2014 y los fantasmas de 1914
En los albores del Año Nuevo están despertándose los recuerdos de otro Año Nuevo –hace exactamente un siglo, el amanecer de 1914–, cuando millones de personas fueron a la deriva hacia el abismo como si se hubiera tratado de un sueño.
En ese día de Año Nuevo, pocas personas se imaginaban lo que estaba por venir. Habían pasado cien años desde la batalla de Waterloo y el recuerdo de la guerra se había desvanecido, por lo menos en Gran Bretaña. La guerra en Sudáfrica había sido una mera escaramuza y había terminado en victoria. El Imperio en el que el sol nunca se ponía parecía seguro de su supremacía en todo el mundo.
Al otro lado del Canal, es cierto, las cosas no eran exactamente las mismas. Los recuerdos de la guerra franco-prusiana y la ocupación alemana de Alsacia-Lorena aún permanecían. El Estado Mayor ansiaba venganza, pero en las calles de Montmartre los cafés estaban bulliciosos y la guerra no parecía una posibilidad inminente.
Durante la mayor parte del siglo XIX, la Biblia de la burguesía fue el liberalismo, la expresión política de una creencia firme de que el surgimiento del capitalismo era una garantía de progreso humano. La mayor parte de los países de Europa Occidental habían pasado por un período de prosperidad económica que parecía que iba a durar para siempre. La nueva tecnología (el teléfono, el barco de vapor, el ferrocarril…) había desempeñado un papel mucho más revolucionario en unir el mundo que el de Internet en nuestros días.
La paz y la prosperidad eran consideradas como el estado normal de las cosas: «Hoy mejor que ayer, pero peor que mañana». Muchos creían que las economías de Europa estaban tan integradas que la guerra era imposible. El rápido desarrollo de la ciencia y de la tecnología era la prueba del progreso constante, una garantía indestructible de la superioridad de la civilización occidental. Sin embargo, en agosto de 1914, ese hermoso sueño terminó en una horrible pesadilla. La razón se convirtió en sinrazón. Europa y el mundo entero se sumieron en una danza macabra de la muerte.
De la noche a la mañana todo se convirtió en su contrario. La tecnología moderna, de ser un potente agente de progreso, se transformó en un medio de producción de los medios más diabólicos de destrucción masiva, creando un caos sin precedentes a una escala aterradora. En lugar del libre comercio, se erigieron barreras proteccionistas por todas partes. El lugar del liberalismo y de la democracia lo ocuparon el militarismo, la censura, y la dictadura de una forma abierta o encubierta. Al menos nueve millones de personas perdieron la vida en la Gran Masacre.
Contenido
Las causas de la guerra
La conclusión que se extrae con frecuencia es que las guerras y los conflictos son un resultado inevitable de la agresividad natural de la especie humana (o de los hombres, si hemos de creer a algunas feministas). En realidad, se trata de una explicación que no explica nada. Si los seres humanos somos naturalmente agresivos, ¿por qué no estamos siempre en estado de guerra? ¿Por qué la sociedad simplemente no se despedaza a sí misma?
En realidad, el estallido periódico de las guerras es una expresión de las tensiones que surgen en la sociedad de clases, la cual puede llegar a un punto crítico en el que sólo puede resolver las contradicciones por medios violentos. Esta idea ya fue explicada por Clausewitz en su célebre máxima: «La guerra es sólo la continuación de la política por otros medios». Para explicar las causas de la Primera Guerra Mundial (de la que vamos a tratar en detalle en futuros artículos), hace falta el método científico del análisis marxista.
En última instancia, la guerra fue el producto del surgimiento tardío de Alemania, que había tomado el camino capitalista después de Gran Bretaña y Francia. Esto creó nuevas e insoportables contradicciones. Alemania se vio acorralada y estrangulada por sus poderosos rivales que disfrutaban de las ventajas del Imperio. Habiendo conseguido una fácil victoria sobre Francia en 1871, la camarilla gobernante en Berlín estaba buscando una excusa para una guerra que le permitiera dominar Europa y apoderarse de territorios, mercados y colonias.
