como ya señalamos antes. Los soldados, que eran hijos de trabajadores y campesinos, se hubieran negado a disparar contra sus padres y hermanos como ocurrió en Vitoria. Los efectivos de la policía hubieran sido impotentes para reprimir a millones de obreros que salieran a la lucha unida y coordinadamente, y habrían sido desarmados por los propios trabajadores.

El drama para la clase trabajadora es que los dirigentes de los partidos y sindicatos obreros que entonces tenían la responsabilidad, la confianza y la autoridad suficientes sobre los trabajadores, no estuvieron a la altura de las circunstancias. Habiendo renegado del marxismo en la práctica décadas atrás, no tenían confianza en la revolución ni en la capacidad revolucionaria de las masas para transformar la sociedad. Particular responsabilidad le cabe a la dirección del PCE por ser en aquellos momentos la organización con más influencia dentro del movimiento obrero.

Un ejemplo de que amplios sectores de la burguesía española no tenían apenas esperanza en el mantenimiento del capitalismo en España en aquellos momentos, lo demuestra el propio Areilza, entonces ministro del Gobierno, quien escribía en su diario: «O acabamos en golpe de Estado de la derecha. O la marea revolucionaria acaba con todo» (Memorias de la Transición, El País, pág. 81).

Esta situación prerrevolucionaria se mantuvo hasta el año 1977, y no faltaron ocasiones para la toma del poder por parte de la clase trabajadora en el Estado español.

El Primero de Mayo, día internacional de la lucha de la clase obrera, el Gobierno prohibió cualquier tipo de manifestación. A pesar de la represión policial, y de la mala convocatoria de las manifestaciones, en todas las ciudades y pueblos importantes hubo manifestaciones y saltos que arrastraron miles y miles de trabajadores.

Poco antes, durante el mes de abril, la UGT pudo celebrar su primer Congreso desde los años 30 en el intento A pesar de que la UGT era una organización ilegal, el Gobierno tuvo que tolerarlo. Uno de los acuerdos adoptados fue el de proponer a CCOO y USO formar una Coordinadora Obrera para concretar la unidad de acción en las luchas. Dicha coordinadora ya se había formado en Vizcaya, entre estas tres organizaciones, con el nombre de Coordinadora de Organiza-ciones Sindicales (COS), y pronto se generalizaría al resto del Estado, adoptando ese mismo nombre.

Las huelgas se sucedían sin interrupción, afectando a prácticamente todos los sectores de la clase obrera española: metal, construcción, transportes, jornaleros andaluces, maestros y profesores de Instituto, sanidad, pescadores en Almería, etc. Durante el mes de junio, nuevamente todo el cinturón industrial de Madrid había estado en lucha.

La represión policial continuaba, auxiliada en muchas ocasiones por las bandas fascistas organizadas desde el propio aparato del Estado.

En el mes de mayo tienen lugar los sucesos de Montejurra (Navarra). El 9 de mayo, los carlistas de Carlos Hugo (escisión de carácter izquierdista de los antiguos requetés fascistas) organizaban su concentración anual en este monte navarro, a la que también acudían diversos grupos de izquierda. Ese día, bandas fascistas disuelven la concentración de 3.000 personas a tiro limpio, matando a dos de ellas, una de las cuales era un obrero de Estella. Los asesinos nunca fueron juzgados y después se supo que fueron financiados por miembros del propio Gobierno. También Fraga era, en esos momentos, el ministro de Gobernación. La indignación por estos hechos en todo el Estado fue enorme.

La burguesía era perfectamente consciente de que la utilización del látigo para contener el movimiento (Vitoria, Montejurra, etc) era como arrojar más gasolina sobre el fuego social, por lo que se decidió finalmente a echar a los elementos más estúpidos y reaccionarios del Gobierno, como Arias Navarro y otros, y apostar exclusivamente por un Gobierno de reformistas. Aparecía así, por primera vez en la escena, el superhombre Suárez como nuevo presidente del Gobierno, en julio de 1976.

El primer Gobierno de Suárez y la Reforma Política

El nuevo Gobierno, bajo la dirección de Suárez, decidió entrar de lleno en la negociación con la oposición para asegurarse el apoyo de los líderes obreros a los planes de la burguesía.

Mientras tanto, la petición de los derechos democráticos de las nacionalidades históricas conducen también a importantes manifestaciones, donde las organizaciones obreras juegan un papel muy importante. En Cataluña, el 11 de septiembre (la Diada) cerca de un millón de personas se manifestaron en Barcelona por este motivo. Movilizaciones similares se dieron en Euskadi y otros sitios.

En los últimos meses del año, las manifestaciones exigiendo la amnistía total de los presos políticos son constantes. En septiembre la policía y los fascistas asesinan en las manifestaciones a tres personas: en Hondarribia, Madrid y Tenerife. Esta última ciudad queda paralizada por una huelga general total. En el País Vasco se suceden las asambleas, manifestaciones y huelgas en protesta por los asesinatos y exigiendo la amnistía de los detenidos por motivos políticos. Sólo entre Vizcaya y Guipúzcoa paran más de 250.000 trabajadores. En Euskadi, que figuraba a la cabeza de las luchas obreras en todo el Estado, se convocaron dos huelgas generales en septiembre. A finales de 1976 la monarquía juancarlista podía celebrar su primer aniversario con más de treinta trabajadores y jóvenes asesinados por la policía, la Guardia Civil y las bandas fascistas; además de cientos de heridos (algunos de ellos muy graves) y miles de detenidos.

El 12 de noviembre la COS convoca una huelga general en todo el Estado para protestar por las medidas económicas del Gobierno, que planteaban topes salariales y más facilidades para el despido. A pesar de la mala preparación y organización de esta movilización (fue convocada un viernes y la escasa propaganda llegó a la base pocos días antes o incluso el mismo día) pararon más de dos millones de trabajadores, lo que representaba la mayor movilización obrera desde los tiempos de la República. Algunas semanas antes, los conductores de la EMT (autobuses urbanos) de Madrid habían estado ocho días en huelga, y a finales de noviembre se declaran en huelga los trabajadores de la enseñanza.

Para el mes de diciembre, el Gobierno Suárez convocaba el Referéndum para la Reforma Política, donde se proponían una serie de reformas muy limitadas, y que es boicoteado por las organizaciones obreras. Con este referéndum, celebrado sin ningún tipo de garantías democráticas al estar declaradas ilegales las organizaciones obreras, sin poder celebrar mítines públicos ni acceder a los medios de comunicación, el Gobierno buscaba una legitimidad que no tenía en la calle. Los miembros del búnker (los franquistas más recalcitrantes) pedían el voto NO para evitar cualquier tipo de apertura, y el Gobierno el SI bajo el eslogan: «Si quieres la democracia VOTA». En estas condiciones era normal que el referéndum fuera aprobado. No obstante, varios millones de trabajadores, fundamentalmente de los centros industriales del país, se abstuvieron; y los del búnker apenas juntaron el 2,6% de los votos.

En diciembre, se celebró de manera semitolerada el XXVII Congreso del PSOE, como ya indicamos anteriormente. Pero, a pesar de las resoluciones de carácter radical que se aprobaron, en la práctica se evidenciaba ya el comienzo del giro a la derecha que iba a iniciar la dirección del partido, lo que reflejaba el miedo a que las posturas del genuino marxismo alcanzaran una influencia importante entre la base cuando el PSOE fuera legalizado.

Es en esos momentos cuando la dirección del partido, bajo la presión de la socialdemocracia internacional, decide iniciar la caza de brujas dentro del partido para acabar con el ala marxista. Así, en enero de 1977 disuelve el PSOE y las Juventudes Socialistas de Álava, donde las posturas del marxismo tenían mayor fuerza. En los meses siguientes son disueltas las Juventudes Socialistas de Navarra, Sevilla, Cartagena, Madrid, Málaga y otras, en la mayoría de las cuales los marxistas, identificados con las ideas del periódico Nuevo Claridad, eran los dirigentes de las mismas. A lo largo del año 77 y hasta el 79, sin interrupción, son expulsados del partido burocráticamente centenares de militantes, una gran parte de ellos por identificarse con el periódico Nuevo Claridad, cuya venta fue prohibida en el interior de las agrupaciones.

La consecuencia de estos ataques burocráticos fue la práctica desarticulación y destrucción de las Juventudes Socialistas, además de la de decenas de agrupaciones del partido en todo el país.

La matanza de Atocha

El aparato del Estado había adquirido una cierta independencia en su actuación durante el franquismo con respecto a la burguesía, lo que demostraba la debilidad de esta última. Esto llevaba a los sectores abiertamente fascistas a realizar determinadas acciones que no siempre se correspondían con las necesidades, los intereses y la prudencia que la burguesía española precisaba en cada momento. Para la burguesía, una vez que había llegado a un acuerdo con los dirigentes obreros, un golpe sangriento de los fascistas no podía sino provocar las iras de las masas y eso podía estropearlo todo. El problema para la burguesía es que no podía prescindir de este aparato porque lo necesitaba intacto para mantener a raya a la clase obrera, ante cualquier eventualidad. Sólo un Gobierno de los partidos obreros podría limpiar de fascistas y reaccionarios la policía, la Guardia Civil y el ejército.

A comienzos de enero del 1977, un sector del aparato del Estado, en complicidad con las organizaciones y bandas fascistas Fuerza Nueva y Guerrilleros de Cristo Rey, deciden pasar a la acción de manera organizada mediante una campaña de asesinatos para crear un clima de terror entre los trabajadores y así justificar un golpe de Estado de los militares.

