La “Transición”: un fraude social y democrático
Publicamos una de las Aportaciones al debate político presentadas a la 2ª Asamblea Ciudadana Estatal de PODEMOS, que se celebrará el fin de semana del 11-12 de febrero en Madrid, y que ha sido elaborada por un grupo de compañeros de Podemos que integran el círculo sectorial Podemos Socialismo y en el que también participan compañeros de Lucha de Clases. Esta aportación desmonta la leyenda del factor «miedo» que existía en la clase trabajadora y demás sectores populares, que habría hecho inevitable el pacto entre los sucesores del franquismo y las direcciones de la izquierda en aquel entonces para generar el régimen del 78 que padecemos. Esta Aportación es actualmente la que más apoyo está recibiendo en esta Asamblea, en el apartado de Memoria Histórica.
La actual crisis económica, social y política en el Estado español –que es parte de la crisis orgánica global del sistema capitalista– ha conducido a una crisis del régimen surgido de la Constitución de 1978. Éste, a su vez, fue el resultado del período conocido como La Transición, iniciado tras la muerte del dictador Franco en noviembre de 1975.
No es casual que una capa cada vez más amplia de la población, particularmente de la joven generación, esté tratando de indagar, estudiar y revisar críticamente aquel período de nuestra historia.
No sorprende que los sectores más anti-Podemos, y más derechistas e integrados al régimen en el PSOE –Felipe González y las viejas momias del partido– y en PCE-IU den el visto bueno a lo sucedido en La Transición, por su responsabilidad personal en la misma. Pero llama la atención que sean los herederos del Franquismo, como el Partido Popular –fundado por 7 ministros franquistas– quienes aparezcan como los máximos adalides de este período de nuestra historia reciente y de la Constitución de 1978.
Hay algo que no cuadra en la “modélica” Transición que nos han contado, cuando quienes celebran con más entusiasmo lo ocurrido en aquellos años, son los que nunca condenaron el alzamiento fascista de Franco ni los crímenes de la dictadura.
Es imposible encarar con éxito una transformación profunda de nuestro país, a través de un proceso constituyente político, económico y social, sin un conocimiento preciso de nuestro pasado reciente. Es imposible ajustar cuentas con el presente injusto, sin ajustar cuentas antes con nuestro propio pasado. Un pueblo que no aprende de la Historia, está condenado a repetirla.
Contenido
La necesidad de revisar críticamente la Transición
Nuestra organización está en lo correcto al exigir una revisión de la “versión oficial” de aquel proceso histórico. Nuestros principales referentes han insistido repetidas veces, y con razón, en que la conquista de las libertades democráticas fue obra de las luchas de la clase trabajadora, de las mujeres, del pueblo, de los estudiantes, de las demandas por los derechos democrático-nacionales en Cataluña, el País Vasco y Galicia. Esas libertades no las trajeron personalidades como el rey Juan Carlos o el ex presidente del gobierno Adolfo Suárez. No hay nada más patético que pintar como héroes de la democracia a quienes fueron aupados a las máximas responsabilidades del gobierno desde la propia dictadura franquista. Juan Carlos fue nombrado sucesor de Franco por el mismo dictador en 1969, y juró los principios del “glorioso” Movimiento Nacional (la declaración de principios fascista que dio inicio al golpe militar de Franco) en su toma de posesión como rey el 22 de noviembre de 1975. Adolfo Suárez, antes de ser nombrado a dedo por Juan Carlos como presidente del gobierno en julio de 1976, había sido secretario nacional del Movimiento Nacional, el partido único del régimen franquista. En ningún momento, ni Juan Carlos ni Suárez emitieron una sola queja, una sola crítica, en los años previos a la muerte del dictador, por la falta de libertades en nuestro país. Ninguna protesta hubo de estas personas por las torturas en las comisarías, por los obreros asesinados por la policía en las huelgas ilegales, ni por las condenas a muerte de los últimos gobiernos del dictador.
