La I Guerra Mundial – Parte V: El inicio de La Gran Matanza

¿Cómo conmemorar una guerra que barrió a cuatro imperios, mató a 18 millones de personas y dejó decenas de millones de vidas destrozadas? Muy buena pregunta, a la que tenemos respuesta. Con la conmemoración del centenario de la Gran Matanza, las pantallas de televisión se han llenado de programas dedicados a la  banalización sistemática de la catástrofe.

Hemos oído las opiniones de los académicos sobre si era necesaria la guerra, y quienes fueron realmente los responsables, y cosas por el estilo. Al final, no nos han hecho más sabios, pero posiblemente hayamos pasado una hora agradable delante del televisor.

La guerra como entretenimiento

En esta orgía de nostalgia edulcorada, viejas canciones como, «Pack up your troubles in your old kit bag and smile, smile, smile» [“Guarda tus problemas en tu viejo macuto y sonríe, sonríe, sonríe”, NdT], se repiten hasta la saciedad como si de un asunto alegre se tratara. A los niños en las escuelas incluso se les ha alentado a construir réplicas de trincheras en papel maché, afortunadamente sin el barro, la sangre, las ratas y los excrementos humanos que se hallaban en la versión original ¿Qué será lo siguiente? ¿Se animará a los niños a producir cloro y gas mostaza en los laboratorios de la escuela?

Para ser justos, se ha mencionado ocasionalmente el «terrible desperdicio de la guerra». Pero tales digresiones deprimentes no llegan a empañar el inmenso y agradable espectáculo que traen los recuerdos de la Gran Guerra. La otra noche, fue tratado en un programa el Arsenal de Woolwich; en esta fábrica, la obreras que producían armas y explosivos para el frente, fueron brutalmente explotadas, expuestas a un exceso de trabajo, condiciones deplorables y productos venenosos que arruinaron su salud y, en algunos casos, las condujeron al suicidio.

Parecía una buena idea en principio, pero por alguna razón que sólo conocían los productores, todo fue presentado a través de los ojos de una rica dama que, aburrida de su vida contemplativa, se adentró ella misma en la fábrica para ver cómo vivía el otro lado (no los alemanes, sino la clase obrera). Indignada por el trato que sufrían estas «pobres criaturas», se afilió a un sindicato, y rápidamente fue despedida, tras lo cual regresó a su lujosa casa de Mayfair (o dondequiera que fuera) en la que supuestamente vivió feliz. En resumen, lo que tenemos aquí no es nada más ni nada menos que la guerra tratada como un entretenimiento para las masas.

¿Por qué lucharon?

Algunas personas han expresado su asombro por el hecho de que tantas personas se sumaran tan rápidamente a la causa de la guerra. ¿Por qué tantos trabajadores se vieron envueltos en un sentimiento patriótico? En realidad, no es tan complicado de entender. Fue una cuestión relativamente sencilla para los gobiernos suscitar tal orgía patriótica. Algo parecido se ve al inicio de casi todas las guerras. La gran máquina de propaganda entra en acción. La historia difiere, así como los nombres de los enemigos, pero todos los gobiernos utilizan métodos idénticos para demonizar al otro bando y generar un sentimiento favorable a la guerra entre las masas. El gobierno de Austria utilizó el asesinato en Sarajevo para fomentar el odio contra los serbios. El gobierno alemán jugó con el temor a una invasión de hordas de cosacos bárbaros. Los gobiernos británico y francés utilizaron las atrocidades alemanas perpetradas en Bélgica. Al parecer, ningún país fue el agresor, sino la víctima inocente de la agresión provocada por el otro bando.

La prensa (que jugaba el papel de los medios de comunicación de masas de hoy en día, que son mucho más poderosos de lo que eran en 1914), los sacerdotes, políticos, maestros, profesores universitarios y otras «influencias formativas de la opinión pública», se movilizaron inmediatamente para producir en masa material destinado a demonizar al enemigo y crear un estado de ánimo de guerra. Poco a poco, se comenzó a ver la guerra no sólo como inevitable, sino incluso como algo conveniente.

En aquellos días, la Iglesia ejercía una mayor influencia en la vida de las personas que en la actualidad. En cada uno de los países beligerantes, los sacerdotes y pastores se alinearon para bendecir la guerra. Católicos y protestantes, ortodoxos y luteranos, todos afirmaron a sus fieles que Dios estaba de su lado, si bien es difícil explicar que un mismo y único Dios pudiera estar al lado de tantos estados antagónicos. El humo del incienso ayudó a anestesiar los sentidos de los cientos de miles de hombres que se condenaron a muerte al sonido de las trompetas y tambores. Y ya que Dios estaba de su lado, ¿quién podría discutir eso?