El día 23 de enero, el conocido fascista argentino Jorge Cesarski asesina por la espalda de un disparo al estudiante madrileño Arturo Ruiz, en una manifestación pro amnistía. Ese mismo día, los GRAPO (un grupo armado izquierdista fuertemente infiltrado por la policía) secuestran al teniente general Emilio Villaescusa y al industrial Antonio María de Oriol. Al día siguiente se convoca otra manifestación en protesta por el asesinato de Arturo Ruiz, y cae asesinada por la policía la también estudiante Mª Luz Nájera. Mientras tanto, bandas fascistas recorrían Madrid provocando y atemorizando a la gente en la calle.

Ese mismo día, por la noche, varios pistoleros fascistas asesinan a sangre fría a cinco abogados laboralistas de CCOO en su despacho de la calle Atocha de Madrid. La tensión entre las masas, que crecía por momentos después de conocerse los dos primeros asesinatos, amenazaba con desbordarse abiertamente cuando se conoció este último crimen. La burguesía y el Gobierno estaban muertos de pánico ante la posible reacción de las masas.

Todo el mundo estaba pendiente de la convocatoria de una huelga general, mientras que la indignación y la rabia amenazaba con estallar en cualquier momento. Los únicos que podían frenar a las masas eran los dirigentes del PCE y en menor medida los del PSOE, por su menor influencia esos momentos. En lugar de llamar a la huelga general, pidieron calma. Carrillo declaraba a la prensa que «había que apoyar al gobierno» y que «no hay que responder a la provocación». Hicieron lo indecible para desactivar cualquier tipo de protesta, y lo consiguieron. A pesar de todo, más de 300.000 trabajadores se declararon en huelga en Madrid el día 26, coincidiendo con el entierro de las víctimas. Hubo paros también importantes en Euskadi y manifestaciones.

El funeral de los abogados se convirtió en una manifestación masiva que paralizó Madrid. El PCE desplegó un formidable servicio de orden, formado por varios miles de militantes, para evitar cualquier incidente en la impresionante manifestación de decenas de miles de trabajadores y jóvenes que acudieron al entierro, y silenció cualquier consigna o cántico, e impidió que se desplegara cualquier bandera o pancarta. Los trabajadores se vieron obligados a marchar en silencio, ahogándose en su rabia.

Las condiciones para lanzar la huelga general y un plan de movilizaciones para derribar el Gobierno de la burguesía y preparar el tránsito a la organización socialista de la sociedad, basado en la descomunal fuerza de la clase obrera, eran incluso más favorables que en marzo-abril del 76, y la clase obrera hubiera seguido como un solo hombre a sus dirigentes.

Este incidente terminó de convencer hasta a los burgueses más aprensivos de la necesidad de legalizar al PCE, a pesar de las protestas de la casta militar, para que pudiera controlar «desde la legalidad» al movimiento obrero.

Los sindicatos obreros fueron definitivamente legalizados en febrero, al igual que el PSOE; y el PCE en el mes de abril. Decenas de miles de trabajadores y jóvenes se afiliaron en masa a estas organizaciones que pasaron, en conjunto, de tener poco más de medio millón, a comienzos del 77, a cerca de seis millones de afiliados, en 1978.

La brutalidad de la policía se haría notar de nuevo en Euskadi. En el mes de mayo se convocó la semana por la amnistía total, saldándose con seis muertos. Los dirigentes del PSOE y PCE, lejos de exigir la disolución de los cuerpos represivos, dicen que hay que confiar en la policía y no llevan a cabo ninguna movilización. Sin embargo, los obreros vascos dieron un nuevo ejemplo de su combatividad, celebrando asambleas y declarando la huelga general, que tuvo un seguimiento generalizado.

Hemos de insistir una y otra vez en que la razón fundamental para que la situación prerrevolucionaria que vivía el Estado español en esos momentos no desembocara en una revolución socialista triunfante fue, ni más ni menos, el papel jugado por los dirigentes obreros y, en modo muy particular, por los dirigentes del PCE. Esta apreciación no es solamente nuestra. El periódico oficial del capital financiero británico, Financial Times, declaraba en un artículo en diciembre de 1978: «El apoyo del PCE, tanto a la primera como a la segunda administración Suárez, ha sido abierto y sincero. El señor Carrillo fue el primer líder que dio su apoyo a los Pactos de la Moncloa, e inevitablemente el PCE ha apoyado al Gobierno en el Parlamento.

«Pero, como partido que controla la central sindical mayoritaria CCOO y el partido político mejor organizado en España, su apoyo durante algunos momentos más tensos de la transición ha sido crucial. La moderación activa de los comunistas, durante y después de la masacre de los trabajadores de Vitoria en marzo de 1976, el ametrallamiento de cinco abogados comunistas en enero de 1977, y la huelga general vasca en mayo de 1977, por poner sólo tres ejemplos, era probablemente decisiva para evitar que España cayera en un abismo de conflictividad civil importante y permitir la continuación de la reforma».

Las elecciones generales del 77

En el mes de abril de 1977 el Gobierno de Suárez convocó las elecciones generales, las primeras que se celebraban desde febrero de 1936.

Estas elecciones se celebraron bajo unas condiciones de clara desventaja para los partidos obreros.

En primer lugar, el Parlamento estaba representado por dos cámaras: el Congreso y el Senado, un artificio para limitar la auténtica representación popular. El Senado tenía la función de aprobar o rechazar los acuerdos del Congreso. Pero, a diferencia de las elecciones al Congreso, para el Senado todas las provincias sin distinción elegían el mismo número de senadores. La maniobra era clara: dar más representación a aquellas zonas menos pobladas y donde el voto obrero es menor, al concentrarse éste en los grandes centros industriales de las grandes ciudades, y así torpedear cualquier iniciativa del Congreso que no gustara a la burguesía, donde los partidos obreros tenían más posibilidades de sacar la mayoría.

En segundo lugar sólo podían votar los mayores de 21 años, marginando de esta manera a los jóvenes de entre 18 y 21, más de dos millones, que eran en su inmensa mayoría votos para los partidos obreros. Tampoco se permitió votar a los emigrantes (un millón) que también se hubieran inclinado abrumadoramente por la izquierda.

La oferta electoral de la burguesía fue la Unión de Centro Democrático (UCD) de Suárez, que agrupaba a los nuevos demócratas. Los franquistas de la vieja guardia se agruparon en Alianza Popular (AP), dirigida por Fraga. Tanto unos como otros recibieron miles de millones de pesetas de empresarios y banqueros para la campaña. Además, la UCD, desde el Gobierno, ostentaba el control de los medios de comunicación públicos.

La UCD consiguió el 34,7% de los votos y AP el 8,2%. El PSOE obtuvo el 30%, el Partido Socialista Popular de Tierno Galván (que más tarde se fusionaría con el PSOE) el 4,5% y el PCE el 9,2%. Así, a pesar de todo, PSOE, PCE y PSP sacaron más votos que UCD y AP juntos, y ganaron ampliamente en las grandes ciudades y centros industriales. Si a estos resultados se hubieran unido los votos de los jóvenes y emigrantes que no pudieron votar, la victoria habría sido aplastante.

La explicación de la victoria de la UCD no es difícil de entender. Después de muchos meses, la lucha huelguística no había llegado a un resultado decisivo, debido a la negativa de la dirección, sobre todo del PCE, a plantear su generalización. Esto tuvo como consecuencia que un amplio sector de las masas volviera su mirada hacia otras opciones. Las aspiraciones democráticas, confusas y ambiguas, de un sector de la población que despertaba por primera vez a la política –constituida por los millones de pequeños comerciantes, campesinos, amas de casa, jubilados, funcionarios, profesores, las capas medias y los sectores más atrasados políticamente de la clase obrera– fueron presas de la demagogia de la UCD que, aparentemente, representaba «el camino de menos resistencia, el más fácil» hacia la democracia. Era el voto del miedo, la indecisión y la incertidumbre ante el futuro, reforzado porque nadie les señalaba una alternativa clara. El hecho de que, tanto antes como durante la campaña electoral, los propios dirigentes del PSOE y PCE, dedicaran todo tipo de elogios a Suárez, diciendo que éste y el Rey habían traído la democracia, también fue un factor decisivo. En lugar de desenmascarar ante las masas a estos burgueses demócratas, en lugar de educar a la clase obrera en la idea de confiar solamente en su propia fuerza, organización y conciencia, y de enseñar a desconfiar de todas las promesas y la demagogia democrática de la UCD, se prestaron a la colaboración de clases y al lavado de cara de una inexistente burguesía progresista.

El fracaso electoral del PCE tiene una explicación totalmente política. Toda la política de Carrillo antes de las elecciones fue hacer concesión tras concesión (aceptando la Monarquía y la bandera nacional franquista que exhibía en los actos públicos, el apoyo a Suárez, etc).

Por otro lado, la vinculación del partido con el estalinismo también le impidió conectar con sectores de la clase obrera que veían con rechazo los regímenes burocráticos de la URSS y el Este europeo.

En el campo de la izquierda existían dos grandes opciones: el PCE, que contaba con varios centenares de miles de militantes abnegados, y el PSOE, que a pesar de su menor militancia conectaba con la memoria histórica de una parte muy importante de los trabajadores y la juventud. En el fondo, las diferencias políticas entre los dirigentes del PSOE y del PCE eran inapreciables. El apoyo que el PSOE obtuvo de la Internacional Socialista y el hecho de aparecer sin el lastre del estalinismo y con más facilidades de llegar al poder a través de las urnas sin provocar a la reacción, junto con su legado histórico, posibilitó que obtuvieran un apoyo electoral muy superior al del PCE.

En cualquier caso, para los marxistas las elecciones en condiciones de democracia burguesa, y mucho más en la España de 1977, tienen un valor relativo. Los resultados no reflejaron la auténtica correlación de fuerzas, tremendamente favorables para la clase obrera y para la liquidación del capitalismo.

El PSOE emergió como el partido obrero más importante entre la clase obrera, ganando claramente en As-turias, Andalucía, Barcelona, Vizca-ya, Valencia, Zaragoza, Alicante, Guipúzcoa, etc. En Madrid, los votos unidos de los partidos obreros representaba el 53% frente al 47% de UCD y AP.