¿Significa esto que Alemania fue responsable de la guerra? La idea de que se puede echar la culpa de la guerra a una nación en particular es falsa y superficial, como lo es buscar culpables sobre la base de «quién disparó el primer tiro». El ejército alemán invadió Bélgica y esto fue, sin duda, una experiencia terrible para el pueblo belga. Pero mucho más terrible fue el sufrimiento de millones de esclavos coloniales en el Congo, que estaba bajo el dominio de la «pobrecita Bélgica».
Los imperialistas franceses querían recuperar Alsacia y Lorena, tomadas por Alemania en 1871. Pero también querían aprovecharse para tomar Renania y someter al pueblo alemán a la opresión y al saqueo, como vimos más tarde en el Tratado de Versalles. Los imperialistas británicos estaban luchando en una «guerra defensiva» –es decir, una guerra para defender su posición privilegiada como los ladrones imperialistas más importantes del mundo, manteniendo innumerables millones de indios y africanos en estado de esclavitud colonial. Los mismos cálculos cínicos pueden aplicarse en el caso de cada una de las naciones beligerantes, desde la más grande a la más pequeña.
Mirando hacia atrás, con la sabiduría de la retrospectiva, no es difícil entender las razones de la catástrofe de 1914. Hubo muchos otros factores, tales como el conflicto entre Rusia y Austria-Hungría por el dominio de los Balcanes y las ambiciones del zarismo por arrebatar Constantinopla al moribundo Imperio Otomano. La sangrienta barbarie de las Guerras de los Balcanes de 1912-1913 fue una advertencia, y en varias ocasiones las grandes potencias casi llegaron a las manos antes de 1914.
Sin embargo, a pesar de todas las señales de advertencia, mucha gente creía que la guerra no iba a suceder. Gran Bretaña y Alemania eran los principales socios comerciales de la una con la otra después de los EE.UU. ¿Cómo iban a luchar entre sí? Incluso ahora, cien años más tarde, algunos académicos eruditos (¡Dios nos libre de los académicos eruditos!) argumentan que la Gran Guerra no fue en absoluto necesaria, que se podía haber encontrado una solución diplomática y que la humanidad podía haber evitado una gran cantidad de molestias innecesarias y vivir felices para siempre.
Cien años después de la Gran Masacre, es costumbre, no sólo para nuestros amigos académicos eruditos o para los pacifistas sentimentales, sino también para los políticos burgueses, llorar océanos de lágrimas de cocodrilo por la «futilidad de la guerra», la pérdida inútil de vidas, etc. Tenemos que «aprender de la historia», nos informan, de modo que nunca se repita. El hecho de que cada día miles de personas siguen siendo sacrificadas en guerras parece escapar a su atención. Al menos cinco millones de personas han muerto en el Congo, lo que muestra cuánta razón tenía Hegel cuando escribió que la única lección que se puede sacar de la historia es que nadie ha aprendido nunca nada de ella.
¡Si la dirección de los asuntos mundiales pudiera ser retirada de las manos incompetentes de políticos, banqueros y generales y le fuera entregada a las damas y caballeros eruditos e infinitamente sabios de las universidades! ¡Si el mundo pudiera ser gobernado por la suave mano de la Razón! ¡Qué lugar tan feliz sería! Por desgracia, todo el rumbo de la historia humana durante al menos diez mil años ha demostrado que los asuntos de la humanidad nunca se han regido por la Razón. Eso ya fue señalado por Hegel, el cual a menudo estuvo cerca de la verdad a pesar de sus prejuicios idealistas, como por ejemplo cuando escribió que son los intereses y no la razón lo que rige la vida de las naciones.
¿Por qué no ha habido otra guerra mundial en los últimos tiempos?
¿Es posible establecer paralelismos útiles entre la situación que existía en el año 1914 y hoy en día? Las analogías históricas pueden ser útiles dentro de ciertos límites, pero siempre es necesario tener estos límites firmemente en mente. La historia, sin lugar a dudas, se repite; pero nunca lo hace de la misma manera.
