Marx sobre la rebelión India de 1857, la violencia de los oprimidos y la hipocresía imperialista

El siguiente artículo de Carlos Marx, publicado en el New York Daily Tribune en 1857, comenta la rebelión india que estalló contra la Compañía Británica de las Indias Orientales ese mismo año. En unas breves líneas, Marx denuncia la hipocresía de la respetable sociedad inglesa, horrorizada ante la violencia de los rebeldes, producto de décadas de opresión. Sus palabras tienen gran relevancia hoy, dados los acontecimientos en Israel-Palestina.

En el transcurso de la revuelta, que duró más de un año, los rebeldes respondieron a la brutalidad del colonialismo británico matando a 6.000 soldados y civiles, entre ellos mujeres y niños. Este derramamiento de sangre fue vengado con creces por los británicos, que dejaron 800.000 indios muertos, incluidos tanto los muertos en la rebelión como en las hambrunas y epidemias que siguieron.

Como señala Marx, no sólo la crueldad del gobierno británico provocó la sangrienta represalia de los rebeldes, sino que las clases dominantes de Gran Bretaña y Europa fueron culpables de atrocidades mucho peores a lo largo de su historia. «John Bull debe estar empapado de gritos de venganza hasta las orejas», escribe, «para hacerle olvidar que su Gobierno es responsable de la maldad urdida y de las dimensiones colosales que se le ha permitido asumir».

Esta misma afirmación podría aplicarse directamente al reaccionario gobierno israelí de hoy (junto con sus benefactores imperialistas), que durante décadas oprimió, asesinó y humilló a los palestinos, negándoles sus derechos básicos, y preparó una violenta reacción.

Marx también señala las exageraciones y mentiras descaradas que circularon en la prensa londinense (es decir, la propaganda de la clase dominante británica) sobre los «horrores» de la rebelión, con la intención de azuzar a la población en un frenesí furioso y unirla en torno a una respuesta vengativa. Ahora, Israel asedia y bombardea la Franja de Gaza con ataques aéreos, con el pleno apoyo y connivencia de Occidente, mientras la prensa abunda en todo tipo de detalles escabrosos de la brutalidad de Hamás (real e inventada), y aplaude activamente la venganza asesina e indiscriminada de Israel.

Reproducimos íntegramente el artículo de Marx e invitamos a todos nuestros lectores a sacar sus propias conclusiones acerca de los paralelismos con la actualidad.

La rebelión India

Los atropellos cometidos por los cipayos sublevados en la India son, por cierto, espantosos, horribles, indecibles, como sólo puede esperarse en guerras revolucionarias de nacionalidades, razas, y sobre todo de religión; en una palabra, tales como los que la respetable Inglaterra acostumbraba aplaudir cuando los cometían los vendeanos contra los «azules», los guerrilleros españoles contra los infieles franceses, los servios contra sus vecinos alemanes y húngaros, los croatas contra los rebeldes vieneses, la Garde Mobile de Cavaignac o los decembristas de Bonaparte contra los hijos e hijas de la Francia proletaria.

Por infame que sea la conducta de los cipayos, no es más que el reflejo, en forma concentrada, de la propia conducta de Inglaterra en la India.

Por infame que sea la conducta de los cipayos, no es más que el reflejo, en forma concentrada, de la propia conducta de Inglaterra en la India, no sólo en la época de la fundación de su Imperio oriental, sino también en los últimos diez años de una dominación hace tiempo establecida. Para caracterizar esa dominación basta decir que la tortura era una institución orgánica de su política financiera. En la historia de la humanidad existe algo así como la justicia retributiva; y es norma de ésta que no sea el ofendido, sino el ofensor, quien fragüe su instrumento.

El primer golpe asestado por la monarquía francesa no provino de los campesinos, sino de la nobleza; la rebelión india no la iniciaron los ryots [campesinos], torturados, inflamados y despojados por los ingleses, sino los cipayos, vestidos, alimentados, mimados, engordados y regalados por ellos. Para buscar semejanzas con las atrocidades de los cipayos no es necesario, como lo pretenden algunos diarios londinenses, retroceder a la Edad Media, ni siquiera ir más allá de la historia contemporánea de Inglaterra. Lo único que hace falta es estudiar la primera guerra china, un acontecimiento, por así decirlo, de ayer. La soldadesca inglesa cometió entonces enormidades por simple diversión; sus pasiones no estuvieron santificadas por el fanatismo religioso, ni exacerbadas por el odio contra una raza altiva y conquistadora, ni provocadas por la firme resistencia de un enemigo heroico. Las violaciones de mujeres, el empalamiento de niños, el incendio de aldeas enteras, fueron entonces simples deportes extravagantes, arbitrados, no por mandarines, sino por los propios oficiales británicos.

Aun ante la presente catástrofe sería un flagrante error suponer que toda la crueldad está del lado de los cipayos, y que toda la crema de la bondad humana fluye del bando de los ingleses. Las cartas de los oficiales británicos destilan malignidad. Un oficial que escribe desde Peshawar hace una descripción del desarme del regimiento 10 de caballería irregular, por no haber cargado contra el 55 regimiento de infantería nativa cuando se le ordenó. Se regocija del hecho de que, no sólo fueron desarmados, sino despojados de sus botas y chaquetas, y después de recibir 12 peniques por persona, llevados a orillas del Indo y allí embarcados en botes, río abajo, donde el que escribe espera cantando que todos los hijos de su madre tengan una oportunidad de ahogarse en los rápidos. Otro escritor nos informa que por haber provocado, algunos habitantes de Peshawar, una alarma nocturna haciendo estallar pequeños petardos con motivo de un casamiento (una costumbre nacional), las personas comprometidas fueron amarradas a la mañana siguiente y «recibieron tal azotaina, que no lo olvidarán fácilmente».