Los nacionalistas burgueses catalanes y del PNV tuvieron un porcentaje significativo de votos, debido al abandono de PSOE y PCE de la lucha por los derechos nacionales de Cataluña y Euskadi. A pesar de todo, el PSOE fue el partido más votado en ambas comunidades.

De cualquier manera, la UCD no consiguió la mayoría absoluta en el Parlamento, debiendo apoyarse en la muleta parlamentaria que pronto le prestarían el PSOE y el PCE.

Los Pactos de la Moncloa

A mediados de 1977, la crisis económica en el Estado español, en un contexto de crisis internacional, reflejaba los límites del capitalismo para seguir desarrollando las fuerzas productivas. El cierre de miles de empresas, que al final del año dejó un saldo de más de un millón de parados, además de demostrar la debilidad del capitalismo español reflejaba la auténtica huelga de inversiones de la patronal y el robo de riqueza del país mediante la fuga de divisas, centenares de miles de millones de pesetas, a Suiza y otros países.

Durante décadas, el capitalismo español se había desarrollado gracias a la protección de su mercado interno, la barata financiación que les suministraba el Estado y por la existencia de una clase obrera maniatada por la bota militar, y todo esto en el contexto de un importante auge económico mundial. Pero en la actual situación de crisis profunda, donde los mercados mundiales se habían reducido sensiblemente y existía una competencia feroz entre las diferentes burguesías por los mercados, las economías menos competitivas como la española eran las que salían peor paradas. Los capitalistas españoles se mostraban totalmente incapaces para hacer frente a la situación.

La inflación llegó a final de año al 30%, aunque en los meses de junio y julio la inflación interanual alcanzaba el 47%.

En junio, después de las elecciones, Suárez devaluó la peseta un 20% para estimular la exportación, pero esa medida, en un contexto de estancamiento de la producción, lo que hizo fue aumentar el precio de las importaciones, espoleando más la inflación. La devaluación sólo tenía sentido si iba acompañada de un plan de ajuste, que congelara los salarios y aumentara la tasa de beneficios capitalista para que creciera la inversión. Pero el problema de fondo era la escasa competitividad de la economía española por la falta de inversiones para modernizar su tecnología. En la medida que no estaban dispuestos a hacer esto, la única alternativa pasaba por atacar los salarios y el nivel de vida de la de la clase obrera.

Por esta razón, la burguesía buscaba incansablemente un pacto social favorable a sus intereses. El problema era la fuerza del movimiento obrero. Un ataque frontal al nivel de vida de los trabajadores, en aquellos momentos, haría crecer la tensión social a niveles insoportables para el sistema; por lo que era fundamental para la burguesía conseguir el apoyo y la colaboración de los dirigentes obreros para sus planes.

Durante los meses de agosto y septiembre, el Gobierno tuvo todo tipo de reuniones con partidos y sindicatos. Las propuestas del pacto social, llamado Pacto de la Moncloa por firmarse en la sede del Gobierno, eran las siguientes: crecimiento salarial en virtud de la inflación prevista por el Gobierno, ¡y no de la inflación real!; congelación de los gastos públicos y reducción del déficit público; reforma y flexibilización de las relaciones laborales, que se concretaba en poder despedir al 5% de la plantilla si los aumentos salariales superaban los topes firmados (lo que significaba introducir el despido libre); y una tímida reforma fiscal. Los dirigentes del PSOE, PCE y CCOO apoyaron totalmente este pacto. La UGT inicialmente se opuso, reflejando la presión desde abajo.

La oposición de los trabajadores fue mayoritaria. Durante todo el mes de noviembre se celebraron en las principales ciudades españolas manifestaciones contra el Pacto de la Moncloa, en defensa del nivel de vida y contra el aumento del paro, convocadas por UGT y otros sindicatos. Incluso, muchas secciones sindicales de CCOO votaron en contra de los Pactos de la Moncloa.

Los dirigentes obreros hicieron todo lo posible por desmovilizar y desilusionar a los trabajadores: «Ahora que estamos en democracia, tenemos que arrimar el hombro para sacar adelante el país; tenemos que colaborar para no provocar a los militares», etc., eran los argumentos que se utilizaban. Los planes que la burguesía fue incapaz de aplicar al final de la dictadura lo estaba haciendo ahora con la democracia. Y para ello contaban con la colaboración de los dirigentes de la izquierda.

Carrillo declaraba: «Con estas medidas, en 18 meses acabaremos con la crisis». La realidad fue que, al cabo de 18 meses, el paro superaba el millón y medio y el poder adquisitivo de los trabajadores seguía reduciéndose.

Al final, la dirección de UGT estampó su firma en el pacto, y los efectos en el nivel de vida de la clase trabajadora no se hicieron esperar. Al final de 1977, los trabajadores perdieron un 10% de poder adquisitivo.

Este sería el primero de una serie de pactos sociales que, lejos de reducir el paro, sólo sirvieron para mantener las tasas de beneficios de los capitalistas, reducir el nivel de vida de las masas y desmoralizar a la clase trabajadora, que veía cómo una transformación profunda de la sociedad, que estaba al alcance de su mano, se perdía irremisiblemente por culpa de la política de colaboración de clase de sus dirigentes.

La cuestión de las autonomías

El ambiente de malestar general que se respiraba en el conjunto de la sociedad se expresó entre las masas en la exigencia de la autonomía para las diferentes regiones y nacionalidades del Estado. Dicho movimiento adquirió una fuerza formidable durante el otoño del año 77, y se mantendría hasta el final de los gobiernos de UCD.

Se desarrollaron manifestaciones de masas que no tenían precedentes. En Euskadi las movilizaciones eran innumerables con la participación de cientos de miles de personas. En Barcelona, la Diadadel 11 de septiembre de 1977 congregó a un millón y medio de personas.

Lo más destacable es que, incluso en aquellas zonas en que históricamente el fenómeno del nacionalismo o del autonomismo apenas había existido, éste se desarrolló con un vigor desconocido. Centenares de miles de personas se manifestaron en Valen-cia, Andalucía, Galicia, Castilla y León, etc. El 4 de diciembre, en la manifestación de 200.000 personas exigiendo la autonomía para Anda-lucía, celebrada en Málaga, la policía asesinó al joven obrero de CCOO, García Caparrós. Los enfrentamientos de los trabajadores con la policía fueron tales, que el Gobierno decretó durante tres días el «estado de excepción» en Málaga.

El fenómeno del nacionalismo «es una cuestión de pan» explicaba Lenin. Esto se correspondía de una manera absolutamente exacta con la situación en Andalucía. Las reivindicaciones principales que se exigían en cada manifestación pro autonomía eran: La Reforma Agraria, la vuelta de los emigrantes, la desaparición del analfabetismo y el fomento de la cultura, y acabar con el paro.

Los dirigentes obreros no explicaban que la razón de esta situación residía en la propia existencia del capitalismo y que sólo una sociedad socialista podría poner fin a la pobreza y la miseria, ligando la lucha por la más amplia autonomía para las regiones y nacionalidades con la transformación de la sociedad.

Al final, el «Estado de las autonomías» fue más lejos de lo que la burguesía española estaba dispuesta a ofrecer, no sólo en el alcance de las competencias para cada región o nacionalidad, sino por su extensión a todas las regiones del Estado, y no sólo a las nacionalidades históricas: Catalunya, Euskadi y Galicia. Esto sólo se puede explicar por el pavor que sentían ante tamaño movimiento de masas que amenazaba en cada momento con desbocarse.

Pero en esto también había otra razón política. Al optar por lo que se denominó “café para todos”, otorgando un régimen autonómico, aunque menor, a las demás regiones del Estado, la burguesía española pretendía así diluir y debilitar la presión de los nacionalismos catalán y vasco.

El movimiento obrero se organiza

A principios de 1978 se celebran las primeras elecciones sindicales donde los trabajadores pueden elegir a sus representantes en los Comités de Empresa. La victoria es contundente para los sindicatos de clase, UGT y CCOO, que en conjunto sacaron más del 70% de los delegados sindicales. A pesar de los topes salariales aceptados por las direcciones sindicales, las luchas obreras continuaban arreciando de cara a la firma de los nuevos convenios, destacando las huelgas generales en el sector del metal y construcción. También eran muy numerosas las huelgas y manifestaciones contra el coste de la vida, que hacían perder continuamente poder adquisitivo a los trabajadores (entre un 4% y un 6% en 1978).

Aunque, en conjunto, el número de huelgas y de jornadas perdidas por conflictos laborales disminuyeron durante 1978 con respecto a 1977 y 1976, el número de trabajadores afectados –3,8 millones, el 32% de los asalariados– fue mucho mayor que en los años anteriores, lo que reflejaba que el pulso social todavía continuaba alto. A diferencia de aquellos años, las reivindicaciones son ya aquí casi en su totalidad de carácter económico.

Por esta época es cuando la UGT y CCOO llegan a su máximo histórico de organización, superando entre ambas los cinco millones de trabajadores afiliados; prácticamente el 50% de la clase obrera, un grado de organización sindical desconocido hasta entonces en nuestro país y del cual, todavía hoy, estamos bastante lejos.

La Constitución

La cuestión política va a estar centrada durante todo 1978 en dos aspectos: la exigencia de los partidos obreros de la convocatoria de las elecciones municipales y la elaboración de la Constitución.

Las ciudades y pueblos continuaban todavía gobernadas por los mismos alcaldes franquistas que había bajo la dictadura. El gobierno de los municipios constituía una fuente de poder muy grande en manos de los caciques locales, odiados intensamente por las masas.

