El capitalismo mata al planeta ¡Hace falta una revolución! – Parte IV: La “economía verde” y el capitalismo
En las últimas décadas se han ido desarrollando otras fuentes de energía, especialmente las energías renovables (solar, eólica, fotovoltaica, biocombustibles, etc.) con grandes avances. Desde los años 60 del siglo XX, la producción de energía renovable se ha incrementado entre 5 y 6 veces, y los costes han disminuido sustancialmente: desde los años 70 hasta ahora, el coste de producir energía solar ha disminuido ¡en un 99%! Pero este progreso nos muestra procesos contradictorios. Por un lado, el intento del mercado de dar respuesta a la destrucción del planeta ha conseguido mostrar el camino a seguir; por otro lado, como veremos, muestra a la vez los limites existentes en un sistema basado en la propiedad privada de los medios de producción.
Así, se habla mucho de la “economía verde”, como si fuera posible doblegar la lógica del mercado a los objetivos ecologistas. En realidad, son las reivindicaciones ambientalistas las que pueden resultar estériles e inclinarse a mostrarse compatibles con el sistema, si no están vinculadas a la propuesta de un modelo de desarrollo diferente. En algunos casos, también pueden ser explotadas por los capitalistas, que las convierten en fuente de ganancias y especulaciones. Consideremos el negocio desarrollado en los últimos años en torno a las energías renovables, en el que vale la pena detenerse, porque es indicativo de la dinámica creada por el capitalismo.
Las tecnologías que en abstracto serían «limpias», en la lógica de la explotación y maximización de beneficios, se convierten en su opuesto. Por ejemplo, una de las fuentes renovables más difundidas actualmente es la de los biocombustibles, obtenidos con la caña de azúcar, el aceite de palma, el maíz, el girasol o el trigo. Para poner en práctica los «cultivos energéticos» en el proceso de transformarlos en combustible ecológico, no obstante, las grandes compañías energéticas están incautando millones de hectáreas de tierra en África, América y otras partes, desforestándolas o sustrayéndolas a la agricultura. Incluso en el Estado español hay cada vez más tierras agrícolas destinadas a la producción de biogás y biometano, con el consiguiente problema de agotamiento del suelo, un considerable desperdicio de agua y un agravamiento de los riesgos del cambio climático.
O tomemos el caso de la energía hidroeléctrica, que ciertamente no produce emisiones nocivas, pero la construcción de represas colosales está lejos de ser de impacto cero. La presa de las Tres Gargantas en el río Yangtzé en China es famosa, cuya construcción ha forzado la inundación de 116 asentamientos urbanos y la transferencia forzada de 1,4 millones de personas (que podrían aumentar a 4 millones en 2023), además de la destrucción de hábitats naturales de numerosas especies animales y vegetales.
También podríamos mencionar el nuevo negocio de almacenamiento subterráneo de dióxido de carbono, con el cual el CO2 emitido por las grandes plantas de combustión se transporta bajo tierra. Este sistema se considera ecológico, pero en realidad es funcional para la continuación del uso de combustibles fósiles, tanto que es la base de todas las conversaciones sobre «carbón limpio», tan querido también para Trump.
Otro aspecto importante a tratar son los costes y los beneficios empresariales de las energías renovables en manos privadas. El mercado energético está dominado por las grandes empresas de los combustibles fósiles. Estas no sólo gozan de una posición privilegiada por ser unas empresas gigantes con gran influencia en el sector energético y en la sociedad en general sino, más importante aún, por tener menos costes en la instalación y la transmisión de su energía que las energías renovables. Esto les proporciona una ventaja competitiva crucial. Las energías renovables, para poder entrar en el mercado, competir y en ultima instancia sobrevivir, dependen enteramente de los subsidios gubernamentales e impuestos preferenciales. Pero esto es sólo una cara de la moneda. La energía generada por fuentes inagotables (aunque intermitentes, en el caso de las energía solar y eólica), entra en contradicción directa con el afán para generar beneficios. A medida que se avanza en la técnica y la tecnología de las instalaciones, el coste de producción, distribución y almacenamiento de este tipo de energía se reduce, y con ello también los beneficios. Este fenómeno provoca que la mano de obra, la fuente de todos los beneficios del capitalista, necesaria para poner en funcionamiento el sistema de generación de energía, tienda a reducirse a un mínimo. Más aún, si las energías renovables dominaran el mercado, el resto de energías (carbón, petróleo, gas y nuclear) tendrían que reducir sus precios y acercarse al coste decreciente de las energías renovables para poder mantenerse en el mercado, llevando al mínimo su rentabilidad empresarial. Como dice la prestigiosa revista The Economist: “La energía [verde] tiene un secreto sucio. Cuanto más se implementa, más baja el precio de la energía de cualquier fuente. Eso hace que sea difícil gestionar la transición hacia un futuro libre de carbono, durante el cual muchas tecnologías generadoras, limpias y sucias, deben seguir siendo rentables para que las luces permanezcan encendidas” (The Economist, 25 Feb 2017) . Es decir, para The Economist, uno de los principales voceros del capital internacional, el “problema” de la generalización de las energías “verdes” es que reducirían drásticamente los beneficios empresariales, aunque eso supusiera energía abundante, barata y limpia para cientos de millones de personas en todo el mundo. Pocas veces la contradicción insalvable entre el “libre mercado” capitalista y las necesidades humanas más básicas han sido expuestas con tanta claridad y crudeza.