El paralelo más importante es que hoy las contradicciones del capitalismo han surgido una vez más de una manera explosiva a escala mundial. Un largo período de expansión capitalista –que tiene algunas similitudes llamativas con el período que precedió a la Primera Guerra Mundial– llegó a un final dramático en 2008. Ahora estamos en los últimos estertores de la crisis económica más grave de toda la historia de 200 años de capitalismo.
Contrariamente a las teorías de los economistas burgueses, la globalización no abolió las contradicciones fundamentales del capitalismo. Sólo las reprodujo a una escala mucho mayor que nunca: la globalización ahora se manifiesta como una crisis global del capitalismo. La causa fundamental de la crisis es exactamente la misma que en 1914: la rebelión de las fuerzas productivas contra los dos obstáculos fundamentales que impiden el progreso humano, la propiedad privada de los medios de producción y el Estado nacional.
Un ex-marxista como Eric Hobsbawm creía que la globalización pondría fin a los conflictos nacionales. El revisionista Karl Kautsky dijo exactamente lo mismo hace cien años. La Primera Guerra Mundial demostró la falsedad de esa teoría. Y el estado de nuestro mundo en el año 2014 muestra la estupidez del neo-revisionismo de Hobsbawm. Cuánto más profundo fue Lenin, cuyo libro clásico El imperialismo, fase superior del capitalismo es tan reciente y relevante hoy como el día en que fue escrito.
Sin embargo, hay diferencias importantes. En dos ocasiones, los imperialistas trataron de resolver sus contradicciones mediante la guerra: en 1914 y en 1939. ¿Por qué esto no puede volver a ocurrir? De hecho, las contradicciones entre los imperialistas son ahora tan extremas que en el pasado ya les hubieran llevado a la guerra. La pregunta que debemos hacernos es: ¿por qué el mundo no está en guerra una vez más?
La respuesta está en el cambio experimentado en la correlación de fuerzas a escala mundial. No tendría ningún sentido que Alemania invadiera Bélgica o se apoderara de Alsacia-Lorena, por la sencilla razón de que Alemania ya controla el conjunto de Europa a través de su poderío económico. Todas las decisiones importantes son tomadas por Merkel y el Bundesbank, sin tener que disparar un solo tiro. ¿Quizás Francia podría comenzar una guerra de independencia nacional contra Alemania? Es suficiente plantear la pregunta para ver de inmediato lo absurda que es.
El hecho es que los viejos Estados pigmeos de Europa hace tiempo que dejaron de jugar un papel independiente en el mundo. Es por eso que la burguesía europea se vio obligada a formar la Unión Europea, en un esfuerzo por competir a escala mundial con los EE.UU., Rusia y ahora también con China. Pero una guerra entre Europa y cualquiera de los Estados antes mencionados está descartada completamente. Por encima de todo, Europa carece de ejército, marina y fuerza aérea. Tales ejércitos, que sí existen, se mantienen celosamente bajo el control de las diferentes clases dominantes, que, detrás de la fachada de la «unidad» de Europa, están luchando como gatos en un saco unas contra otras para defender sus «intereses nacionales».
Desde un punto de vista militar, ningún país puede oponerse a la fuerza militar colosal de los Estados Unidos. Pero ese poder también tiene límites. Hay evidentes contradicciones entre EE.UU., China y Japón en el Pacífico. En el pasado, esto habría llevado a la guerra. Pero China ya no es una nación débil, atrasada y semicolonial, que pueda ser invadida y reducida a la servidumbre colonial fácilmente. Es un poder económico y militar cada vez mayor, que está estirando sus músculos y haciendo valer sus intereses.
Los EE.UU. ya se han quemado los dedos de mala manera en Irak y Afganistán. Fue incapaz de intervenir en Siria. ¿Cómo podría incluso considerar una guerra con un país como China, cuando ni siquiera puede responder a las continuas provocaciones de Corea del Norte? La cuestión es muy concreta.