Hay una parte particularmente enojosa de la versión “oficial” de la Transición que ha permeado los discursos de las direcciones de la izquierda a lo largo de estos 40 años, y que se sigue repitiendo con machacona intensidad: que «no se pudo conseguir más», «hubo que aceptar la monarquía», «hubo que pactar la amnistía de los crímenes del franquismo», «hubo que dejar tranquilos a los grandes empresarios que apoyaron la dictadura», «no se pudo depurar el aparato del Estado de torturadores y de colaboradores con la dictadura», «hubo que pactar la Constitución de 1978 porque ‘había miedo’ en la mayoría de la población, miedo a la continuidad de la dictadura y a un nuevo golpe militar». Dentro de la izquierda y del llamado “campo popular” hay incluso quienes hablan de que la Constitución de 1978 fue un “contrato social” entre la clase dominante y su aparato de Estado salido de la dictadura con la izquierda, la clase trabajadora y el pueblo en general, dejándole a aquéllos su puesto de mando, a cambio de un sistema de libertades democráticas formales, semejante a los de Europa occidental.
¿Quién tenía verdadero miedo en la Transición?
Debemos discrepar con esta visión interesada. Si realmente “había miedo” en la mayoría de la población ¿qué necesidad tenía el bando franquista de hacer concesiones democráticas relevantes? ¿No sería más verosímil concluir que si el sector decisivo del régimen franquista se vio obligado a hacer concesiones democráticas fue porque el miedo estaba realmente en su bando?
Presentamos unos pocos datos que avalan esta posición. Uno de los hechos más significativos de la lucha contra la dictadura fue el papel de la clase obrera, que ya representaba en aquella época el 70% de la población activa. Desde inicios de la década de los años 60, los trabajadores españoles dieron lugar a un movimiento huelguístico que no tenía precedentes en la historia bajo un régimen de dictadura. En la curva ascendente de la lucha huelguística podemos ver el proceso de la toma de conciencia de los trabajadores: en el trienio 1964/66 hubo 171.000 jornadas de trabajo perdidas en conflictos laborales; en 1967/69: 345.000; en 1970/72: 846.000 y en 1973/75: 1.548.000. Posteriormente, después de la muerte de Franco, el movimiento huelguístico adquiere unas dimensiones insólitas: desde 1976 hasta mediados de 1978 se perdieron nada menos que 13.240.000 jornadas en conflictos laborales.
La principal fuerza impulsora de estas luchas fue CCOO, dirigida por el PCE. En 1975, CCOO había copado desde dentro del sindicato franquista (el llamado Sindicato Vertical) la representación mayoritaria de los trabajadores en las grandes empresas. Los convenios laborales del régimen franquista eran rotos por la acción directa de los trabajadores quienes elegían a sus propios representantes a través de lo que se llamaban “Comisiones Representativas” ¡Y todo esto en una situación de dictadura!
En paralelo, en 1975-1977 se crearon cientos de Asociaciones de Vecinos a lo largo de toda España, que eran organizaciones populares de masas en los barrios obreros y pueblos, con decenas de miles de participantes, que luchaban contra las deficientes condiciones e infraestructuras de las barriadas populares.
Todas las superestructuras sobre las que descansaba el viejo régimen –entre ellas el ejército y la Iglesia– estaban en crisis y fracturadas. Un ejemplo de esto fue la creación en agosto de 1974, de manera clandestina, de la Unión Militar Democrática (UMD), por decenas de oficiales y suboficiales del ejército español contrarios a la dictadura franquista. En el momento de su desarticulación (julio de 1975) llegaron a tener 200 miembros, entre oficiales y suboficiales, con ramificaciones hasta en la Guardia Civil. Y si éste era el ambiente en sectores de la oficialidad, podemos imaginarnos el ambiente que había en la tropa.
En la Iglesia Católica, un número creciente de clérigos de base simpatizaban abiertamente con las luchas obreras y movimientos de izquierdas, dejando los salones parroquiales para todo tipo de reuniones clandestinas. La Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC) y la Juventud Obrera Católica (JOC), diseñadas por la Iglesia para propagar la religión en los barrios obreros, giraron a la izquierda en sus planteamientos hasta el punto de considerar el “socialismo” como el verdadero ideal cristiano.
