El 23-F en el contexto de la Transición
Extracto del documento La Transición, ¿qué ocurrió realmente? Un análisis marxista, editado por LUCHA DE CLASES en 2014
Después de las elecciones de marzo [de 1979], el Gobierno de UCD había quedado nuevamente sin mayoría absoluta. La dramática situación económica exigía medidas drásticas, pero Suárez comprendía que un intento de lanzarse a un ataque frontal contra las condiciones de vida de las masas podría tener consecuencias imprevisibles; de hecho, como ya indicamos, 1979 fue escenario de movilizaciones impresionantes. Por esta razón, Suárez tenía que basar toda su política en un constante pacto con los partidos y sindicatos obreros. Tenía que estar recurriendo constantemente a una política de parches que no satisfacía a nadie, ni a la clase obrera ni, por supuesta, a la burguesía.
Su política económica era un constante ir y venir entre una política inflacionista (estimulando la emisión y circulación de dinero para relanzar la actividad económica),y una política deflacionista (recortes en los gastos y limitación de la circulación monetaria para bajar la inflación).
La impotencia del Gobierno de Suárez en el terreno económico provocó un creciente malestar en el seno de la clase dominante. La única solución era profundizar en la reducción del nivel de vida de los trabajadores para aumentar sus márgenes de beneficios. Pero ello resultaba imposible sin un acuerdo con los dirigentes obreros, quienes al mismo tiempo estaban obligados a exigir contrapartidas para no perder completamente su control sobre los trabajadores. De esta manera, las necesidades de la burguesía no eran satisfechas nunca al nivel que ésta deseaba.
Esta situación fue la auténtica causa de la crisis permanente de UCD y el gobierno Suárez durante esos años. El gobierno de UCD nació como un gobierna débil y en continua crisis.
En la medida en que –como explicamos anteriormente– la presión de las masas se fue reduciendo, la impaciencia y la irritación de la burguesía con Suárez se hicieron cada día más evidentes.
La economía crecía solamente un 1,5%, y luego un 0,5%. El para creció un 20%, y con la subida del paro subió también el descontento de la burguesía con su superhombre. Así, en la prensa burguesa empezaron a acusar a Suárez de incapacidad, planteando la necesidad de un recambio entre las filas de la UCD, donde también surgieron divisiones y críticas a Suárez.
En el año 79 fueran aprobados los estatutos de autonomía para Euskadi y Cataluña y sometidos a referéndum. A pesar de que no se recogía el derecho a la autodeterminación, fueron aprobados. No obstante, en el País Vasco se abstuvo el 40% de la población. En las elecciones autonómicas vascas de 1980, el PSOE pagó cara la política que había seguido sobre la cuestión nacional. De ser el partido más votado en 1977 descendió al tercer lugar, por detrás del PNV y HB, que quedó en segundo lugar. En las elecciones catalanas de ese mismo año también retrocedió, quedando detrás de los nacionalistas burgueses de CiU.
La cuestión del estatuto de autonomía para Andalucía también polarizó la atención de todo el país. Aquí, PSOE y PCE exigían que el Estatuto andaluz se rigiera por el artículo 151 de la Constitución, como el vasco, catalán y gallego; y no por el 143, previsto para el resto de regiones y que recogía menos competencias para las autonomías. Se desarrolló una campaña de movilizaciones masivas en toda Andalucía contra las pretensiones de UCD. Su debilidad le obligó a convocar un referéndum en febrero de 1980 para que los andaluces se pronunciaran sí o no por la vía del 151. La respuesta popular fue impresionante, a pesar de la campaña y los millones que la UCD se gastó para forzar la abstención de la población. El descrédito que sufrió el Gobierno de UCD fue enorme, y no hizo sino reforzar el malestar dentro de sus propias filas y entre la prensa burguesa.