La corrupción, el despilfarro, la degradación y marginación de los barrios obreros, la ausencia de todo tipo de infraestructuras, la falta de centros culturales y polideportivos, de guarderías y hogares de jubilados, etc., habían forjado un movimiento popular muy importante que se manifestaba en la creación de centenares de Asociaciones de Vecinos (AAVV), impulsadas por las organizaciones de izquierda, y que posibilitaban la participación en su seno de miles de trabajadores, amas de casa y jóvenes. Las AAVV constituían auténticos órganos de representación popular y las mujeres de la clase trabajadora, particularmente, jugaron un papel trascendental en su impulso y organización. Miles de mujeres, que hasta entonces permanecían olvidadas y empequeñecidas por la rutina familiar y «las tareas del hogar», se forjaron en aquellos años como auténticas líderes populares en sus barrios y pueblos.

A pesar de la continua presión del PSOE, del PCE y de las AAVV, el Gobierno de UCD se resistía a la convocatoria de elecciones municipales, sabiendo perfectamente que iba a ser arrollado en las grandes ciudades e iba a dejar en completa evidencia lo artificial de la fuerza de la UCD, lo que podría provocar un nuevo ímpetu en la lucha de las masas estimuladas por la victoria de los partidos obreros, y que haría muy probable la victoria del PSOE y PCE en las elecciones legislativas de principios de 1979, una vez aprobada la Constitución. Por eso no convocaron las elecciones municipales hasta la primavera de ese año, después de celebradas las legislativas.

La elaboración de la Constitución, que había de regular la democracia burguesa en el Estado español, centró la atención de miles de trabajadores durante 1978. El PSOE, todavía en el año 77, se manifestaba por una república frente a la monarquía. Pero ese último rastro de radicalismo se iría diluyendo hasta desaparecer, aceptando plenamente a principios de 1978 la monarquía constitucional de Juan Carlos.

Los dirigentes del PSOE y del PCE machacaban continuamente que la única garantía para la estabilidad democrática era la aprobación de la Constitución. Olvidaban demasiado pronto que estas libertades democráticas no fueron un regalo de nadie, sino conquistadas con el sacrificio y la sangre de la clase obrera después de cuarenta años de dictadura. Los dirigentes obreros, incapaces de entender el carácter de clase del Estado y totalmente imbuidos de lo que Marx llamó el «cretinismo parlamentario», pensaban que una Constitución que concediera por escrito determinadas libertades democráticas, más o menos formales, iba a ser la garantía sobre la que se iba a estrellar cualquier amenaza de golpe militar. Además insistían que la Constitución garantizaba «el derecho al trabajo, a una vivienda digna, libertad de expresión y elecciones libres», etc. A la burguesía le importaba poco garantizar y prometer cualquier cosa, siempre que su dominio sobre la sociedad no se viera amenazado ni socavado. De cualquier manera, se reservó numerosas cláusulas de salvaguardia de carácter bonapartista en el texto constitucional, por si los dirigentes obreros se mostraban incapaces de contener a la clase obrera en un momento dado:

· Mantenimiento del Senado como amenaza de boicot permanente a las decisiones de carácter progresista del Congreso.

· Se confían al Rey importantes poderes de reserva, que en un momento dado puedan servir como punto aglutinante de todas las fuerzas de la reacción.

· Se niega el derecho a la libre autodeterminación de las nacionalidades.

· Los jueces pueden poner en suspenso los derechos y libertades de personas o partidos si consideran que amenazan al propio sistema capitalista.

· Se recoge la posibilidad de declaración del estado de excepción, de emergencia y de sitio, si la «seguridad nacional» burguesa estuviera amenazada, suspendiéndose todos los derechos democráticos inmediatamente.

Como podemos ver no son meras bagatelas y de lo que se trata es de que en un futuro se puedan frenar y reprimir las luchas de los trabajadores, por medios constitucionales y democráticos, si éstas amenazaran el dominio capitalista.

El referéndum fue aprobado, aunque la abstención llegó al 35% de la población, el día 6 de diciembre de 1978. El significado del voto afirmativo de los trabajadores reflejaba su repulsa al pasado de la dictadura, confiando en que, como decían sus dirigentes, la Constitución aseguraba mejor las libertades democráticas recién conquistadas.

Las elecciones legislativas y municipales de 1979

Los primeros seis meses de 1979 iban a ser testigos del último gran movimiento de la clase obrera española durante la transición. El acicate de este repunte huelguístico fue el continuo aumento del coste de la vida y los intentos de la patronal de pasar a la ofensiva al percibirse los primeros síntomas de estancamiento en la lucha obrera. Desde principios de enero, prácticamente todos los sectores entraron en cascada a la lucha con una fuerza irresistible. El número de trabajadores que participaron en estas huelgas fue de 5,7 millones, casi el 60% de los asalariados del Estado español, perdiéndose unas 171 horas de trabajo por cada huelguista. Los dirigentes obreros, en vez de relanzar estas luchas contra el gobierno y la patronal, aceptaron los topes salariales impuestos desde el Gobierno, cuando no negociaban y pactaban por detrás de los trabajadores, haciendo fracasar la mayoría de estas luchas.

Es en este contexto cuando se celebraron las elecciones generales del 1 de marzo del 79. Contra todo pronóstico, la UCD volvió a ganar, aunque nuevamente sin mayoría absoluta. La razón del fracaso del PSOE, que sacó un porcentaje similar a las anteriores elecciones, se debió fundamentalmente a la falta de una oposición contundente al Gobierno de UCD. Sectores de la población (fundamentalmente de las capas medias) no vieron una diferencia fundamental entre unos y otros. Sectores importante de la clase obrera y sobre todo de la juventud, habiéndose visto defraudados en sus expectativas, optaron por la abstención, lo que también favoreció a la UCD. Al abandonar una alternativa de clase al problema de las autonomías, toda una serie de pequeños grupos nacionalistas, de izquierda y derecha, ganaron los votos suficientes para entrar en el Parlamento. A pesar de todo, la suma de los votos obtenidos por el PSOE y el PCE era mayor que los de UCD y CD (antes AP), pero el truco de la ley electoral les permitió más diputados.

En las elecciones municipales del 3 de abril, sin embargo, el triunfo de los partidos obreros en las principales ciudades fue aplastante: Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, Zarago-za, Málaga, etc. Los votos unidos del PSOE y PCE permitieron conseguir alcaldes de izquierda en los municipios más importantes del país, y representó la primera victoria electoral clara sobre la UCD.

La crisis interna en el PSOE. El abandono del marxismo

En el año 1979 estalló una lucha abierta dentro del PSOE sobre la conveniencia o no de defender el marxismo.

Ya desde comienzos del año 77, la dirección del PSOE había desencadenado una auténtica caza de brujas en el interior del partido contra los militantes que más consecuentemente defendían las ideas marxistas en su seno y que se oponían a la política de pactos y consenso con la burguesía. Esto llevó a la práctica destrucción de las Juventudes Socialistas y a la disolución de decenas de agrupaciones del partido en muchos sitios; siendo varios centenares los expulsados, y negándoles el derecho democrático de apelar a los congresos del partido.

Incluso, esta persecución contra los sectores izquierdistas se trasladó también a la UGT. A finales de 1978, fueron disueltas la UGT de Navarra y la UGT de Badajoz, por estar dirigidas por marxistas y por oponerse a los pactos sociales.

En mayo de ese año, Felipe González había declarado a la prensa que él «ya no era marxista» y que consideraba que esa denominación también debería desaparecer de los estatutos del partido. La protesta de las bases no se hizo esperar y las resoluciones de centenares de agrupaciones, reafirmándose en el carácter marxista y revolucionario del partido, inundaron la sede del PSOE.

A finales del mes de mayo de 1979 estaba prevista la celebración del XXVIII Congreso del partido, que habría de pronunciarse sobre este punto y elegir una nueva dirección.

La lucha entorno a una sola palabra, «marxismo sí, marxismo no», no era un mero debate semántico. Lo que trataba la dirección era abandonar el carácter revolucionario y de clase del partido.

En la práctica, hacía tiempo que la dirección había abandonado el marxismo, deslizándose hacia el oportunismo y el reformismo (la teoría y la práctica de la conciliación y la colaboración entre las clases) y, con esta política, había contribuido a la desmoralización de gran número de trabajadores y jóvenes que habían puesto su ilusión en el PSOE para que liderara un cambio social profundo. Precisamente era este ambiente de apatía general y frustración el que había mermado la afiliación del partido y disminuido la presión de la base sobre la dirección. Los líderes del partido se separaron cada vez más y más de sus bases, quedando totalmente expuestos a la influencia de la burguesía y de su opinión pública, lo que les empujaba todavía más a la derecha.

La tragedia de ese momento es que tampoco existía dentro del partido ninguna tendencia genuinamente marxista con influencia en la base que pudiera oponer una alternativa de dirección a la oficial.

La oposición a la dirección estuvo a cargo de elementos sinceros (como Gómez Llorente y otros) que, más que marxistas, se situaban a medio camino entre el marxismo y el reformismo, pero que carecieron de la voluntad y decisión suficientes para tomar las riendas del partido cuando se presentó la ocasión.

Hay que reconocer que el XXVIII Congreso fue uno de los más democráticos de la historia del PSOE. Asistieron unos mil delegados que eran elegidos directamente en las agrupaciones de base. Aunque la gestión de la Ejecutiva fue aprobada por el 68% de los delegados, sin embargo, en la Comisión de la ponencia ideológica la posición oficial fue rechazada, siendo asumida la presentada por los críticos: «El PSOE reafirma su carácter de partido de clase, de masas, marxista, democrático y federal».La ponencia ideológica de los críticos es votada posteriormente en el pleno y obtiene el 61% de los votos de los delegados. Ante tamaña derrota Felipe González anuncia que no se presentará a la reelección en una nueva ejecutiva. Los críticos se reúnen entonces para valorar el presentar una candidatura alternativa (Tierno Galván, Bustelo, Pablo Castellanos y Gómez Llorente). La mayoría de los delegados dan por hecha la decisión, teniendo todas las garantías de salir elegida mayoritariamente. Pero aquí se produce uno de los hechos más trágicos de la historia reciente del partido. Los críticos no se atreven, y anuncian la necesidad de crear una Comisión Gestora que convoque un nuevo Congreso Extraor-dinario para elegir una nueva dirección consensuada para «salvar la unidad del partido». De esta manera se perdió una oportunidad histórica para reconducir al PSOE hacia el camino del marxismo, lo que hubiera tenido enormes consecuencias.