Lo cierto y verdad es que cada vez que los sectores “ultras” del franquismo se movieron en dirección a la represión sangrienta (Vitoria en marzo de 1976, Montejurra en mayo de 1976, los crímenes de los abogados laboralistas en la calle Atocha de Madrid en enero de 1977, la Semana por la Amnistía en Euskadi en mayo de 1977…), lo que provocaron fue una radicalización y una respuesta de tipo insurreccional entre la clase obrera y la juventud, y fue esto –y no otra cosa– lo que dio lugar a la lucha interna dentro de la burocracia franquista en la que se impuso el sector “reformista” de la misma. Es significativo que los sindicatos obreros y los partidos de izquierdas fueran legalizados por el pánico del gobierno de Suárez y de los grandes empresarios a un estallido popular tras los crímenes de Atocha.
En realidad, en la España de 1975-1977 se estaba incubando una crisis revolucionaria similar a la que se dio un par de años antes en Grecia y Portugal. Un intento de golpe militar en esos años hubiera provocado un estallido revolucionario. Los intentos de un sector del aparato franquista de impulsar esta vía, por su miedo al alcance de la protesta social, simplemente reflejaba su pérdida de contacto con la realidad, por eso fueron desplazados.
Un personaje destacado del franquismo, como José María de Areilza expresaba así en su Diario el ambiente en el régimen: “O acabamos en golpe de Estado de la derecha. O la marea revolucionaria acaba con todo» (Memorias de la Transición, El País, pág. 81).
El papel de la direcciones de la izquierda
Debemos decirlo claramente: no fue la fortaleza de la reacción, sino la debilidad y la traición política de las direcciones de la izquierda (PCE y PSOE) las responsables de que la lucha de masas contra el régimen franquista no culminara en una transformación radical de la sociedad española en líneas socialistas democráticas.
Esta apreciación no es solamente nuestra. El periódico oficial del capital financiero británico, Financial Times, declaraba en un artículo en diciembre de 1978:
«El apoyo del PCE, tanto a la primera como a la segunda administración Suárez, ha sido abierto y sincero. El señor Carrillo fue el primer líder que dio su apoyo a los Pactos de la Moncloa, e inevitablemente el PCE ha apoyado al Gobierno en el Parlamento.
«Pero, como partido que controla la central sindical mayoritaria CCOO y el partido político mejor organizado en España, su apoyo durante algunos momentos más tensos de la Transición ha sido crucial. La moderación activa de los comunistas, durante y después de la masacre de los trabajadores de Vitoria en marzo de 1976, el ametrallamiento de cinco abogados comunistas en enero de 1977, y la huelga general vasca en mayo de 1977, por poner sólo tres ejemplos, fue probablemente decisiva para evitar que España cayera en un abismo de conflictividad civil importante y permitir la continuación de la reforma».
El régimen y la monarquía carecían de autoridad. Los grandes empresarios, temerosos de un estallido revolucionario, evadían capitales y divisas masivamente a Suiza, lo que provocó numerosos cierres de fábricas y una subida galopante del paro. Si los dirigentes del PCE y del PSOE hubieran llamado a organizar una Asamblea Constituyente desde abajo, que eligiera un gobierno alternativo al oficial –heredero del régimen franquista amasado con la sangre, la cárcel y la represión del pueblo trabajador durante 40 años– eso hubiera tenido un apoyo masivo. Las bases para convocar esa Asamblea Constituyente eran las Comisiones Representativas de las empresas y las Asociaciones de Vecinos, ya presentes. Lo que hacía falta era extenderlas al conjunto de las empresas y de las ciudades y pueblos del país. Una Asamblea Constituyente de delegados elegidos en dichos organismos de base hubiera sido un millón de veces más representativa que el parlamento surgido de las elecciones semidemocráticas de junio de 1977. En éstas, se impidió votar a los jóvenes de entre 18 y 21 años, y a los emigrantes españoles –que eran votos mayoritarios para la izquierda– y se dio un peso desmedido a la representación de las provincias más despobladas para diluir el peso de las grandes ciudades donde se concentraba la clase obrera.
Un gobierno de “los de abajo”, de la clase trabajadora, de los sectores progresistas de la clase media, de la juventud, de las nacionalidades históricas, habría sido seguido por millones. Con la potencia demostrada por el movimiento obrero entonces, una huelga general indefinida bien preparada y organizada, inundando las calles con millones de trabajadores, habría paralizado cualquier intentona golpista o de represión popular. Las fuerzas represivas se habrían partido por la mitad, con un sector decisivo en la base de la policía y del ejército pasándose al lado del pueblo. Una transición relativamente pacífica podría haber tenido lugar, con la nacionalización de las palancas fundamentales de la economía a través de organismos populares democráticos de base, y con la proclamación de una república democrática con las máximas libertades, incluido el derecho de autodeterminación para las nacionalidades históricas, que abrumadoramente habrían elegido permanecer en una república federal, socialista y democrática.