En medio de todo este ambiente, el PSOE planteó en mayo de 1980 una moción de censura contra el gobierno de la UCD. Suárez respondió incorporando a su gobierno a los jefes de los críticos de la UCD. Esto no hizo sino aumentar las tensiones dentro del gobierno y preparar un auténtico estallido del centro, que acabaría con la dimisión dc Suárez en febrero del 81.
Contenido
La ofensiva de ETA y la ultraderecha
Es una ley social que la pequeña burguesía pasa a ocupar la escena de los acontecimientos cuando las masas de la clase obrera se retiran del primer plano de la lucha de clases. Esto tuvo su reflejo más claro entre los años 1979-82, manifestándose, por un lado, en el crecimiento de las acciones de ETA y, por otro, en el terrorismo salvaje de las bandas fascistas.
En los años 1976-77,en el interior de ETA se estaba produciendo un debate muy vivo sobre la necesidad o no de abandonar las armas. El hecho de que el fenómeno del terrorismo individual de ETA haya permanecido en actividad hasta la fecha, y con un cierto apoyo entre determinadas capas de la sociedad vasca, se debe a tres factores: la brutal e indiscriminada represión de los cuerpos represivos del Estado, que se redobló a partir de aquellos años, y que aumentó el odio hacia los mismos entre la población; el abandono de los partidos obreros de la defensa de los derechos democráticos nacionales del pueblo vasco, particularmente del derecho de autodeterminación, cuya puesta en práctica habría eliminado de un plumazo los argumentos políticos de los abertzales; y finalmente la dramática situación social y económica, fruto de la crisis económica capitalista. Así, mientras en el período 1974-77 los atentados de ETA se cobran 63 muertos, en el período 1978-81 son 265.
Al mismo tiempo que la actividad etarra, esos años vieron la venenosa irrupción del terrorismo de las bandas fascistas, alimentadas por sectores del aparato del Estado y del sector más abyecto y desesperado de la burguesía. Varias decenas de trabajadores, jóvenes y miembros de la izquierda abertzale cayeron a manos de estas hienas del gran capital. También fueron numerosas las palizas y agresiones recibidas por decenas de jóvenes y trabajadores a manos de estos matones, compuestos en su mayoría por hijos de militares y fascistas, policías, guardias civiles y lúmpenes. Decenas de locales obreros fueron atacados e incendiados.
Los dirigentes obreros lejos de llamar a la movilización de masas para aplastar a las bandas fascistas, tarea que hubiera sido relativamente fácil, hacían «llamamientos a la tranquilidad, a no dejarse provocar», etc., lo que envalentonaba aún más a estos grupos y a la represión policial.
Las conspiraciones golpistas. El 23-F
Esta situación de callejón sin salida en la que, por un lado, la lucha de los trabajadores no desembocaba en ningún desenlace definitivo o estaba semiparalizada; pero, por otro lado, la burguesía era incapaz de asegurar el orden en la sociedad y mostraba constantemente su debilidad necesitando del apoyo de los partidos obreros, creaba una situación de desgobierno e inestabilidad, situación que se profundizó durante 1980 y, sobre todo, a comienzos del 81.
Quien mejor expresaba esta situación era la casta de oficiales del Ejército y la Guardia Civil, así como los mandos de la policía. Estos estaban compuestos, en su gran mayoría, por elementos claramente reaccionarios y fascistas, que odiaban a muerte a la clase obrera y a sus organizaciones. El ejército, y por medio de él la casta de oficiales, representa el brazo armado de la burguesía. Pero cuando ésta da síntomas de incapacidad para asegurar la estabilidad del sistema, los oficiales se sienten llamados «a poner orden y salvar a la patria, ante la incapacidad de los políticos». Toda la transición fue un hervidero de conspiraciones y rumores golpistas. Ya en 1978, dos altos oficiales de la Guardia Civil y del ejército, Tejero y Sáenz de Ynestrillas, conocidos reaccionarios en esa época por sus ideas abiertamente fascistas, fueron descubiertos cuando planificaban un golpe de Estado, al que llamaron la Operación Galaxia. El aspecto más importante de esta operación fue la gran cantidad de oficiales que sabían todo con respecto a la conspiración y que, sin embargo, no dijeran nada a las autoridades. La escandalosa puesta en libertad de estos dos conspiradores meses más tarde no hizo sino animarles a seguir en esta misma línea.