El Congreso Extraordinario se celebró a principios de octubre. Para elegir los delegados, los oficiales consiguieron introducir un cambio en los Estatutos, que pasó inadvertido, por el que los delegados representarían, no a las agrupaciones locales, sino a las federaciones provinciales y regionales, con lo que habría un cabeza de delegación que votaría por toda la representación provincial. De esta manera se estrechaba radicalmente la representación de la base. Por otro lado, los oficialistas recurrieron a toda clase de subterfugios: asambleas mal convocadas conscientemente, limitación de los debates, etc.; perosobre todo, los críticos no se prepararon a fondo para dar ninguna batalla seria. Esto provocó que la Ejecutiva encabezada por Felipe ganara sin dificultad, y que en la resolución sobre el marxismo se llegara a un compromiso, aunque la definición marxista del PSOE desapareció. Los efectos más importantes de este Congreso fueron el extraordinario fortalecimiento del aparato burocrático del partido y más independencia de la dirección sobre la base; además de la pérdida de una oportunidad excepcional para haber hecho girar hacia la izquierda al PSOE.

El Estatuto de los Trabajadores y el AMI

Durante el otoño de 1979 asistimos a las últimas grandes luchas del movimiento obrero y la juventud en la etapa de la UCD, y cuyas derrotas profundizarían el repliegue del movimiento obrero hasta el triunfo del PSOE.

En septiembre, el Gobierno de UCD presentó al Parlamento el proyecto del Estatuto de los Trabajadores. Esta ley fue ampliamente contestada por la base de los sindicatos, puesto que suponía un paso atrás –en muchos casos incluso con respecto a las leyes laborales que los trabajadores conquistaron bajo el franquismo– en temas como eventualidad, despido, vacaciones, derechos sindicales, jubilación, etc., además de no regular a otros colectivos (funcionarios, empleadas del hogar, etc.), etc. El 14 de octubre se concentraron 400.000 trabajadores en Madrid convocados por CCOO. Hubo huelgas generales contra el Estatuto en Granada, en Euskadi y en Asturias, además de paros en muchas empresas y resoluciones en contra de centenares de secciones sindicales de empresas de todo el país. Los dirigentes sindicales nunca se plantearon ir hasta el final, generalizando la lucha y, al igual que los dirigentes de los partidos obreros en el Parlamento, su intención se limitó a presionar para mejorar la ley, porque «no pretendían derribar al gobierno de Suárez».

La frustración y la ansiedad que se vivía en cada rincón de la sociedad estalló también entre la juventud. Centenares de miles de estudiantes de Enseñanzas Medias y, en menor medida, de Universidad, salieron a la calle –en la protesta estudiantil más importante en la historia de nuestro país hasta aquellos momentos– contra el Estatuto de Centros Docentes y la Ley de Autonomía Universitaria (LAU), que el gobierno de UCD había elaborado. Eran leyes regresivas que potenciaban la privatización de la educación pública, la disminución de los presupuestos y no avanzaban lo más mínimo en los derechos democráticos de los estudiantes.

El centro de la lucha fue Madrid, pero en las provincias también tuvo un desarrollo importante. Se crearon coordinadoras de estudiantes formadas por representantes de los institutos elegidos en asamblea, que se encargaban de organizar la lucha. Se organizaron huelgas y manifestaciones en todo el país los días 5, 6 y 7 de diciembre. La represión policial fue brutal, con decenas de estudiantes heridos en las cargas policiales, auxiliados por bandas de fascistas que atacaban las manifestaciones. En la concentración del día 6 en Madrid participaron 25.000 estudiantes.

El punto álgido de la lucha se produjo el 13 de diciembre. La huelga fue total en los institutos y facultades. Por la mañana, en Madrid, más de 100.000 estudiantes participaron en la manifestación.

Esa misma tarde, CCOO había convocado una manifestación contra el Estatuto de los Trabajadores de la UCD y en solidaridad con la lucha de los obreros de Chrysler (actual Peu-geot Talbot) por el despido de ocho trabajadores.

A la manifestación obrera asistieron 300.000 trabajadores y en ella participaron miles de estudiantes. Cuando en el momento en que otra manifestación estudiantil paralela, convocada a la misma hora, trató de unirse a la primera, que estaba comenzando a disolverse, la policía cargó brutalmente, disparando con munición real, asesinando a dos jóvenes estudiantes e hiriendo a varios más. La policía detuvo a decenas de estudiantes en todo el Estado.

Los dirigentes del PCE desaprovecharon la enorme fuerza demostrada por los trabajadores y los estudiantes, y la indignación que habían levantado estos cobardes asesinatos, para llamar a la huelga general contra el Estatuto de los Trabajadores, el de Centros Docentes y la LAU. Con una movilización amplia, una huelga general como demandaba la situación, los dirigentes de la izquierda podían haber derribado al gobierno de Suárez y forzado nuevas elecciones que, con toda seguridad hubieran ganado los partidos obreros.

Al día siguiente, no obstante, se convocaron manifestaciones estudiantiles en todo el Estado para protestar contra los asesinatos y detenidos, y se convocaron paros en muchas empresas.

De todas maneras, la protesta estudiantil no terminó en Navidad, sino que continuó en nuevas movilizaciones en enero y febrero de 1980. Coincidiendo con el final de la lucha, la joven estudiante y dirigente del movimiento estudiantil, Yolanda González, fue secuestrada y asesinada por dos pistoleros fascistas de Fuerza Nueva. El estupor que sacudió a millones de trabajadores y jóvenes ante este nuevo crimen fascista tampoco fue respondido por los dirigentes obreros. Finalmente, todas estas movilizaciones estudiantiles se consumieron poco a poco, aisladas del movimiento obrero.

Apenas aprobado el Estatuto de los Trabajadores, la UGT firmó un nuevo pacto social, el Acuerdo Marco Interconfederal (AMI) con el Gobierno y la patronal, basado en los topes salariales y en el descenso en el nivel de vida de los trabajadores, siguiendo las mismas líneas que el Pacto de la Moncloa. Sólo en 1979 se había perdido, por término medio, un 4% de poder adquisitivo en los salarios. Aunque CCOO no firmó inicialmente el AMI (por la fuerte oposición de sus bases) tampoco ofreció ninguna alternativa de lucha a los trabajadores contra el nuevo pacto.

Se inicia el reflujo en el movimiento obrero

El año 1979 marcó un punto de inflexión en la actividad social y política de las masas. Todas las energías de la burguesía, desde la caída de la dictadura, habían estado encaminadas hacia la utilización de los dirigentes obreros para salvar al capitalismo español y restaurar poco a poco su control sobre la sociedad. Los efectos de esta política por parte de las direcciones obreras habrían de tener efectos dramáticos.

Sin embargo, ¡se había luchado tanto en los últimos años! ¡Había tantas ilusiones! Por primera vez en su vida, millones de trabajadores, mujeres y jóvenes se habían sentido protagonistas de su propia historia, tomando su destino en sus manos. Habían roto de golpe con la inercia y la rutina de la sociedad que les condenaba a ser una pieza más del engranaje social. Olvidados y explotados, em-brutecidos y despreciados por el sistema capitalista, sentían que, ahora sí, podían cambiarlo todo.

Millones de personas entraron a participar en los partidos, los sindicatos, las AAVV, APAs, los clubes juveniles, en las manifestaciones, en la lucha. Precisamente, participando en las acciones de masas, es cuando cada uno más sentía su propia individualidad, el valor distintivo de su personalidad. Brotaban las mejores cualidades de la personalidad humana que anunciaban una nueva sociedad: la solidaridad y la unión, el sacrificio y el valor, la dignidad y el orgullo de ser obreros y obreras, el nuevo respeto a la compañera, a la mujer, la lucha por un mundo auténticamente humano. Este es el estado interior que experimentaron millones de hombres y mujeres de nuestra clase entre los años 76 y 79. Y con esta pasta, con esta materia prima, nada ni nadie podía haber impedido la transformación socialista de la sociedad, que estaba al alcance de la mano, si los dirigentes del PSOE y PCE hubieran orientado conscientemente todas estas energías hacia este fin.

Desde la caída de la dictadura, las amplias masas de los trabajadores, las mujeres y la juventud habían confiado completamente en sus dirigentes. A regañadientes, dieron por buena toda la política de «consenso, apretarse el cinturón, hacer sacrificios para salvar la democracia», etc., con la esperanza de que todos estos esfuerzos sirvieran para algo, para garantizar una vida digna para sus familias y una esperanza en un futuro mejor. Pero al cabo de los meses, los obreros, los campesinos y las amas de casa se daban cuenta de que, pese a todas las frases tranquilizadoras y demagógicas, el cambio era insuficiente.

Las condiciones de vida no mejoraban. Ahí estaban la misma gente de siempre: los mismos burócratas, los mismos especuladores; los mismos policías, militares y torturadores; los mismos banqueros, empresarios y terratenientes. Los trabajadores estaban confundidos, desorientados, desanimados.

La nueva crisis económica que se cernió sobre los países capitalistas ese año empeoró aún más la situación. El fenómeno del paro masivo, desconocido apenas un par de años antes, cogió desprevenidos a los trabajadores y actuó como un látigo sobre la conciencia. La inflación (un 16% en 1979) se comía los salarios, y cada lucha, la mayoría de la veces, era derrotada.