Guerra y revolución
Antes de 1914, las ilusiones de la burguesía eran compartidas por los dirigentes del movimiento obrero de Europa occidental. Los dirigentes socialdemócratas, mientras que hablaban sin convicción de las ideas del socialismo y de la lucha de clases, y hacían discursos que sonaban radicales e incluso revolucionarios en cada Primero de Mayo, en la práctica habían abandonado la perspectiva de la revolución socialista a favor del reformismo: la noción de que pacíficamente, gradualmente, sin dolor, podrían transformar el capitalismo en socialismo, en algún momento lejano en el futuro.
En un congreso internacional tras otro, los socialdemócratas –que incluían en ese momento a Lenin, Trotsky, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht– votaban resoluciones comprometiéndose con la Internacional para oponerse a cualquier intento de los imperialistas de lanzar una guerra, e incluso de aprovechar la situación para organizar una lucha revolucionaria contra el capitalismo y el imperialismo.
Para su vergüenza eterna, todos los dirigentes de la Segunda Internacional (con la excepción de los rusos, los serbios y los irlandeses) traicionaron a la clase obrera mediante el apoyo a «su» clase dominante por motivos «patrióticos». Como resultado, millones de trabajadores uniformados fueron condenados a muerte en los terrenos sangrientos y fangosos de Flandes. La consigna agrupadora de «trabajadores del mundo, uníos» parecía ser una triste ironía cuando los trabajadores alemanes, franceses, rusos y británicos empezaron a usar sus bayonetas y a dispararse unos a otros hasta la muerte por los intereses de sus amos. La situación parecía completamente desesperada. Sin embargo, la guerra imperialista terminó en revolución.
La Revolución Rusa ofreció a la humanidad una salida a la pesadilla de las guerras, la pobreza y el sufrimiento. Pero la ausencia de una dirección revolucionaria a escala internacional significó que esta posibilidad fuese abortada en un país tras otro. El resultado fue una nueva crisis y otra guerra imperialista todavía más terrible, que condujo a la muerte de 55 millones de personas y estuvo a punto de provocar el colapso de la civilización humana.
Dos guerras mundiales fueron pruebas suficientes de que el sistema capitalista había agotado por completo su potencial para el progreso. Pero Lenin señaló que, a menos que fuese derrocado por la clase obrera, el capitalismo siempre podría encontrar una manera de salir de la crisis económica más profunda. Lo que Lenin veía como una posibilidad teórica en 1920 realmente ocurrió después de 1945. Como resultado de una concatenación peculiar de circunstancias históricas, el sistema capitalista entró en un nuevo período de auge. La perspectiva de la revolución socialista, al menos en los países capitalistas desarrollados, fue pospuesta.
Al igual que en las dos décadas anteriores a 1914, la burguesía y sus apologistas estaban borrachos de ilusiones. E igual que entonces, los líderes del movimiento obrero se hicieron eco de estas ilusiones. Incluso más que entonces, hoy en día han abandonado toda pretensión de luchar por el socialismo y se han abrazado con entusiasmo «al mercado». Pero ahora la rueda ha dado una vuelta completa. En el año 2008, el fruto del éxito se volvió cenizas en sus bocas. Igual que en 1914, la historia les ha provocado un duro despertar.
Mucha gente de la izquierda se pregunta por qué, si hay una crisis tan profunda, las masas no se han sublevado. A aquellos que hacen este tipo de preguntas les remitimos a 1914. ¿Por qué esa crisis no condujo inmediatamente a un movimiento revolucionario? ¿Por qué los trabajadores acudieron con entusiasmo tras sus respectivas banderas? Aquí, generalizaciones formales lógicas y abstractas no proporcionarán ninguna respuesta. Sólo un conocimiento de la dialéctica puede arrojar luz sobre esta cuestión.
A diferencia de los idealistas, que piensan que la conciencia humana es el motor de todo progreso, el materialismo dialéctico explica que la conciencia humana es extremadamente conservadora. Los hombres y las mujeres siempre se aferran a lo que es familiar: la tradición, la costumbre y la rutina tienen un gran peso en el cerebro. El capitalismo engendra hábitos de obediencia de por vida, que se transfieren fácilmente de la escuela a la línea de producción de la fábrica, y de allí a los barracones.