De Pindy llegó la noticia de que tres jefes nativos estaban conspirando. Sir John Lawrence respondió con un mensaje en el cual ordenaba que un espía asistiera a la reunión. Sobre la base del informe del espía, sir John envió un segundo mensaje: «Ahórquenlos». Los jefes fueron ahorcados. Un funcionario del servicio civil escribe desde Allahabad:

«Tenemos en nuestras manos poder de vida y muerte, y les aseguro que no lo escatimamos».

Y dice otro, del mismo lugar:

«No pasa día sin que ahorquemos de diez a quince de ellos [no combatientes]».

Un alborozado funcionario escribe:

«Holmes los está colgando por docenas, como «un buen muchacho»‘.

Dice otro, aludiendo a la condena sumaria a la horca de gran número de nativos: «Entonces comenzó la diversión».

Y un tercero:

«Realizamos sesiones de corte marcial a caballo, y colgamos o fusilamos a todo negro que encontramos».

Nos informan de Benarés que treinta zamindares fueron ahorcados por la simple sospecha de simpatizar con sus compatriotas, y que con igual pretexto se han incendiado aldeas enteras. Un oficial de Benarés dice, en una carta que reproduce The London Times:

«Las tropas europeas se convierten en furias cuando luchan contra los nativos».

Los relatos reales de Delhi revelan que la imaginación de un clérigo inglés es capaz de engendrar horrores más enormes que la fantasía más alocada de un hindú sedicioso.

Y además no debe olvidarse que mientras se comentan las crueldades de los ingleses como actos de vigor marcial, relatados con sencillez, rápidamente, sin demorarse en detalles desagradables, los ultrajes de los nativos, chocantes de por sí, son exagerados en forma deliberada. Por ejemplo, el relato minucioso que apareció primero en The Times y después recorrió toda la prensa londinense, sobre las atrocidades cometidas en Delhi y Meerut, ¿de dónde procedía? De un clérigo cobarde que residía en Bangalore, Mysore, a más de mil quinientos kilómetros, en línea recta, de la escena de los hechos. Los relatos reales de Delhi revelan que la imaginación de un clérigo inglés es capaz de engendrar horrores más enormes que la fantasía más alocada de un hindú sedicioso. La amputación de narices, pechos, etc., en una palabra, las horribles mutilaciones que cometen los cipayos son, por supuesto, más repulsivas para los sentimientos europeos que el bombardeo de viviendas en Cantón por un secretario de la Sociedad de la Paz de Manchester, o que quemar vivos a árabes encerrados en una cueva por un mariscal francés, o que desollar en vida a soldados británicos, con el «gato de nueve colas», por resolución de un consejo de guerra de campaña, o que cualquier otro de los métodos filantrópicos que se emplean en las colonias penales británicas. La crueldad, como cualquier otra cosa, tiene sus modas, que varían según el tiempo y el lugar. César, el cabal erudito, narra con franqueza cómo ordenó que se les cortara la mano derecha a muchos miles de guerreros galos. Napoleón se habría avergonzado de hacer tal cosa. Prefirió enviar sus propios regimientos franceses, sospechosos de sentimientos republicanos, a Santo Domingo, para que allí los mataran los negros y la peste.

Las infamantes mutilaciones realizadas por los cipayos recuerdan una de las prácticas del Imperio cristiano de Bizancio, o las prescripciones de la legislación criminal del emperador Carlos V, o los castigos ingleses por alta traición, como lo registra el juez Blackstone. A los hindúes, cuya religión los ha convertido en virtuosos en el arte de la autotortura, estos tormentos infligidos a enemigos de su raza y credo les parecen completamente naturales, y más naturales aún deben de parecerles a los ingleses, que unos pocos años antes solían obtener rentas de los festivales de Juggernaut con lo cual protegían y ayudaban los sangrientos ritos de una religión de crueldad.

Los bramidos frenéticos del «sanguinario Times», como Cobbett acostumbra a llamarlo; su papel de personaje enfurecido de una ópera de Mozart, que en medio de la melodía más armoniosa acaricia la idea de ahorcar primero a su enemigo, luego asarlo, luego descuartizarlo, luego empalarlo y luego desollarlo vivo; su desgarrar la pasión de la venganza hasta convertirla en harapos: todo esto parecería apenas estúpido, si bajo el patetismo de la tragedia no se advirtieran con claridad los ardides de la comedia. The London Times se extralimita en su papel, y no sólo por pánico. Proporciona a la comedia un tema que ni Molière encontró: el Tartufo de la Venganza. Sólo desea poner al día la caja y proteger al gobierno. Puesto que Delhi no cayó, como las murallas de Jericó, ante simples ráfagas de aire, hay que ensordecer a John Bull con gritos de venganza, para hacerle olvidar que su gobierno es responsable del daño incubado y de las colosales dimensiones que se le permitió alcanzar.

Londres, 4 de septiembre de 1857.

Publicado en el New-York Daily Tribune, núm. 5.119, del 16 de septiembre de 1857.

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