Las contradicciones del mercado también se manifiestan de otras formas, y de manera aguda. En la medida en que el capitalista produce paneles solares, o hélices, o turbinas, todo su esfuerzo está puesto en agrandar su bolsillo lo más rápidamente posible. Esto se traduce en que no piensa más allá del mañana, y mientras produce sus mercancías renovables, no tiene en cuenta la contaminación que ésta genera. Este factor se ve impulsado sobretodo por la competencia en el mercado, ya que lo más importante, por encima de todo, es ser competitivo y evitar la bancarrota. La “eficiencia” del capitalismo no es más que la batalla constante de los capitalistas para generar más beneficios con menos costes: si es más barato invertir en maquinaria contaminante, si es más barato verter los productos químicos en el rio, si es más barato utilizar materiales no reciclables, etc, el capitalista individual va a escoger estas opciones, sobretodo si sus competidores así lo hacen. El Silicon Valley Toxics Coalition (SVTC), una organización sin ánimo de lucro que registra el impacto medioambiental de la industria de alta tecnología, muestra que a medida que van entrando nuevos competidores en el mercado, las empresas se vuelvan más opacas, dejando de compartir detalles sobre su producción y el impacto sobre el medio ambiente.
Otro gran limite del mercado con relación a las energías renovables es su reciclaje. La producción en general bajo el sistema actual se basa en la “obsolencia programada”, es decir, en producir mercancías que tengan un vida limitada para así poder vender otras nuevas más adelante y generar más beneficios. Los paneles solares, por ejemplo, se producen con una vida calculada entre los 20 y 30 años. Esto se combina con el hecho de que en ningún momento se plantea qué hacer una vez se tengan que reemplazar estos paneles. Es así como se acaba con miles de paneles solares en vertederos, en vez de reutilizar los metales preciosos y raros, como la plata o el telurio, necesarios para su producción. Pero este problema fundamental no se puede resolver dentro del mercado. Por un lado, no existe un mercado lo suficientemente grande para atraer capital inversor; por otro lado, los productos reciclados son en la mayoría de ocasiones ¡más caros que los mismos productos nuevos!
Para peor, la anarquía del mercado provoca situaciones en las que la oferta supera la demanda, sobretodo teniendo en cuenta que muchas de las energías renovables son intermitentes, por la variabilidad del clima (presencia o ausencia de sol, viento, etc.). En las ocasiones cuando ocurre esto, los gobiernos obligan a las empresas renovables a parar la producción de energía a cambio de cubrir sus pérdidas- solo en el Reino Unido, el gobierno pagó con dinero público casi 190 millones de euros en compensaciones el año pasado. Es más, ¡algunas empresas generan más beneficios cuando su producción está parada!
Un último aspecto a resolver en el caso de las energías eólicas y solar es su impacto en el entorno animal donde están ubicadas, sobre todo los aves. Cada año mueres miles de aves que chocan con las aspas de los molinos; o por el calor reflejado por los espejos de las plantas solares. Es un desafío, pero ya han empezado a surgir soluciones. Así los aerogeneradores Vortex, cilíndricos y sin aspas, no sólo no matan aves sino que son más baratos de instalar y mantener (sin engranajes, motor ni aceite) y más eficientes que los aerogeneradores convencionales. En algunas plantas solares se han instalado emisores muy efectivos de sonidos ultrasónicos para espantar las aves. Sin duda, la inventiva humana podría dar avances mayores que permitan conjugar la eficiencia de las energías renovables con el respeto a un entorno medioambiental saludable.