Realmente, la burguesía era la menos interesada, en aquellos primeros años después de caída la dictadura, en un golpe de Estado, pues sabía muy bien que podía provocar una explosión revolucionaria entre las masas.
Paradójicamente, los dirigentes de los partidas obreros, particularmente los del PCE, no hacían otra cosa que intentar asustar continuamente a las masas con «el peligro de la involución y del golpismo» si los trabajadores iban demasiado lejos en sus luchas. Todo ello, para justificar su nefasta política de colaboración de clases con la burguesía.
Sin embargo, la situación se hacía cada vez más tensa a principios de 1981. El agotamiento y la impopularidad del centro se acrecentaba cada día más. El aislamiento de Suárez en el seno de la UCD y el desprecio que suscitaba en los sectores decisivos de la burguesía y del aparato del Estado es lo que le llevó a dimitir a principios de febrero. En una encuesta realizada por la revista Cambio 16 en esos días, un 59% de los encuestados estaba de acuerdo con la dimisión y un 26% pensaba que tenía que haber dimitido antes. Nada menos que un 85% de la población estaba en contra del dirigente de UCD en el momento de su dimisión. Resulta por tanto, esperpéntico y bochornoso que en estos momentos se intente reescribir la historia alabando ahora a Suárez y a la UCD, particularmente por Felipe y Carrillo, cuando Suárez y posteriormente la UCD abandonaron la escena de la historia odiados y despreciados por millones de trabajadores y jóvenes.
Es en este contexto cuando se produce el intento de golpe de Estado más serio de todos los proyectados durante la transición, el golpe del 23 de febrero de 1981; el 23-F, como ha quedado grabado en la memoria popular.
Mientras se estaba votando la elección de Calvo Sotelo como nuevo presidente del Gobierno de la UCD, en sustitución de Suárez, decenas de guardias civiles ocuparon el Congreso de los Diputados a punta de metralleta. Al mismo tiempo, el General Milans del Bosch sacaba los tanques a la calle en Valencia, asumiendo el control de la ciudad, y prohibiendo los partidos y sindicatos obreros.
No cabe ninguna duda de que los principales jefes militares estaban al tanto de los preparativos del golpe, incluyendo al circulo íntimo del Rey, en la persona del general Armada, uno de los estrategas del golpe,Jefe de la Junta de Jefes del Estado Mayor, acérrimo monárquico y tutor de Juan Carlos en su juventud.
De hecho, la actitud ambigua del Rey en las primeras horas del golpe aumentó la idea del apoyo real a los golpistas entre un sector del ejército que no sabía si sumarse o no. No deja de ser sorprendente que, mientras que Tejero entró en el Congreso a las 6,20 de la tarde, Juan Carlos no saliera públicamente en televisión pronunciándose contra el golpe ¡hasta pasadas las 12 de la noche! Algunos tratan de justificar el comportamiento del Rey afirmando que la televisión estuvo ocupada por los militares hasta últimas horas de aquella tarde, pero olvidan convenientemente que el Palacio de la Zarzuela, residencia de Juan Carlos, tiene su propia infraestructura autónoma capaz de emitir por televisión.
Así pues, si el golpe fracasó, no fue debida a las convicciones democráticas de Juan Carlos, sino porque los sectores decisivos de la burguesía comprendieron que era prematuro, y se corría el riesgo de provocar un enfrentamiento con la clase trabajadora que resultaría muy peligroso para la burguesía, y por esa razón movilizaron todos sus resortes para poner fin a la aventura.
