El capitalismo mata al planeta ¡Hace falta una revolución! – Parte VI: Consumo y medioambiente. El papel de la clase obrera en la lucha contra el cambio climático

La clase trabajadora no es un sujeto explotado más que padece en esta sociedad, como cualquier otro (autónomos, pequeños propietarios, pequeñas naciones, minorías sexuales, discapacitados, etc.). Es la columna vertebral que sostiene todo el andamiaje económico y social del país. Sin trabajadores que pongan en marcha las máquinas de las fábricas, los trenes, los aeropuertos, los autobuses, las centralitas de telecomunicaciones, los ordenadores de las oficinas públicas, el sistema eléctrico, el sistema de saneamiento, los hospitales, los supermercados y grandes centros comerciales, los pequeños talleres, la recogida de verduras y frutas en el campo, los teatros, cines y programas de TV, etc., no habría trabajo, no habría medios de consumo, no habría sociedad, no habría vida, no habría nada. Esta es la fuerza potencial que descansa en las manos y el intelecto de la clase obrera, y de la cual no dispone ninguna otra clase o capa social oprimida en nuestra sociedad.

EL CONSUMO Y LA SOSTENIBILIDAD MEDIOAMBIENTAL

Dentro de la izquierda y del movimiento ecologista existen personas partidarias del “decrecimiento”. Afirman que la crisis medioambiental es causada o se ve agravada por el exceso de producción y el consumo de masas, que agrava la contaminación, agota los recursos del planeta y provoca los desastres medioambientales. Para estas personas, la solución pasa por tanto por el crecimiento cero, a fin de no incrementar los niveles de contaminación; es decir, por hacer permanente el estancamiento económico y las políticas de austeridad en los niveles de vida, como los experimentados en gran medida en los últimos años. Esto no es en absoluto una solución que, además, deja intacto el sistema de explotación capitalista, la desigualdad y el saqueo de los recursos del planeta. Además, si fuera verdad que un consumo elevado, en sí mismo, es el origen de la degradación medioambiental, eso quiere decir que incluso una futura sociedad socialista no tendría margen alguno para un desarrollo de las fuerzas productivas superior al actual, dados estos supuestos recursos limitados del planeta.

En realidad, los partidarios del “decrecimiento” confunden los efectos con las causas, lo que convierte sus propuestas en utópicas, irreales y, contra sus deseos, francamente reaccionarias.

La sobreproducción causada por la anarquía de la producción capitalista está impulsada por la codicia del beneficio, la cual se asienta en la propiedad privada de las empresas. Igual que no podemos convertir a un tigre en vegetariano, ninguna máxima moral, catástrofe medioambiental, o decreto gubernamental puede acabar con la codicia empresarial, que es la base del sistema económico capitalista. Sin acabar con el poder económico de la oligarquía económica no hay manera de planificar democrática y armónicamente las fuerzas productivas en beneficio del conjunto de la sociedad, y preservar un medioambiente sano.

Tampoco estamos de acuerdo con el “malthusianismo” que subyace en la teoría  del “decrecimiento”, cuando presupone límites en el desarrollo de las fuerzas productivas y en el bienestar de la humanidad, a causa supuestamente de lo limitado de nuestros recursos. Esto deja a un lado y desprecia el desarrollo de la técnica y de la productividad del trabajo humano. Hace unos años, la Agencia de Protección del Medioambiente de EEUU (EPA) publicó un informe que revelaba que si la producción de maíz de EEUU en 2008 se hubiera hecho con el nivel de productividad agrícola que este país tenía en 1931, EEUU debería haber destinado 490 millones de acres más a su actual superficie agrícola, unos 240 millones de hectáreas.

De hecho, la técnica moderna permitiría reciclar ya hasta el 90% de la producción: metales, plásticos, papel, líquidos, material de construcción, basura y detritus, etc. Es el “lobby” de las grandes compañías petroleras y eléctricas –una rama poderosa de la oligarquía mundial– quien frena cualquier avance significativo hacia la producción de energías alternativas limpias: fusión nuclear, solar, fotovoltaica, mareas, hidrógeno, geotérmica, etc. y productos mucho menos contaminantes (vehículos eléctricos, etc.). Por supuesto, la eliminación de la llamada “obsolescencia programada”, haciendo mucho más duradera la utilidad de los bienes de consumo, permitiría ahorrar una cantidad enorme de materiales y energía.

Actualmente, según la FAO, un tercio de los alimentos producidos en el mundo para el consumo humano se pierde o desperdicia, lo que equivale a unos 1.300 millones de toneladas ¡Qué irracionalidad y despilfarro! Según el IPCC, el 10% de los gases de efecto invernadero producidos es responsabilidad del derroche de alimentos.  El ser humano, en lugar de dominar sobre su trabajo y las cosas producidas por él mismo, es dominado irracionalmente por las cosas mismas; es decir, por relaciones sociales de producción y de consumo que escapan a su control. No, no es el ser humano, en abstracto, responsable de esto, sino el sistema sobre el que se sustenta hoy la producción y la venta de alimentos y mercancías, el sistema capitalista.

También se culpa a la industria cárnica de extender la contaminación por CO2 y metano, por los desechos y excrementos animales, consumo excesivo de agua, etc. Lo cierto es que, como en las demás ramas de la economía capitalista, existe una anarquía en la producción cárnica que ayuda a extender la contaminación. Lo que habría que hacer es introducir una planificación racional en el sector que atienda los intereses exclusivos de un consumo humano racional y sano y las condiciones más saludables posibles para los animales para su crianza y desarrollo. Pero la condición para ello es expulsar el lucro capitalista de la producción cárnica y alimentaria.

