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Aportación al debate sobre la participación en las instituciones

«En nuestros días todo el mundo sabe que dondequiera que hay una conmoción revolucionaria, tiene que estar motivada por alguna demanda social que las instituciones caducas impiden satisfacer.» (Revolución y contrarrevolución en Alemania, Engels). Esta idea tan clara, expuesta en 1852, parece no cuadrar en la visión y la práctica política de muchos activistas surgidos de la oleada del 15M. Este registro histórico, que hace el padre del socialismo científico, revela hoy un paso atrás en lo que «todo el mundo sabe».

No lo digo sin fundamento. La tendencia a realizar esfuerzos por lograr un rejuvenecimiento de las instituciones caducas, haciendo que éstas se «pongan al servicio de la ciudadanía» adquiere cada vez más ímpetu en la capa social de vanguardia a la que me he referido, con la que, en la mayoría de los casos, quien escribe comparte militancia en Unidos Podemos. El alcance de esta posición nos lleva a un deslizamiento desde la defensa de las reformas con una perspectiva de transformación al reformismo más ramplón, cercano al posibilismo de la socialdemocracia devenida en socialiberalismo.

No hay nada reprochable en acceder a las instituciones para desde ahí tratar de impulsar reformas, medidas progresistas y la organización popular en torno a las mismas. Sería reprochable no hacerlo, pero otra cosa es pretender presentar la institución a la que se accede como un marco en el que cabe cualquier política. Esta tesis refuerza, ante el auditorio político objetivo, la principal idea de la burguesía sobre la neutralidad del aparato político de dominación, que no son sus partidos, sino el propio Estado en su dimensión completa, es decir, desde los cuerpos represivos, pasando por la Administración hasta llegar a los Parlamentos. ¿Debemos acceder a los Parlamentos? Por supuesto que sí, como a cualquier escenario social, económico o político, pero en ningún caso debemos alimentar la concepción liberal acerca de la amplitud total del marco democrático que padecemos, como si éste hubiera sido una construcción hecha y establecida, desde la cual cualquier cosa se pudiera realizar.

«…no basta con pegar el marbete de ‘vanguardia’ a una teoría y una práctica de retaguardia.», decía un joven Lenin. Esto es lo que viene al pelo cuando se leen eslóganes como «hemos venido a demostrar que las instituciones pueden estar al servicio del pueblo, y lo estamos consiguiendo». «Hemos venido», ¿quién? Supuestamente la gente que ha dado un paso al frente (la vanguardia política). ¿A qué? «A demostrar…», es decir, a reforzar… ¿qué? Una idea que anida en la «retaguardia», es decir, en los sectores políticos más atrasados, que aún confían en el estrecho marco institucional del capitalismo. Lejos de hacerlos avanzar, se refuerzan en su posición y así levantan cabeza con más fuerza los enemigos que ya parecían vencidos. No entraremos en la cuestión de a través de qué conquistas se “ha demostrado” que “las instituciones pueden servir al pueblo” y de su impacto real en las condiciones de vida reales de las masas. Sobre esto, emitió un cierto veredicto la llamativa caída del apoyo electoral a Unidos Podemos que sufrimos en los “municipios del cambio” el pasado 26J.

La reforma más bien debería usarse para demostrar lo contrario: que el marco es incapaz de absorber las demandas más básicas de la población, pues ni siquiera se permite a todos los «ciudadanos» ganarse la vida. ¿Hay algo más básico? Hay que demostrar que las instituciones están caducas por su propia arquitectura y que hay que iniciar su desmantelamiento y su sustitución, no su regeneración. Sí, esta defensa se puede hacer desde las mismas instituciones, pero no desde su afianzamiento o limpieza. ¿Acaso no vino Podemos a desmontar el régimen justamente en el pico de la mayor movilización de la sociedad desde hacía casi 40 años? Recomponer es lo contrario de desmontar. “Hasta poner las instituciones al servicio de la gente” fue la promesa general de los compañeros diputados regionales de Madrid ya en 2015. Ahora en 2017 se aboga directamente por su “regeneración” mediante “paredes de cristal donde sólo hay opacidad, a poner luz en la gestión…”.