Todas estas experiencias tuvieron un efecto dramático sobre los trabajadores y la juventud. Incluso los que más habían luchado y sacrificado se fueron a sus casas, quemados y frustrados. «Nos han engañada, la política es una mierda, todos son iguales». Este fue el fruto del consenso democrático. Al igual que entraron, centenares de miles de obreros, mujeres y jóvenes se fueron apartando de la lucha política y sindical, cansados y desorientados. La afiliación política y sindical cayó en picado. Esa fue la época donde se puso de moda el pasotismo, el pasar de todo. Los años 79-82 fueron años de un profundo reflujo en la actividad política y sindical de las masas. Una época de semirreacción a todos los niveles de la sociedad.

El segundo Gobierno de la UCD

Después de las elecciones de marzo, el Gobierno de UCD había quedado nuevamente sin mayoría absoluta. La dramática situación económica exigía medidas drásticas, pero Suárez comprendía que un intento de lanzarse a un ataque frontal contra las condiciones de vida de las masas podría tener consecuencias imprevisibles; de hecho, como ya indicamos, 1979 fue escenario de movilizaciones impresionantes. Por esta razón, Suárez tenía que basar toda su política en un constante pacto con los partidos y sindicatos obreros. Tenía que estar recurriendo constantemente a una política de parches que no satisfacía a nadie, ni a la clase obrera ni, por supuesta, a la burguesía.

Su política económica era un constante ir y venir entre una política inflacionista (estimulando la emisión y circulación de dinero para relanzar la actividad económica),y una política deflacionista (recortes en los gastos y limitación de la circulación monetaria para bajar la inflación).

La impotencia del Gobierno de Suárez en el terreno económico provocó un creciente malestar en el seno de la clase dominante. La única solución era profundizar en la reducción del nivel de vida de los trabajadores para aumentar sus márgenes de beneficios. Pero ello resultaba imposible sin un acuerdo con los dirigentes obreros, quienes al mismo tiempo estaban obligados a exigir contrapartidas para no perder completamente su control sobre los trabajadores. De esta manera, las necesidades de la burguesía no eran satisfechas nunca al nivel que ésta deseaba.

Esta situación fue la auténtica causa de la crisis permanente de UCD y el gobierno Suárez durante esos años. El gobierno de UCD nació como un gobierna débil y en continua crisis.

En la medida en que –como explicamos anteriormente– la presión de las masas se fue reduciendo, la impaciencia y la irritación de la burguesía con Suárez se hicieron cada día más evidentes.

La economía crecía solamente un 1,5%, y luego un 0,5%. El para creció un 20%, y con la subida del paro subió también el descontento de la burguesía con su superhombre. Así, en la prensa burguesa empezaron a acusar a Suárez de incapacidad, planteando la necesidad de un recambio entre las filas de la UCD, donde también surgieron divisiones y críticas a Suárez.

En el año 79 fueran aprobados los estatutos de autonomía para Euskadi y Cataluña y sometidos a referéndum. A pesar de que no se recogía el derecho a la autodeterminación, fueron aprobados. No obstante, en el País Vasco se abstuvo el 40% de la población. En las elecciones autonómicas vascas de 1980, el PSOE pagó cara la política que había seguido sobre la cuestión nacional. De ser el partido más votado en 1977 descendió al tercer lugar, por detrás del PNV y HB, que quedó en segundo lugar. En las elecciones catalanas de ese mismo año también retrocedió, quedando detrás de los nacionalistas burgueses de CiU.

La cuestión del estatuto de autonomía para Andalucía también polarizó la atención de todo el país. Aquí, PSOE y PCE exigían que el Estatuto andaluz se rigiera por el artículo 151 de la Constitución, como el vasco, catalán y gallego; y no por el 143, previsto para el resto de regiones y que recogía menos competencias para las autonomías. Se desarrolló una campaña de movilizaciones masivas en toda Andalucía contra las pretensiones de UCD. Su debilidad le obligó a convocar un referéndum en febrero de 1980 para que los andaluces se pronunciaran sí o no por la vía del 151. La respuesta popular fue impresionante, a pesar de la campaña y los millones que la UCD se gastó para forzar la abstención de la población. El descrédito que sufrió el Gobierno de UCD fue enorme, y no hizo sino reforzar el malestar dentro de sus propias filas y entre la prensa burguesa.

En medio de todo este ambiente, el PSOE planteó en mayo de 1980 una moción de censura contra el gobierno de la UCD. Suárez respondió incorporando a su gobierno a los jefes de los críticos de la UCD. Esto no hizo sino aumentar las tensiones dentro del gobierno y preparar un auténtico estallido del centro, que acabaría con la dimisión dc Suárez en febrero del 81.

La ofensiva de ETA y la ultraderecha

Es una ley social que la pequeña burguesía pasa a ocupar la escena de los acontecimientos cuando las masas de la clase obrera se retiran del primer plano de la lucha de clases. Esto tuvo su reflejo más claro entre los años 1979-82, manifestándose, por un lado, en el crecimiento de las acciones de ETA y, por otro, en el terrorismo salvaje de las bandas fascistas.

En los años 1976-77,en el interior de ETA se estaba produciendo un debate muy vivo sobre la necesidad o no de abandonar las armas. El hecho de que el fenómeno del terrorismo individual de ETA haya permanecido en actividad hasta la fecha, y con un cierto apoyo entre determinadas capas de la sociedad vasca, se debe a tres factores: la brutal e indiscriminada represión de los cuerpos represivos del Estado, que se redobló a partir de aquellos años, y que aumentó el odio hacia los mismos entre la población; el abandono de los partidos obreros de la defensa de los derechos democráticos nacionales del pueblo vasco, particularmente del derecho de autodeterminación, cuya puesta en práctica habría eliminado de un plumazo los argumentos políticos de los abertzales; y finalmente la dramática situación social y económica, fruto de la crisis económica capitalista. Así, mientras en el período 1974-77 los atentados de ETA se cobran 63 muertos, en el período 1978-81 son 265.

Al mismo tiempo que la actividad etarra, esos años vieron la venenosa irrupción del terrorismo de las bandas fascistas, alimentadas por sectores del aparato del Estado y del sector más abyecto y desesperado de la burguesía. Varias decenas de trabajadores, jóvenes y miembros de la izquierda abertzale cayeron a manos de estas hienas del gran capital. También fueron numerosas las palizas y agresiones recibidas por decenas de jóvenes y trabajadores a manos de estos matones, compuestos en su mayoría por hijos de militares y fascistas, policías, guardias civiles y lúmpenes. Decenas de locales obreros fueron atacados e incendiados.

Los dirigentes obreros lejos de llamar a la movilización de masas para aplastar a las bandas fascistas, tarea que hubiera sido relativamente fácil, hacían «llamamientos a la tranquilidad, a no dejarse provocar», etc., lo que envalentonaba aún más a estos grupos y a la represión policial.

Las conspiraciones golpistas. El 23-F

Esta situación de callejón sin salida en la que, por un lado, la lucha de los trabajadores no desembocaba en ningún desenlace definitivo o estaba semiparalizada; pero, por otro lado, la burguesía era incapaz de asegurar el orden en la sociedad y mostraba constantemente su debilidad necesitando del apoyo de los partidos obreros, creaba una situación de desgobierno e inestabilidad, situación que se profundizó durante 1980 y, sobre todo, a comienzos del 81.

Quien mejor expresaba esta situación era la casta de oficiales del Ejército y la Guardia Civil, así como los mandos de la policía. Estos estaban compuestos, en su gran mayoría, por elementos claramente reaccionarios y fascistas, que odiaban a muerte a la clase obrera y a sus organizaciones. El ejército, y por medio de él la casta de oficiales, representa el brazo armado de la burguesía. Pero cuando ésta da síntomas de incapacidad para asegurar la estabilidad del sistema, los oficiales se sienten llamados «a poner orden y salvar a la patria, ante la incapacidad de los políticos». Toda la transición fue un hervidero de conspiraciones y rumores golpistas. Ya en 1978, dos altos oficiales de la Guardia Civil y del ejército, Tejero y Sáenz de Ynestrillas, conocidos reaccionarios en esa época por sus ideas abiertamente fascistas, fueron descubiertos cuando planificaban un golpe de Estado, al que llamaron la Operación Galaxia. El aspecto más importante de esta operación fue la gran cantidad de oficiales que sabían todo con respecto a la conspiración y que, sin embargo, no dijeran nada a las autoridades. La escandalosa puesta en libertad de estos dos conspiradores meses más tarde no hizo sino animarles a seguir en esta misma línea.

Realmente, la burguesía era la menos interesada, en aquellos primeros años después de caída la dictadura, en un golpe de Estado, pues sabía muy bien que podía provocar una explosión revolucionaria entre las masas.

Paradójicamente, los dirigentes de los partidas obreros, particularmente los del PCE, no hacían otra cosa que intentar asustar continuamente a las masas con «el peligro de la involución y del golpismo» si los trabajadores iban demasiado lejos en sus luchas. Todo ello, para justificar su nefasta política de colaboración de clases con la burguesía.

Sin embargo, la situación se hacía cada vez más tensa a principios de 1981. El agotamiento y la impopularidad del centro se acrecentaba cada día más. El aislamiento de Suárez en el seno de la UCD y el desprecio que suscitaba en los sectores decisivos de la burguesía y del aparato del Estado es lo que le llevó a dimitir a principios de febrero. En una encuesta realizada por la revista Cambio 16 en esos días, un 59% de los encuestados estaba de acuerdo con la dimisión y un 26% pensaba que tenía que haber dimitido antes. Nada menos que un 85% de la población estaba en contra del dirigente de UCD en el momento de su dimisión. Resulta por tanto, esperpéntico y bochornoso que en estos momentos se intente reescribir la historia alabando ahora a Suárez y a la UCD, particularmente por Felipe y Carrillo, cuando Suárez y posteriormente la UCD abandonaron la escena de la historia odiados y despreciados por millones de trabajadores y jóvenes.