Una sociedad socialista acabaría con el consumo irracional, inútil y dañino que fomenta la publicidad empresarial, sea sobre los alimentos o cualquier otro objeto de consumo; tendríamos un consumo armónico, racional, saludable, compatible con un desarrollo medioambiental sano, planificado y decidido por todos, que no haría  retroceder nuestro bienestar social, sino que lo impulsaría hacia adelante y lo extendería a toda la humanidad.

Un buen sistema de transporte público, eficaz y desarrollado haría superfluo el uso intensivo del automóvil privado; las modernas técnicas de construcción “verde” eliminarían el despilfarro de consumo eléctrico, de agua y gas de nuestros edificios. Ya el uso generalizado de las comunicaciones por internet permite un ahorro considerable de papel.

Cada nuevo desafío, reto o dificultad coyuntural, estimulará aún más el ingenio humano, y abrirá caminos de desarrollo insospechados a la humanidad. Pero la condición para esto es liberarnos de la camisa de fuerza de la propiedad privada y del beneficio empresarial. Eso abrirá un horizonte extraordinario de avances y bienestar inimaginables a millones de hombres y mujeres.

EL PAPEL DE LA CLASE OBRERA

En el Estado español, así como en todos los países de nuestro entorno, la clase obrera –los trabajadores asalariados– constituye el 80% de la población económicamente activa, y junto con sus familias constituyen la mayoría abrumadora de la población.

La clase obrera es, además, el producto genuino del sistema capitalista. El sistema de trabajo asalariado es el modo de producción –en condiciones de propiedad privada– más productivo y avanzado que puede existir. Por eso se reproduce y amplía constantemente, y va absorbiendo paulatinamente a los nuevos sectores productivos que surgen, y a otros donde antes predominaba la pequeña propiedad y el trabajo artesanal.

La clase trabajadora no es un sujeto explotado más que padece en esta sociedad, como cualquier otro (autónomos, profesionales, pequeños propietarios, pequeñas naciones, minorías sexuales, etc.). Es la columna vertebral que sostiene todo el andamiaje económico y social del país. Sin trabajadores que pongan en marcha las máquinas de las fábricas, los trenes, los aeropuertos, los autobuses, las centralitas de telecomunicaciones, los ordenadores de las oficinas públicas, el sistema eléctrico, el sistema de saneamiento, los hospitales, los supermercados y grandes centros comerciales, los pequeños talleres, la recogida de verduras y frutas en el campo, los teatros, cines y programas de TV, etc., no habría trabajo, no habría medios de consumo, no habría sociedad, no habría vida, no habría nada. Esta es la fuerza potencial que descansa en las manos y el intelecto de la clase obrera, y de la cual no dispone ninguna otra clase o capa social oprimida en nuestra sociedad.

La clase obrera desarrolla de manera natural una conciencia colectiva que surge del proceso de trabajo mismo, y de las condiciones de la vida social moderna. El trabajador no aspira a la propiedad ni al enriquecimiento personal, sino a que le paguen un salario digno para sostener a su familia y mejorar sus condiciones de vida; trabaja en común junto a sus compañeros de trabajo y cada obrero sabe que es un eslabón necesario en el proceso de trabajo de su empresa. Por otro lado, los trabajadores están obligados a salir juntos a la lucha, de ahí su tendencia natural a la solidaridad, frente al individualismo característico de la pequeña burguesía y del profesional aislado. Cuando la lucha contra el patrón adquiere un grado elevado de enfrentamiento, con la amenaza de la pérdida de los puestos de trabajo, trata de apelar a los obreros de otras empresas, a los vecinos del barrio o de su ciudad, organiza manifestaciones populares; en suma, trata de apelar a la sociedad, profundizando su naturaleza social y solidaria. En situaciones límite, los trabajadores amenazados con el cierre de sus empresas, de las que dependen para vivir,  ocupan las fábricas y oficinas, y a veces se acuerda su puesta en funcionamiento en común por los obreros sin necesidad de tener un patrón. Llegados a ese punto, a ningún trabajador se le ocurriría dividir la empresa en trozos y repartirse sus despojos y máquinas, sino mantenerla en funcionamiento trabajando todos en común. Es decir, la aspiración a la propiedad común, colectiva, gestionada democráticamente entre todos, forma parte latente de la conciencia de clase de todo trabajador asalariado.

El obrero es ajeno a la búsqueda mezquina, egoísta y enajenante del interés individual por el beneficio que se deriva de la posesión de una propiedad (fábrica, tierra, comercio, etc.), ya sea de un propietario grande o pequeño. Por lo tanto, la clase obrera es la clase más capacitada para velar por el interés común de la sociedad, por la propiedad pública, por la conservación de un medio ambiente sano, por la reducción de la jornada laboral, por el incremento general del nivel de vida, por que haya escuelas y un sistema de salud público digno y decente, por favorecer y elevar la cultura general. Es decir, el humanismo de la sociedad socialista se dibuja como el modelo de sociedad al que aspiran naturalmente las luchas y el desarrollo de la conciencia de los trabajadores llevados hasta sus últimas consecuencias.

Por todas esas razones la clase obrera debe jugar un papel principal en todo proceso de cambio social profundo, comenzando por la lucha contra el cambio climático. Por supuesto, que las demás clases y capas explotadas de la sociedad pueden y deben participar hombro con hombro en esa lucha, pero sólo el peso numérico y social de los trabajadores, y la aplicación de un programa socialista genuino, pueden llevar a una conclusión exitosa la lucha por terminar con las injusticias y los problemas sociales y medioambientales que genera el capitalismo.

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