Los límites del mercado no se dan únicamente en el sector energético; al contrario, es un fenómeno generalizado que caracteriza al sistema. En otra de las grandes industrias fundamentales del sistema, el automovilístico, observamos contradicciones parecidas. Una de las principales contradicciones es la existencia del coche eléctrico desde hace décadas, mucho más limpio que la gasolina o el diésel, pero que sin embargo no puede desplazar del mercado a los vehículos tradicionales. Y esto es así porque las grandes empresas energéticas tienen muchos intereses en mantener el estatus quo y porque es sustancialmente más caro producir coches eléctricos con la tecnología actual.
Los científicos son cada vez más radicales a la hora de exponer el problema y las posibles soluciones al cambio climático. Ni más ni menos, reclaman un cambio de modelo económico. Nosotros, evidentemente, apoyamos esta demanda. ¿Pero, sobre qué base, y cómo conseguirlo?
La historia del capitalismo, sobre todo la más reciente, ha evidenciado sin lugar a dudas la imposibilidad de resolver el problema de la contaminación y la consecuente destrucción del planeta con medidas de mercado. Es más, no solo no es capaz de resolver los problemas que el mismo sistema crea, sino que los profundiza y expande.
El capitalismo es producción con fines de lucro, y una sociedad verdaderamente sostenible con una contaminación mínima no es rentable para los ricos. Por ejemplo, la inversión en aislamiento de viviendas reduciría el consumo de energía y, por lo tanto, reduciría los beneficios de las empresas energéticas. Esto no conviene las grandes corporaciones de energía, por ejemplo las que suministran gas para calefacción. No por casualidad, el monopolio petrolero estatal saudí, Aramco, que es la empresa más rentable del mundo, acumuló beneficios de 111.100 millones de dólares sólo en 2018.
Por otro lado, si la lucha para proteger el medio ambiente se reduce a tratar de convencer a las grandes empresas de que pueden obtener ganancias igualmente altas vendiéndonos paneles solares en lugar de gas, la batalla se perderá desde el principio. La producción de energía solar, eólica, fotovoltaica, etc. no puede estar supeditada a dejar ganancias; es un recurso esencial para la sociedad humana y la existencia del planeta. Las sucias manos del lucro deben quedar fuera de la producción energética.
Un capitalismo «verde» nunca puede existir, porque la economía de mercado no puede organizarse y desarrollarse de manera racional y armoniosa sobre la base de ciertos objetivos, no puede «planificarse». De esto derivan una serie de contradicciones insolubles.
Como mencionamos en un apartado anterior, cien empresas han sido responsables de más del 70% de las emisiones de gases de efecto invernadero en las últimas décadas. Producimos suficientes alimentos para alimentar a una población de 10.000 millones de personas, pero, según la Organización Mundial de la Salud, más de 820 millones -es decir, 1 de cada 9 de una población mundial de 7.000 millones- pasaron hambre en 2017. En el mismo año, las tres compañías petroleras más grandes obtuvieron en conjunto ingresos de más de un billón de dólares.
El capitalismo, regulado o no, no puede garantizar la vivienda, los alimentos o el aire limpio. La falta de vivienda, el hambre y la contaminación del aire no aparecen en ninguna parte en los libros de contabilidad de los capitalistas. La continuación de la contaminación, la desigualdad y la austeridad es inevitable a menos que se elimine el objetivo del beneficio económico empresarial.
Las semillas de una nueva sociedad coexisten con la decadencia senil del capitalismo. Por lo que concierne a la tecnología, específicamente a la tecnología verde, hay un enorme potencial de desarrollo. En primer lugar, uno de los principales problemas con la intermitencia de este tipo de energía es la falta de capacidad para almacenarla cuando ésta es abundante. Sin embargo, ya existen las primeras baterías capaces de almacenar este excedente, pero no se desarrollan comercialmente porque los costes de inversión son muy altos. También hay grandes oportunidades para desarrollar la eficiencia de la conversión de la luz solar en energía eléctrica, como podría ser con la tecnología de celdas solares imprimibles de coste ultra bajo, que combinadas con otra tecnología en desarrollo como las celdas solares sensibilizada con colorante (DSC), tienen el potencial de mejorar le eficiencia de la generación de energía solar fotovoltaica al siguiente nivel. Lo mismo se puede decir de la energía eólica, que ha sido desarrollada de manera sorprendente en la última década, con invenciones y estudios científicos en marcha que podrían generar cambios cualitativos en la producción de esta energía.