A juzgar por la posición y el “estado de humor” políticos de una buena parte de los nuevos compañeros dirigentes elevados sobre la ola del 2011-2014 a sus nuevas responsabilidades, parecen apropiadas las palabras de Marx acerca de la interrupción y los retrocesos de los procesos revolucionarios. Pero son estas mismas palabras las que se refieren a la burla cruel que provocan las indecisiones, los lados flojos y la mezquindad de los primeros intentos. Dejemos que se exprese el mismo Marx:

«…las revoluciones proletarias como las del siglo XIX, se critican constantemente a sí mismas, se interrumpen continuamente en su propia marcha, vuelven sobre lo que parecía terminado, para comenzarlo de nuevo, se burlan concienzuda y cruelmente de las indecisiones, de los lados flojos y de la mezquindad de sus primeros intentos, parece que sólo derriban a su adversario para que éste saque de la tierra nuevas fuerzas y vuelva a levantarse más gigantesco frente a ellas, retroceden constantemente aterradas ante la vaga enormidad de sus propios fines, hasta que se crea una situación que no permite volverse atrás y las circunstancias mismas gritan: Hic Rhodus, hic salta!» (K. Marx)

Orígenes políticos

Los referidos postulados sobre la regeneración institucional tienen antecedentes políticos inmediatos. Es bueno reexaminar aquí viejas posiciones que “parecían” superadas y que sin embargo “vuelven a levantarse”. Fue en la llamada Transición Española cuando se extendió la idea aparentemente inocua de que el Estado había que reformarlo con estructuras más democráticas, más participativas. Estos planteamientos se introdujeron, a veces de forma más o menos sutil, en los debates entre distintas corrientes influyentes en el movimiento obrero organizado. Suponían, desde luego, un retroceso teórico de más de un siglo y sus repercusiones políticas eran visibles. En la práctica, significaban una renuncia abierta a la lucha por organizar el poder político a la manera y en el sentido en que interesaba a las clases populares, es decir, un rechazo a la tarea de construir su propio aparato de dominación política. Esto implicaba aceptar el marco institucional impuesto, con algunas reformas más o menos superficiales, pero también con sus límites.

Sólo de forma indecisa y floja se respondía a las palabras del enemigo de clase, que se presentaban con de una forma mucho más firme y consistente con sus intereses de clase inmediatos y a medio plazo. El viejo guardián del franquismo, Rodolfo Martín Villa, lo decía claro:

«Ya ha dejado de tener sentido esa polémica de si la policía es franquista o no es franquista, si es democrática o no es democrática. A la policía, de aquí en adelante, se le va a enjuiciar porque sea eficaz o no sea eficaz. En este orden de la eficacia he intentado, estoy intentando y voy a llevar a cabo una reforma en profundidad de las estructuras policiales. Pero no he pensado nunca en una depuración de la policía.» (Martín Villa, El País -9 de febrero de 1978).

Así se expresaba Fernando Claudín en «Eurocomunismo y socialismo», tomando, en principio, una posición crítica ante Santiago Carrillo, quien pregonaba directamente la idea de la necesidad de hallar una teoría que justificara lo innecesario de luchar contra el Estado:

«…no basta con el relevo del personal dirigente en los diversos aparatos e instituciones, ni con que este personal provenga de un sistema de selección más democrático, porque son las estructuras mismas del Estado las que han sido conformadas en función de las necesidades de dominación del capital monopolista…” (las cursivas son mías).

Hasta aquí parece una crítica correcta. Pero entonces sigue y más bien retrocede:

“Esas estructuras tienen que ser modificadas de modo que se amplíe la intervención real del pueblo en las instituciones representativas, las posibilidades de control sobre su labor,…”(las cursivas son mías).

Acaba donde empezó Carrillo, repitiendo que no se trata desmantelar el Estado, sino de democratizarlo.

A continuación, habla Ernest Mandel, en su «Crítica del eurocomunismo», en principio desde el ángulo opuesto al carrillismo:

“La “legalidad” conserva y ratifica la jerarquía y la disciplina en el seno del ejército, de la gendarmería y de la policía. Una “reforma democrática profunda” de estas instituciones –si es que la expresión tiene algún sentido– pasa, fatalmente, por el cuestionamiento de esta jerarquía y esta disciplina, lo cual equivale, precisamente, a la desagregación progresiva de estos aparatos represivos, de esta ‘máquina del Estado’. En cuanto a que esta desagregación sea una forma esencial, primordial, de su destrucción, estamos totalmente de acuerdo, sobre todo después del ejemplo vivo de Portugal.”
Y continúa el mismo texto más adelante:
“El Portugal de 1975 ha sido la última demostración de lo bien fundado de este análisis. Al final de esta evolución no hay ‘democratización’ del aparato del Estado que se tenga en pie. Lo que se da es, o bien su estallido (…), o bien la restauración de su “integridad”…” (cursivas mías).