Frente a las figuras esperpénticas, como Tejero y otros, entre los organizadores del golpe existía un consenso para organizar un gobierno de carácter bonapartista, similar a la dictadura de Primo de Rivera de 1923, con la inclusión en el mismo de militares y civiles. Lo más escandaloso del asunto fue la filtración posterior de una entrevista, celebrada días antes del golpe, entre Armada y Enrique Múgica (dirigente del PSOE entonces) donde, al parecer, este último no descartaba la necesidad de un Gobierno fuerte, con la participación militar y la inclusión de miembros de UCD y PSOE en el mismo para «salvar el país». Esto demostraba lo lejos que había llegado la degeneración de determinados miembros de la dirección del partido, su pérdida de horizonte político y su identificación con el Estado burgués, al prestarse a este tipo de enjuagues que podrían haber tenido dramáticas consecuencias para la clase obrera y sus organizaciones.
Aunque la clase obrera fue cogida por sorpresa por el golpe, algunas núcleos de la misma, guiados por un certero instinto de clase, llegaron a la conclusión ese mismo día de la necesidad de las armas para defenderse de las golpistas. Esto sucedió en algunos pueblos jornaleros de Andalucía, como Badolatosa (donde se organizaron partidas de vigilancia en los accesos del pueblo, mientras que los vecinos se intercambiaban escopetas de caza y cartuchos), y entre los mineros asturianos. A pesar de la confusión y de que los máximas dirigentes sindicales no dieran ni una sola consigna, durante esa tarde-noche y al día siguiente hubo paros y asambleas en decenas de empresas (Hunosa, Gijón, Avilés, Santander, Álava, Sevilla, Navarra, Barcelona y Madrid), y en Cataluña CCOO tenía prevista convocar la huelga general al día siguiente del golpe.
Las manifestaciones que recorrieron todo el país el día 26 de febrero, convocadas formalmente por todos las partidos pero cuyo contingente fundamental estaba formado por trabajadores y sus familias, fueron las más multitudinarias de toda la historia. Más de tres millones de personas participaron en las mismas. Madrid, con un millón y medio, y Barcelona, con medio millón, fueron las más numerosas.
El Gobierno de Calvo Sotelo
La sustitución de Suárez por Calvo Sotelo no sirvió para salvar a UCD, y éste se desprestigió aún más rápidamente que Suárez. El fracaso de la UCD en las elecciones gallegas de octubre de 1981 propició un nuevo estallido en su seno. Pero estas contradicciones en el gobierno y su partido reflejaban las profundas discrepancias en el seno de la clase dominante en cuestiones de estrategia y táctica. El sector más representativo (la Banca y los monopolios) había sacado ya la conclusión de la inevitabilidad de la ruptura del centro y había optado claramente a favor de una gran derecha nucleada en torno a la Alianza Popular de Fraga.
Las empresarios estaban cada vez más impacientes con Calvo Sotelo, cuya política no difería apenas de la política pactista de Suárez. Incluso la firma de un nuevo pacto social con los sindicatos (el Acuerdo Nacional de Empleo, ANE) a finales del año 81, que profundizaba en la reducción del nivel de vida, les pareció insuficiente.
En esos momentos, la inflación estaba en el 15% y continuaba subiendo. Los salarios reales no habían parado de reducirse continuamente durante 18 meses. La peseta sufrió una nueva devaluación y el déficit público se acercaba a la cifra de un billón de pesetas. El desempleo superaba por primera vez los dos millones de parados.
En mayo de 1981 estalló el escándalo de la colza, el envenenamiento de miles de familias obreras, fundamentalmente de Madrid, por el consumo de aceite adulterado. Más de dos mil muertos y doce mil afectados fueran las consecuencias de las actividades de empresarios aceiteros, en complicidad con los funcionarios de la Administración del Gobierno de la UCD, que no ponían ningún control a la estafa de estos capitalistas sin escrúpulos.