Es en este contexto cuando se produce el intento de golpe de Estado más serio de todos los proyectados durante la transición, el golpe del 23 de febrero de 1981; el 23-F, como ha quedado grabado en la memoria popular.

Mientras se estaba votando la elección de Calvo Sotelo como nuevo presidente del Gobierno de la UCD, en sustitución de Suárez, decenas de guardias civiles ocuparon el Congreso de los Diputados a punta de metralleta. Al mismo tiempo, el General Milans del Bosch sacaba los tanques a la calle en Valencia, asumiendo el control de la ciudad, y prohibiendo los partidos y sindicatos obreros.

No cabe ninguna duda de que los principales jefes militares estaban al tanto de los preparativos del golpe, incluyendo al circulo íntimo del Rey, en la persona del general Armada, uno de los estrategas del golpe,Jefe de la Junta de Jefes del Estado Mayor, acérrimo monárquico y tutor de Juan Carlos en su juventud.

De hecho, la actitud ambigua del Rey en las primeras horas del golpe aumentó la idea del apoyo real a los golpistas entre un sector del ejército que no sabía si sumarse o no. No deja de ser sorprendente que, mientras que Tejero entró en el Congreso a las 6,20 de la tarde, Juan Carlos no saliera públicamente en televisión pronunciándose contra el golpe ¡hasta pasadas las 12 de la noche! Algunos tratan de justificar el comportamiento del Rey afirmando que la televisión estuvo ocupada por los militares hasta últimas horas de aquella tarde, pero olvidan convenientemente que el Palacio de la Zarzuela, residencia de Juan Carlos, tiene su propia infraestructura autónoma capaz de emitir por televisión.

Así pues, si el golpe fracasó, no fue debida a las convicciones democráticas de Juan Carlos, sino porque los sectores decisivos de la burguesía comprendieron que era prematuro, y se corría el riesgo de provocar un enfrentamiento con la clase trabajadora que resultaría muy peligroso para la burguesía, y por esa razón movilizaron todos sus resortes para poner fin a la aventura.

Frente a las figuras esperpénticas, como Tejero y otros, entre los organizadores del golpe existía un consenso para organizar un gobierno de carácter bonapartista, similar a la dictadura de Primo de Rivera de 1923, con la inclusión en el mismo de militares y civiles. Lo más escandaloso del asunto fue la filtración posterior de una entrevista, celebrada días antes del golpe, entre Armada y Enrique Múgica (dirigente del PSOE entonces) donde, al parecer, este último no descartaba la necesidad de un Gobierno fuerte, con la participación militar y la inclusión de miembros de UCD y PSOE en el mismo para «salvar el país». Esto demostraba lo lejos que había llegado la degeneración de determinados miembros de la dirección del partido, su pérdida de horizonte político y su identificación con el Estado burgués, al prestarse a este tipo de enjuagues que podrían haber tenido dramáticas consecuencias para la clase obrera y sus organizaciones.

Aunque la clase obrera fue cogida por sorpresa por el golpe, algunas núcleos de la misma, guiados por un certero instinto de clase, llegaron a la conclusión ese mismo día de la necesidad de las armas para defenderse de las golpistas. Esto sucedió en algunos pueblos jornaleros de Andalucía, como Badolatosa (donde se organizaron partidas de vigilancia en los accesos del pueblo, mientras que los vecinos se intercambiaban escopetas de caza y cartuchos), y entre los mineros asturianos. A pesar de la confusión y de que los máximas dirigentes sindicales no dieran ni una sola consigna, durante esa tarde-noche y al día siguiente hubo paros y asambleas en decenas de empresas (Hunosa, Gijón, Avilés, Santander, Álava, Sevilla, Navarra, Barcelona y Madrid), y en Cataluña CCOO tenía prevista convocar la huelga general al día siguiente del golpe.

Las manifestaciones que recorrieron todo el país el día 26 de febrero, convocadas formalmente por todos las partidos pero cuyo contingente fundamental estaba formado por trabajadores y sus familias, fueron las más multitudinarias de toda la historia. Más de tres millones de personas participaron en las mismas. Madrid, con un millón y medio, y Barcelona, con medio millón, fueron las más numerosas.

La agonía de la UCD. El Gobierno de Calvo Sotelo

La sustitución de Suárez por Calvo Sotelo no sirvió para salvar a UCD, y éste se desprestigió aún más rápidamente que Suárez. El fracaso de la UCD en las elecciones gallegas de octubre de 1981 propició un nuevo estallido en su seno. Pero estas contradicciones en el gobierno y su partido reflejaban las profundas discrepancias en el seno de la clase dominante en cuestiones de estrategia y táctica. El sector más representativo (la Banca y los monopolios) había sacado ya la conclusión de la inevitabilidad de la ruptura del centro y había optado claramente a favor de una gran derecha nucleada en torno a la Alianza Popular de Fraga.

Las empresarios estaban cada vez más impacientes con Calvo Sotelo, cuya política no difería apenas de la política pactista de Suárez. Incluso la firma de un nuevo pacto social con los sindicatos (el Acuerdo Nacional de Empleo, ANE) a finales del año 81, que profundizaba en la reducción del nivel de vida, les pareció insuficiente.

En esos momentos, la inflación estaba en el 15% y continuaba subiendo. Los salarios reales no habían parado de reducirse continuamente durante 18 meses. La peseta sufrió una nueva devaluación y el déficit público se acercaba a la cifra de un billón de pesetas. El desempleo superaba por primera vez los dos millones de parados.

En mayo de 1981 estalló el escándalo de la colza, el envenenamiento de miles de familias obreras, fundamentalmente de Madrid, por el consumo de aceite adulterado. Más de dos mil muertos y doce mil afectados fueran las consecuencias de las actividades de empresarios aceiteros, en complicidad con los funcionarios de la Administración del Gobierno de la UCD, que no ponían ningún control a la estafa de estos capitalistas sin escrúpulos.

El Gobierno de Calvo Sotelo, a pesar de su brevedad, fue tremendamente reaccionario en el terreno de los derechos democráticos. A principios de 1982, aprobó una ley que limitaba las competencias de las autonomías, la LOAPA.

La última decisión política de Calvo Sotelo antes de terminar el año 81 fue imponer la entrada de España en la OTAN, desoyendo las protestas de la mayoría de la población, lo que le granjeó, aún más, el odio de la mayoría de la juventud y los trabajadores.

La represión policial y las conspiraciones de los reaccionarias y fascistas, lejos de descender en estos últimos meses de agonía para el Gobierno de UCD, se acentuaron aún más.

El preso de ETA Joseba Arregui murió después de las salvajes torturas a que fue sometido por la policía. En el mes de mayo de 1981, tres jóvenes fueran asesinados vilmente por la Guardia Civil en Almería. El caso Almería llenó de indignación a la población, y los asesinos cumplieron unos pocos años de cárcel. En marzo de 1982, la odiada Guardia Civil nuevamente regó con sangre obrera los campos andaluces. Dos jóvenes jornaleros de Lebrija (Sevilla) fueron asesinados por disparos de la Guardia Civil en Trebujena (Cádiz). Todos los pueblos de la comarca declararon inmediatamente la huelga general, y al entierro acudieron más de 8.000 jornaleros de toda la comarca.

El juicio del 23-F, que duró varios meses, dejó claro que la justicia militar, con la complicidad del gobierno, no pretendió jamás ir hasta el fondo del asunto. Sólo fueron condenados a penas significativas los cabecillas: Armada, Milans y Tejero, los cuales diez años más tarde ya estaban en libertad o yendo sólo a dormir a la cárcel. Las decenas de implicadas, militares y civiles, fueron condenados a penas simbólicas o absueltos.

La actitud tranquilizadora de los dirigentes, negándose a movilizar a la clase trabajadora y a la juventud con cada asesinato y tortura de los cuerpos represivos y de los fascistas, no hacía más que envalentonar a estos últimos y a los elementos claramente reaccionarios de la casta militar.

A los pocos meses, cien oficiales del ejército y la Guardia Civil publicaron un manifiesto donde manifestaban su «comprensión» a los golpistas y se pronunciaban contra la democratización del ejército y a favor de la «autonomía con respecto al poder político». La única respuesta de Calvo Sotelo fue catorce días de arresto domiciliario para unos pocos.

Como una muestra más de las continuas provocaciones de la ultraderecha y de la casta militar, el 23 de mayo un grupo de fascistas, compuesto por guardias civiles y lúmpenes, asaltaron la sede del Banco Central en Barcelona tomando más de un centenar de rehenes y exigiendo la libertad de los detenidos en relación al 23-F. Nunca se quiso aclarar la auténtica identidad de los asaltantes que quedaron en libertad, en su mayoría después de ser detenidos por los GEO.

Las conspiraciones golpistas no acabaron el 23-F. En plena campaña electoral, en octubre de 1982, fue descubierta otra conspiración para dar un golpe de Estado el día antes de las elecciones, el 27 de octubre. Obviamente, todas estas conspiraciones fueron abortadas por la burguesía por las mismas razones por las que abortaron el 23-F: el miedo a una respuesta revolucionaria de la clase obrera que, a pesar del reflujo aparente en el movimiento obrero, no olvidaba los cuarenta años de dictadura franquista.

La catástrofe electoral en las elecciones andaluzas de mayo del 82, donde el PSOE obtuvo una victoria aplastante, terminó por acelerar la descomposición del centro. Una serie de escisiones hacia la derecha y la izquierda en la UCD obligaron a Calvo Sotelo a convocar elecciones anticipadas. De esta manera, la UCD, el partido principal de la burguesía española, terminó desintegrándose por completo.