Esto guarda una cierta simetría con el texto de Carrillo:

“… pero un hecho que se presenta con aspectos novedosos […] es que esa contradicción entre sociedad y Estado, dadas las dimensiones y las características actuales del aparato del Estado, se puede y se debe concretar cada vez más en una crisis en el interior de ese aparato…” («Eurocomunismo y Estado», S. Carrillo). Las cursivas son mías.

En decir, se espera (“se puede y se debe”, dice Carrillo) que se produzca un estallido fruto de las «desagregación progresiva» interna. O eso, o la nada (“la restauración”, dice Mandel). Entonces surge la pregunta: ¿dónde queda la tarea de la destrucción activa, consciente, del viejo Estado? Ni la coyuntura, ni el nivel político de las masas ni las consabidas «correlaciones de fuerzas», en ningún caso, deben conllevar el abandono de las posiciones teóricas alcanzadas en etapas anteriores. De lo contrario, hablaríamos de la liquidación de la función principal del partido. Las consignas de transición deben tender un puente entre los objetivos y las aspiraciones inmediatas de las capas oprimidas. No obstante, este programa de transición debe contener también las premisas bajo las cuales son realizables las demandas planteadas y las tareas a desarrollar. En ningún caso debe fomentar esperanzas o ilusiones falsas. La misión de este programa es justamente la contraria.

No debemos olvidar que estas polémicas políticas se estaban produciendo justamente en mitad de un proceso prerrevolucionario en el estado español. Eran momentos en los que el deslizamiento a una situación abiertamente revolucionaria fue lo que en mayor medida trataba de evitar la burguesía, como en varias ocasiones ha declarado abiertamente Martín Villa, quien estimaba en «tan alto grado la complicidad alcanzada con Carrillo y tanta gente venida de sitios tan distintos». Lo digo porque quizás en estos días incluso las palabras de Claudín o Carrillo pudieran incluso parecer “rupturistas” a alguien.

La necesidad de un nuevo impulso

Me temo que hoy, hasta que la lucha de clases no imprima un nuevo impulso, la deriva política de ciertos sectores, hoy con altas responsabilidades en el movimiento, harán parecer revolucionarias a aquellas «innovaciones» oportunistas. Es un hecho objetivo que los discursos de las direcciones «rupturistas» de hoy contienen un germen de contradicción, nacido de la indefinición política. ¿Cómo se puede hablar de ruptura sin decir a qué nos referimos? Peor aún. Se habla de ruptura, pero en realidad, como se decía al principio, se habla de recuperar las instituciones para el pueblo, como si algún día éstas hubieran sido “nuestras”.

El surgimiento de las referidas instituciones es ancestral, aunque hayan sufrido adaptaciones a lo largo de la historia. Se remontan, como se ha explicado muchas veces, a la división en clases de la sociedad, surgida a su vez de un cierto grado de desarrollo social que permitió la aparición del excedente económico y la propiedad privada. Pero las instituciones no hicieron su entrada en escenade cualquier modo y para cualquier cosa. En realidad fueron una necesidad de la clase dominante, la minoría poseedora, que les permitía seguir siéndolo. Desde estos orígenes, las transformaciones sociales han terminado siempre con el paso de las instituciones (el Estado) de unas manos a otras, pero siempre de minoría a minoría, contra la mayoría social, la cual, hasta ahora, era un elemento excluido del trasvase de poderes, aunque aportara la masa crítica y necesaria para cualquier cambio político efectivo. En cada caso, el aparato estatal, una vez reconfigurado el poder político, era nuevamente usado, para calmar las aguas, es decir, para reprimir nuevos ímpetus encaminados a proseguir la marcha.

Así que hablar de “recuperar” es una falsedad desde todo punto de vista, salvo quealguien pretenda que este término significa restablecer la credibilidad, es decir, regenerar la falsa imagen de imparcialidad y utilidad, . Aquí no se debe pasar por alto que la supuesta inocuidad o virginidad del aparataje institucional, base de esa de esa idea crédula de la “recuperación”, en sí, es un requisito indispensable para el ejercicio de la sibilina función del mismo, en la cual preside la idea de la colaboración necesaria entre todos los componentes de la sociedad, mediante el pacto y el acuerdo (el consabido “contrato social”).. Necesariamente tiene que esconder sus fines, pues no se puede presentar ante la sociedad como lo que es, como un instrumento de opresión.

Algunas declaraciones recientes

En relación a la referida deriva, recientemente pudimos ver el siguiente titular, procedente precisamente de un compañero que se encuentra, frecuentemente, en la posición «más coherente» con las necesidades políticas actuales del movimiento.