El Gobierno de Calvo Sotelo, a pesar de su brevedad, fue tremendamente reaccionario en el terreno de los derechos democráticos. A principios de 1982, aprobó una ley que limitaba las competencias de las autonomías, la LOAPA.
La última decisión política de Calvo Sotelo antes de terminar el año 81 fue imponer la entrada de España en la OTAN, desoyendo las protestas de la mayoría de la población, lo que le granjeó, aún más, el odio de la mayoría de la juventud y los trabajadores.
La represión policial y las conspiraciones de los reaccionarias y fascistas, lejos de descender en estos últimos meses de agonía para el Gobierno de UCD, se acentuaron aún más.
El preso de ETA Joseba Arregui murió después de las salvajes torturas a que fue sometido por la policía. En el mes de mayo de 1981, tres jóvenes fueran asesinados vilmente por la Guardia Civil en Almería. El caso Almería llenó de indignación a la población, y los asesinos cumplieron unos pocos años de cárcel. En marzo de 1982, la odiada Guardia Civil nuevamente regó con sangre obrera los campos andaluces. Dos jóvenes jornaleros de Lebrija (Sevilla) fueron asesinados por disparos de la Guardia Civil en Trebujena (Cádiz). Todos los pueblos de la comarca declararon inmediatamente la huelga general, y al entierro acudieron más de 8.000 jornaleros de toda la comarca.
El juicio del 23-F, que duró varios meses, dejó claro que la justicia militar, con la complicidad del gobierno, no pretendió jamás ir hasta el fondo del asunto. Sólo fueron condenados a penas significativas los cabecillas: Armada, Milans y Tejero, los cuales diez años más tarde ya estaban en libertad o yendo sólo a dormir a la cárcel. Las decenas de implicadas, militares y civiles, fueron condenados a penas simbólicas o absueltos.
La actitud tranquilizadora de los dirigentes, negándose a movilizar a la clase trabajadora y a la juventud con cada asesinato y tortura de los cuerpos represivos y de los fascistas, no hacía más que envalentonar a estos últimos y a los elementos claramente reaccionarios de la casta militar.
A los pocos meses, cien oficiales del ejército y la Guardia Civil publicaron un manifiesto donde manifestaban su «comprensión» a los golpistas y se pronunciaban contra la democratización del ejército y a favor de la «autonomía con respecto al poder político». La única respuesta de Calvo Sotelo fue catorce días de arresto domiciliario para unos pocos.
Como una muestra más de las continuas provocaciones de la ultraderecha y de la casta militar, el 23 de mayo un grupo de fascistas, compuesto por guardias civiles y lúmpenes, asaltaron la sede del Banco Central en Barcelona tomando más de un centenar de rehenes y exigiendo la libertad de los detenidos en relación al 23-F. Nunca se quiso aclarar la auténtica identidad de los asaltantes que quedaron en libertad, en su mayoría después de ser detenidos por los GEO.
Las conspiraciones golpistas no acabaron el 23-F. En plena campaña electoral, en octubre de 1982, fue descubierta otra conspiración para dar un golpe de Estado el día antes de las elecciones, el 27 de octubre. Obviamente, todas estas conspiraciones fueron abortadas por la burguesía por las mismas razones por las que abortaron el 23-F: el miedo a una respuesta revolucionaria de la clase obrera que, a pesar del reflujo aparente en el movimiento obrero, no olvidaba los cuarenta años de dictadura franquista.
La catástrofe electoral en las elecciones andaluzas de mayo del 82, donde el PSOE obtuvo una victoria aplastante, terminó por acelerar la descomposición del centro. Una serie de escisiones hacia la derecha y la izquierda en la UCD obligaron a Calvo Sotelo a convocar elecciones anticipadas. De esta manera, la UCD, el partido principal de la burguesía española, terminó desintegrándose por completo.
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