Las elecciones generales de octubre de 1982. Triunfo histórico del PSOE

Después de seis años de gobierno del centro, las masas de la clase obrera y, sobre todo, de las capas medias habían tenido el tiempo suficiente para comprender por su propia experiencia el carácter fraudulento del centro. El colapso de la UCD reflejaba un nuevo proceso de polarización a derecha e izquierda en el seno de la sociedad española. La clase obrera y amplios sectores de la clase media pusieron entonces enormes esperanzas en el PSOE como la alternativa a esta situación. Todos reconocían la inevitabilidad de un triunfo del PSOE. Años de profunda crisis económica, en donde los trabajadores sufrieron derrota tras derrota en el frente económico, les hicieron volverse al frente político –en el terreno electoral–, para situar por fin en el Gobierno a sus dirigentes.

Mientras tanto, el PCE iba de crisis en crisis. Con el giro a la derecha dado por la dirección desde la caída de la dictadura, resultaba imposible a cualquiera apreciar la diferencia programática que existía entre el PCE y el PSOE. Esto hacía que las masas de la clase obrera, al ir a votar, lo hicieran por el partido más grande, ya que no veían diferencias significativas entre ambos. La situación de crisis permanente del PCE llevó a expulsiones, roturas de carnés y escisiones, llegando completamente debilitado a las elecciones del 28-O. Triste destino para el partido que estuvo en inmejorables condiciones para dirigir el proceso de la revolución socialista en el Estado español.

Las elecciones del 28 de octubre de 1982 constituyeron un triunfo aplastante para el PSOE. Los más de diez millones de votos recibidos no han tenido paralelo en la historia de nuestro país en unas elecciones. Con 202 diputados de un total de 350, la dirección del PSOE se encontraba en las condiciones más excepcionales para iniciar el proceso de transformación profunda de la sociedad que tanto ansiaban los millones de trabajadores y resto de capas oprimidas de la sociedad.

Millones de hombres y mujeres, de trabajadores y jóvenes, volvieron a recuperar la ilusión y la esperanza de los primeros años de la transición.

Una nueva etapa se iniciaba en la historia del Estado español, y la «transición a la democracia en España» se daba oficialmente por cerrada.

La venganza de la historia

Frente a la historia idílica que nos ofrecen sobre la transición española tenemos que decir que la realidad fue completamente diferente.

La transformación socialista de la sociedad pudo haberse llevado a cabo (y de manera relativamente pacífica), no una vez sino decenas de veces, si al frente de las organizaciones tradicionales de la clase obrera (PSOE, PCE, CCOO y UGT) hubiera habido realmente una dirección marxista revolucionaria.

Aunque la desmovilización y despolitización provocada en las masas de la clase obrera por los efectos de la Transición, y la relativa estabilidad económica de los 26 años que siguieron hasta el 2008, remendaron mal que bien los descosidos problemas estructurales de la sociedad española; ahora, la crisis económica sin precedentes que vivimos ha hecho saltar estos remiendos, exponiendo abiertamente ante la sociedad las contradicciones insolubles del capitalismo español.

Los viejos demonios de nuestra historia contemporánea han vuelto a ser desenterrados. La crisis ha expuesto el atraso histórico de la economía española, el carácter particularmente reaccionario de la burguesía, y la mediocridad política e intelectual de sus representantes políticos. A la polarización creciente entre las clases sociales se suma el desprestigio de la monarquía y el avance irresistible de las tendencias republicanas en la sociedad. Por último, y no menos importante, vemos desarrollarse la crisis del Estado de las Autonomías y el agravamiento de la cuestión nacional con el fortalecimiento de las tendencias centrífugas en las nacionalidades históricas, principalmente en Cataluña.

Pero las diferencias de la situación actual con la de hace 40 años son notorias, y la hacen mucho más favorable para el desarrollo de un proceso revolucionario más profundo y exitoso contra el sistema capitalista, en perspectiva. El viejo topo de la historia no ha trabajado en vano.

En los años 70 del siglo pasado, los dirigentes oficiales de la izquierda recién salidos de la ilegalidad, abusaron de su autoridad política y moral – cimentada en años de actividad clandestina, cárcel, torturas y exilio – para imponer sus criterios de colaboración con el enemigo de clase a una clase obrera joven y políticamente inexperta.

Hoy, los dirigentes de estas organizaciones (en particular del PSOE y de los sindicatos CCOO y UGT), están ampliamente desacreditados para jugar el mismo papel pernicioso de entonces. La organización que hoy ocupa el espacio político que entonces mantenía el PCE – Izquierda Unida – ha girado a la izquierda, y entre su base y gran parte de sus cuadros se ha impuesto una revisión crítica del papel jugado en aquellos momentos por los dirigentes del PCE. Actualmente, la dirección de IU rechaza enfáticamente la Constitución de 1978 y la Monarquía, y participa en la primera línea de batalla contra las políticas de ajuste impulsadas por los políticos del sistema PP-PSOE-CiU-PNV.

Más aún, el extraordinario fermento político y el ambiente de revuelta que han propiciado la crisis actual, ha estimulado la aparición de movimientos políticos nuevos (PODEMOS, Marchas de la Dignidad, Plataforma “Guanyem Barcelona”, etc.) de un carácter radical de izquierda, de odio contra los ricos y el poder establecido que, pese a su ideología política confusa e inacabada, expresan la búsqueda de cientos de miles de personas de un cambio radical de sociedad.

Por otro lado, la Monarquía que fue aceptada a regañadientes por la mayoría de la población a instancias de las claudicantes direcciones de la izquierda, hoy está ampliamente desacreditada y hundida en escándalos de corrupción. El nuevo rey, Felipe VI, no dispondrá del crédito que le dio la población a su decrépito padre hace 37 años.

Otro elemento favorable es la desaparición de la actividad armada de ETA y del fenómeno del terrorismo individual, que jugó durante décadas un papel pernicioso en mellar las extraordinarias luchas del pueblo vasco y en desviar la atención de las luchas obreras y populares del resto del Estado, dándole argumentos a la reacción para justificar un endurecimiento de la represión y atacar los derechos democráticos.

De hecho, la desaparición de ETA y de su actividad armada, y su sustitución por la lucha de masas, era la precondición básica para que la defensa de los derechos democrático-nacionales de Euskadi, Catalunya y Galicia – como el derecho de autodeterminación – pudieran encontrar un eco favorable creciente entre la clase obrera y la juventud del resto del Estado español, como está sucediendo.

Hacia un proceso constituyente republicano, socialista y federal

La abdicación de Juan Carlos y la entronización de Felipe es un intento de contener la crisis del régimen de 1978, sumido en el más amplio descrédito popular.

No es casual que la abdicación de Juan Carlos se produjera una semana después de las elecciones europeas del 25 de mayo, que han revelado el debilitamiento extremo de los partidos garantes del régimen y el fortalecimiento de las tendencias de izquierda en la sociedad, con un marcado carácter anticapitalista y antimonárquico. Todo ello ha hecho saltar las alarmas del viejo régimen.

La oligarquía económica de los bancos y grandes empresas, y las altas instituciones del Estado, han fracasado completamente en ofrecer un futuro a millones de trabajadores y ciudadanos. Al contrario, sólo ofrecen desempleo, pobreza creciente, salarios bajos, empleo precario, emigración, el desmantelamiento de los servicios sociales, impunidad y enriquecimiento para los poderosos, y el incremento de la represión policial y judicial contra los trabajadores y la juventud que luchan. Es la hora de que el pueblo alce la voz y tome su destino en sus manos. Las movilizaciones extraordinarias de los últimos 3 años nos dejan una lección clara: con un movimiento de masas sí se puede.

La corriente Lucha de Clases apoya la apertura de un nuevo proceso constituyente para superar el Estado monárquico actual, sustentado en un aparato burocrático procedente, sin apenas cambios, del franquismo. Defendemos una República basada en las conquistas y derechos democráticos más avanzados, que incluya el derecho de autodeterminación de las nacionalidades históricas, pues la única unión que nos interesa es la unión voluntaria de los pueblos que conforman el Estado español.

Sin embargo, consideramos imposible avanzar hacia este modelo de Estado sin transformar paralelamente las estructuras económicas del sistema capitalista, de donde se sustentan y nutren las fuerzas reaccionarias sociales y represivas que se oponen al avance, al progreso y al bienestar de la mayoría de la sociedad.

La soberanía popular no puede consistir en una serie de derechos políticos enumerados en un papel; sino que debe completarse con la propiedad colectiva, democráticamente gestionada, de las palancas fundamentales de la economía (la gran propiedad industrial, terrateniente, financiera y comercial) y de los recursos naturales de nuestros territorios, para planificarlos democráticamente a fin de ponerlos al servicio del bienestar general y dar plena satisfacción a las acuciantes necesidades sociales.

Por lo tanto, debemos vincular la lucha por la República con la expropiación de esas palancas fundamentales y arrancarlas de las 200 familias que las poseen.

En definitiva, vinculamos la lucha por una República democrática y avanzada de los pueblos ibéricos, federados en pie de igualdad, a la lucha por la transformación socialista de la sociedad. Nuestra alternativa se resume en la consigna de República Socialista Federal.

«La vida enseña» como le gustaba repetir a Lenin. La profundidad de la crisis orgánica del sistema capitalista a nivel internacional mostrará cada vez más palpablemente a la clase obrera que bajo el capitalismo no hay salida; y la necesidad de expropiar a los capitalistas para organizar una nueva sociedad en base a los intereses de la inmensa mayoría que somos los trabajadores y nuestras familias.

Los trabajadores españoles, una vez despejadas las nieblas de la inercia social en este nuevo período que ahora comienza, recuperarán sus tradiciones revolucionarías y el movimiento obrero en nuestro país, y a escala internacional, hará realidad la tarea que la historia le ha confiado: la sociedad socialista.

Puedes enviarnos tus comentarios y opiniones sobre este u otro artículo a: [email protected]

Para conocer más de la OCR, entra en este enlace

Si puedes hacer una donación para ayudarnos a mantener nuestra actividad pulsa aquí