La clase dominante tiene mil formas de moldear la conciencia: la escuela, el púlpito, los medios de comunicación y, sobre todo, esa fuerza invisible, pero poderosa, que llamamos opinión pública. Las masas siempre toman el camino de menor resistencia, hasta que los golpes de martillo de grandes acontecimientos las obligan a comenzar a cuestionar los valores, la moral, la religión y las creencias que han dado forma a su pensamiento durante toda su vida.
Este proceso lleva su tiempo. No es una línea recta, sino muy contradictoria. Los soldados que ondeaban banderas y cantaban canciones patrióticas en agosto y septiembre de 1914 fueron los mismos que enarbolaron la bandera roja y cantaron la Internacional tres o cuatro años más tarde. Un gran abismo separa los dos fenómenos –un abismo lleno de inmenso sufrimiento, horror y muerte–. Fue una lección dura, pero fue una lección bien aprendida.
Y hoy en día, ¿qué? No hay guerra, por lo menos no en el sentido de 1914. Pero desde el punto de vista de la historia, el año 2008 será percibido como un punto de inflexión tan grande como el de aquel entonces. El gran proceso de aprendizaje ha comenzado. ¿Parece demasiado lento? La historia prosigue de acuerdo con sus propias leyes y su propia velocidad, y no se la puede acelerar fruto de la impaciencia.
En 1806, Hegel, cuando estaba terminando su gran «viaje de descubrimiento» (su primera gran obra filosófica, La Fenomenología del espíritu), vio a Napoleón a caballo por las calles de Jena y exclamó: «¡He visto al Espíritu del Mundo sentado en un caballo!». La Biblia dice: «Tienen ojos y no ven». ¡Mira a tu alrededor! ¿No puedes ver ya las evidencias de un cambio en la situación? En las calles de Estambul y de Atenas, en São Paulo y en Madrid, en El Cairo y en Lisboa… las masas están empezando a moverse.
Hoy podemos decir que el Espíritu de un Nuevo Mundo está en marcha por todas partes, no en la forma de un héroe individual, sino en la forma de millones de héroes y heroínas anónimos que están sacando conclusiones poco a poco, y pasando a la acción para tomar su destino en sus manos.
Lenin dijo: «El capitalismo es horror sin fin». Las sangrientas convulsiones que se están extendiendo por todo el mundo demuestran que tenía razón. Moralistas de clase media llorarán y se lamentarán de estos horrores, pero no tienen idea de cuáles son sus causas, y mucho menos de cuál es la solución. Los pacifistas, los «verdes», las feministas, y otros, señalan los síntomas pero no la causa subyacente, la cual se encuentra en un sistema social enfermo que ha sobrevivido a su papel histórico.
Los horrores que vemos ante nosotros son sólo los síntomas externos de la agonía del capitalismo. Pero también son los dolores de parto de una nueva sociedad que está luchando por nacer. Nuestra tarea es la de acortar estos dolores de parto y apresurar el nacimiento de una sociedad nueva y auténticamente humana.
Alguien le dijo una vez a Durruti, el revolucionario español: «Te sentarás sobre un montón de ruinas si resultas victorioso». A lo que Durruti respondió: «Siempre hemos vivido en barrios bajos y agujeros, sabremos cómo apañarnos durante algún tiempo. Pero, no olvides, también sabemos construir. Somos nosotros quienes construimos estos palacios y ciudades, aquí en España, en América y en todas partes. Nosotros, los trabajadores, podemos construir otros en su lugar. Y mejores. No le tenemos miedo a las ruinas. Vamos a heredar la tierra. No hay la menor duda sobre eso. La burguesía puede destruir y arruinar su propio mundo antes de abandonar la escena de la historia. Nosotros llevamos un mundo nuevo, aquí, en nuestros corazones. Ese mundo crece minuto a minuto».
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