El conocimiento y el control de la naturaleza por parte de la humanidad siempre es finita en cada momento, pero su capacidad para desarrollar y mejorar el control sobre aquélla es infinita. Bajo el capitalismo, la propiedad privada, y con ella el mercado y el afán de beneficios, son un gran freno a este potencial de desarrollo. La producción individual (entendida como empresas) de mercancías genera contradicciones a diferentes niveles, una de ellas el innecesario malgasto de recursos y energía. En vez de cooperar en la técnica, en las investigaciones, compartir instalaciones, maquinaria, laboratorios, descubrimientos, etc. para producir tecnología necesaria para acabar con el cambio climático, empresas privadas compiten entre ellas para poder ser las primeras en patentar su descubrimiento y comercializarlo. Bajo la influencia de la irracionalidad del mercado, tampoco se coordina el desarrollo de la tecnología, su producción, su instalación, su distribución, etc. entre empresas del mismo sector, de la misma industria y de su relación con las demás industrias. Con un coordinación a todos los niveles, se obtendrían grandes eficiencias y se evitaría el derroche innecesario de energía y de materiales.
El “Green New Deal”
Un sector de la izquierda europea y norteamericana, siendo consciente de las limitaciones del sector privado para desarrollar plenamente el potencial de las energías no contaminantes, ha propuesto que sea el Estado quien se encargue de impulsar y desarrollar el proceso. Para este sector, se trata de impulsar una “economía verde” que, supuestamente sería compatible con el capitalismo, el llamado “Green New Deal” (GND) , o “Nuevo Acuerdo Verde”.
Surgido en EEUU, sus defensores se han extendido a Europa y otras partes. Los puntos principales de esta propuesta incluyen: garantizar empleos para las familias; vivienda accesible, educación, agua limpia, aire limpio, alimentos saludables; inversión en infraestructura y mejoramiento del transporte; y estimular industrias manufactureras domésticas limpias. En Gran Bretaña, sectores del Partido Laborista van más allá y defienden «una revolución industrial verde» que «[amplíe] la propiedad pública y democrática en la medida necesaria para hacer esta transformación». También abogan por el desmantelamiento de la industria de los combustibles fósiles y su sustitución por «trabajo limpio, decente y socialmente útil», y proponen la nacionalización de las redes energéticas británicas y la inversión pública en paneles solares para casi dos millones de hogares.
Todo esto suena muy bien, y estamos de acuerdo. Pero el punto central es ¿cómo financiarlo? Los defensores del GND abogan por la inversión gubernamental en tecnologías verdes; financiar estas medidas a través de los impuestos; y tratar de llevar a cabo estas políticas dentro de los límites del mercado y del sistema de beneficios privados capitalista.
El hecho es que los gobiernos no tienen dinero propio, sólo pueden obtenerlo mediante préstamos o impuestos. Los impuestos deben provenir ya sea de los impuestos sobre los salarios, lo que reduce el poder de compra de las familias y por tanto el mercado capitalista, o de los impuestos sobre las ganancias empresariales, lo que reduce el único incentivo del capitalista para invertir. Además, conociendo la codicia de los grandes empresarios, tratarían de evadir sus beneficios a paraísos fiscales o cerrarían empresas para forzar a los gobiernos a dar marcha atrás.
La idea de pedir prestado para invertir también está llena de problemas. Actualmente, la deuda pública de todos los países del mundo es la más alta de la historia en tiempos de paz. Ya tienen dificultades para pagar estas deudas, de ahí que se mantengan las políticas de contención y reducción del gasto público, también llamadas políticas de austeridad. Incrementar el endeudamiento del Estado, en esta situación, pondría en riesgo su capacidad para hacer frente a la devolución de estos préstamos. Más aún cuando estamos a las puertas de una nueva crisis económica mundial que reducirá sensiblemente la actividad económica y por tanto los ingresos del Estado vía impuestos.
Nacionalizar las empresas de energía, como plantean sectores en la izquierda –lamentablemente, aún minoritarios–, es una condición necesaria para organizar la producción energética en líneas no contaminantes. Toda la sociedad depende de la energía para existir, no puede ser objeto de lucro ni de búsqueda de beneficios privados. Pero la nacionalización requiere, primero, un gobierno dispuesto a hacerlo, que no es el caso en el Estado español en el PSOE. Incluso Unidos Podemos tiene una posición ambigua y timorata sobre esto. Y, en segundo lugar, que se nacionalice sin indemnizar a sus propietarios porque eso descapitalizaría la empresa y la dejaría con muy pocos recursos para sostenerse. Estas empresas energéticas ya dejaron millonarios beneficios a sus propietarios durante años, además la mayoría de ellas (como Repsol o Endesa) eran empresas públicas que fueron vendidas a precio de saldo a sus actuales accionistas. A lo sumo, podríamos indemnizar a pequeños accionistas sin otros medios de vida. Y deberían estar bajo el control democrático de sus trabajadores y de los usuarios, y no de tecnócratas y funcionarios sin control desde abajo.
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