Lamentablemente, los dirigentes de la izquierda carecían de confianza en la clase trabajadora y demás sectores populares en lucha. Particular responsabilidad le cabe a los dirigentes del PCE que en aquel momento tenían una posición hegemónica en el movimiento obrero, las Asociaciones de Vecinos y la juventud. Ya en 1956, la dirección del PCE había proclamado la “Reconciliación Nacional” y buscaba un acuerdo “democrático” con los herederos del franquismo. El PSOE, todavía en 1976, aprobó una resolución política en su 27º Congreso que recogía la «superación del modo de producción capitalista mediante la toma del poder político y económico y la socialización de los medios de producción, distribución y cambio por la clase trabajadora». Sin embargo, muy pronto siguió la estela de la dirección del PCE de buscar un acuerdo pactado con el viejo régimen. PCE y PSOE circunscribieron su objetivo político a un régimen democrático formal que dejaba intacto el poder económico y el aparato del Estado del franquismo, traicionando las expectativas socialistas de millones que, correctamente, vinculaban el franquismo con el propio régimen capitalista. Además, se dedicaron a alabar y lavarle la cara al Rey, a Suárez y a decenas de antiguos cargos franquistas reconvertidos en “demócratas de toda la vida”.
Lo más grave fue que los dirigentes del PCE y del PSOE no utilizaron la fuerza descomunal desplegada por millones de trabajadores, mujeres, jóvenes, profesionales, pequeños propietarios empobrecidos, e intelectuales progresistas, no ya para asegurar un régimen socialista democrático, sino tan siquiera una democracia avanzada: se mantuvo la monarquía heredada del franquismo con su odiada bandera, se mantuvo intacto el aparato franquista con sus miles de fascistas, torturadores y asesinos, se aceptó la “unidad indisoluble” de España bajo la vigilancia del ejército franquista, etc. Los dirigentes obreros y de la izquierda también avalaron todo tipo de “pactos sociales” y económicos (como los Pactos de la Moncloa) que cargaban todo el peso de la crisis capitalista de aquellos años sobre los hombros de las familias obreras. Todo esto condujo a un reflujo de la movilización social y a una profunda decepción y desmoralización política que duró décadas. La Constitución de 1978 no fue ningún “contrato social” suscrito amigablemente entre dos partes de la sociedad, sino el fruto de una traición política a las expectativas de un cambio revolucionario de una mayoría social. Fueron las direcciones de la izquierda, fundamentalmente del PCE, las inventoras del cuento de “viene el lobo” del peligro de golpe militar si las demandas populares iban demasiado lejos, que fue utilizado para contener y frustrar el proceso revolucionario que estaba incubándose en el seno de la sociedad española.
Conclusiones
Está claro que el régimen actual y su Constitución son incapaces de encarar las transformaciones básicas para satisfacer las necesidades sociales y democráticas de la mayoría de la población. Podemos debe señalar las tareas democráticas inconclusas que exigen una resolución: la depuración del aparato del Estado de personas vinculadas directamente con la dictadura, la completa separación de la Iglesia del Estado, la elección del Jefe del Estado por el pueblo – República – y de los jueces por la población, así como el “derecho a decidir” de las nacionalidades históricas.
Aparte, los derechos formales al trabajo, a la vivienda, a la educación o la atención sanitaria, son papel mojado cuando se los deja en manos de los empresarios o se apela a la falta de recursos del Estado para garantizarlos en cantidad y calidad, como lo establece el artículo 135. Por tanto, no puede haber plena soberanía popular ni garantía de los derechos sociales, sin la soberanía de la población sobre las palancas principales de la economía: la banca, las grandes empresas y los latifundios. Un proceso constituyente genuino debe vincular la lucha por una república democrática avanzada con la propiedad socialista, gestionada democráticamente por la población, de dichas palancas fundamentales de la economía.
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