“Alberto Garzón advierte de que los ‘preocupantes ascensos’ de Espejel y López suponen un ‘grave daño a una independencia judicial cada vez más en entredicho …estaremos muy atentos a lo que ocurra en el ámbito judicial sobre los múltiples casos de corrupción que minan al PP y, por añadidura, también a la credibilidad del sistema democrático”.

Parecemos preocupados por el grave daño a la independencia judicial, como si tal cosa existiera o por la credibilidad del «sistema democrático».

También nos encontramos hace pocos días un «diagnóstico», de mano del compañero Kichi, alcalde de Cádiz, sobre lo que ha pasado en nuestros pueblos y ciudades:

«los Ayuntamientos pasan a ser una institución vaciada de contenido político real para convertirlo en mero ente de gestión administrativa».

Aquí hay que decir que las instituciones del Estado nunca han estado vaciadas de contenido político. Eso es justamente lo que se ha querido extender bajo la idea difundida desde algunos sectores de la izquierda sobre «las múltiples funciones del Estado». Jaime Pastor, en su viejo libro «El Estado», las enumera, dejando la función represora como una más, al lado y al mismo nivel que la gestión o intervención económica. Justamente la labor administrativa, así como su irrupción en el campo económico, forma parte de la labor política en favor de la perpetuación del status quo, a lo que somete su funcionamiento. Esta perpetuación representa el objetivo principal, que es reprimir, por todos los medios (desde los persuasivos hasta los más violentos), cualquier intento de superar las actuales relaciones sociales de producción.

Sorprendentemente, para apuntalar la idea del supuesto «vaciamiento político» aludido, se dice:

«Se obliga aplicar a situaciones locales parámetros macroeconómicos generales que nada tienen que ver y que no conocen la realidad local de nuestros municipios.».

Sin embargo, precisamente eso es lo que desvela el carácter político de la institución municipal, y el callejón sin salida desde ese ámbito local.

Retomar la idea de la superación del régimen

Para «superar el régimen del 78» es necesario superar los dogmas que inocularon sus padres. Mientras sigamos reproduciendo sus posiciones, no haremos más que permanecer sobre la trampa que quedó tendida.

Aquellos años fueron los del abandono del leninismo por parte del PCE, del abandono del marxismo por parte del PSOE, de las revisiones novedosas por parte de la izquierda descubriendo unos supuestos hechos inexistentes en la naturaleza del Estado en la época de Marx. Todo se presentó bajo una forma de supuesta audacia, de renovación que nos llevaría, por un camino distinto, a las metas sociales. Hoy esos caminos han quedado andados y hemos visto qué tenemos al final de ellos.

Es hora de desandarlos, de comenzar de nuevo, y restablecer el hilo interrumpido por las indecisiones. Es necesario retomar la anterior consigna de “no nos representan” para llevarla hacia su corolario natural: es necesario dotarnos de nuevas instituciones que abran el camino hacia una transformación fundamental de la sociedad. No las mismas renovadas o regeneradas. Estas nuevas instituciones, en tanto la ruptura no se dé, necesariamente tendrán un carácter transitorio y limitado. Su principal función debería ser preparar y alentar el estado político de los de abajo, encaminado hacia el nuevo salto revolucionario, que definitivamente dé lugar a una subversión del orden establecido mediante el desplazamiento político de las actuales clases dirigentes. Esto requiere cuestionar la labor de las instituciones por su propia naturaleza, y levantar mecanismos paralelos de participación a los que se les atribuya capacidad legítima de decisión, dejando los parlamentos y los consistorios donde participamos como meros instrumentos para propagar nuestras ideas y objetivos. Los parlamentos y plenos deberían así reducirse a un mero tramitador formal de las decisiones que se adopten en las nuevas instituciones de transición: asambleas de trabajadores, de barrios, estudiantes, etc… Así sí se “prefigurarían” las nuevas instituciones de las que debemos dotarnos.

Sólo cuando el clima social llegue a la temperatura necesaria se producirá la ruptura necesaria, democrática o no. Pero ese clima social puede ser alentado o desalentado, y ahí juega un papel fundamental nuestra intervención política. Cuando logremos inspirar, alentar y fomentar la participación y el cuestionamiento masivo del régimen, el salto estará más cerca. Sólo después de ese salto emergerán las nuevas instituciones (ahora más definitivas) dedicadas a hacer valer los intereses de las clases hoy desposeídas de cualquier futuro y esperanza y, más específicamente, la clase trabajadora. Sólo entonces, después de la ruptura profunda con el régimen anterior, empezaremos a encarar nuestra verdadera “transición”, la que debe terminar con la instauración de un nuevo régimen, esta vez socialista.

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