Los dirigentes de todos los partidos políticos volcaron sus esfuerzos en ondear banderas y corear, cada cual más fuerte, consignas patrióticas. Sus discursos patrióticos se reproducían en las páginas de los periódicos al día siguiente. Pero los obreros más avanzados no creían necesariamente lo que leían en los periódicos, ya que sabían que eran propiedad de sus enemigos de clase y estaban controlados por ellos, los banqueros y capitalistas. Si los dirigentes sindicales se hubieran opuesto a la guerra, si se hubiese alzado una voz discrepante, habría sido diferente. Pero los dirigentes del movimiento obrero estaban más ansiosos por demostrar su devoción a la clase dominante de «su» nación y se apresuraron a formar parte de los gobiernos de guerra de coalición con la burguesía.

Hubo otra razón por la cual muchos se ofrecieron voluntariamente a participar en la guerra. Para muchos trabajadores, el ingreso en las fuerzas armadas era visto como una aventura, un medio para escapar a una dura, aburrida y monótona existencia. El pueblo británico, en particular, había olvidado lo que era la guerra. Las guerras de Napoleón eran un recuerdo lejano. La reciente guerra de los Bóers en Sudáfrica fue poco más o menos que una escaramuza desde el punto de vista británico (aunque no desde el punto de vista de los agricultores Afrikáners y sus familias) y, de todas formas, terminó en victoria. Nadie podía imaginar el horror que se avecinaba cuando la ciencia y la tecnología del siglo XX se combinaran con el canibalismo del ser humano heredado desde los tiempos del Paleolítico.

En mi casa, hay una Biblia grande y vieja con fotos en color de hombres con sotanas y largas barbas, sus numerosas páginas se cierran con un broche metálico. Esta era la Biblia familiar, que contiene el registro de los nacimientos y fallecimientos de los miembros de la familia, comenzando con mis abuelos.

También hay toda una página titulada, «Lista de Honor”, un registro de los miembros de esta familia que sirvieron en la Gran Guerra. Está a color bordada con las banderas y estandartes de nuestros aliados: Francia, Bélgica, Italia, Estados Unidos y, paradójicamente, la doble águila bicéfala de la Rusia zarista. En esta lista figura George Woods, 18 años, que se presentó como voluntario para el ejército el 1 de septiembre de 1914 – tan pronto como pudo, y sirvió en la Artillería en Francia durante la guerra; fue desmovilizado finalmente el 21 de enero de 1919.

En 1914, mi abuelo era un joven trabajador en una fábrica de hojalata en Swansea, Gales del Sur. La suya fue una vida de trabajo duro e implacable, ganando apenas lo suficiente para sobrevivir. Tenía en un brazo un tatuaje de color rojo y azul de una señora con un casco en la cabeza y un gran escudo. Yo estaba fascinado por ese tatuaje, del que me enteré más tarde que era una imagen de Britania, el último símbolo de la grandeza imperial de Gran Bretaña. Supongo que debió de hacérselo poco después de alistarse en el Ejército, posiblemente, en Francia. De niño, yo le preguntaba sobre la guerra, con la esperanza de escuchar historias de batallas y gloria. Pero para decepción mía, nunca hablaba de ello, salvo para decir: «Solamente se trató de trabajadores luchando entre sí por la causa de los ricos».

Ese tatuaje me deja entender que, en 1914, al igual que muchos otros jóvenes que fueron a combatir en Francia, era un patriota convencido, y a juzgar por la gran Biblia vieja, también había sido un hombre religioso. Pero la guerra cambió todo eso. Mi abuelo fue uno de los afortunados. Sufrió gases lacrimógenos, que le afectaron a los pulmones, pero a diferencia de muchos de sus camaradas, sobrevivió a la guerra. La experiencia de la guerra y la amarga lucha de la clase obrera que le siguió lo cambiaron para siempre. Se convirtió en un activo sindicalista y ferviente partidario de la Revolución Rusa, afiliándose al Partido Comunista. Mantuvo sus fervientes creencias socialistas hasta el final de su vida.

Miedo a la Revolución

La traición de los líderes de la II Internacional al votar a favor de la guerra favoreció inmensamente a las clases dominantes de ambos lados. Esto desmoralizó y desorientó a los trabajadores y los arrojó a los brazos de los imperialistas. «Nuestros dirigentes apoyan al gobierno, así que la guerra debe ser justa», debieron sacar como conclusión. Este factor importante explica por qué millones de trabajadores en ambos lados se alistaron rápidamente al ejército en las primeras etapas de la guerra. Por todas partes, el ala izquierda y los internacionalistas se vieron aislados e indefensos ante la imparable ola patriótica.

Para algunos gobiernos el temor a la revolución fue precisamente lo que les motivó a ir a la guerra. Ese fue sin duda el caso de Rusia. En los meses previos a la guerra, Rusia se encontraba en vísperas de una nueva revolución. El número de huelgas y manifestaciones había aumentado bruscamente. San Petersburgo estaba ocupada por la policía y el ejército que se enfrentaban a los trabajadores. En julio de 1914, cuando el Presidente francés Poincaré visitó la ciudad para debatir la situación internacional con el Zar, quedó sorprendido al ver las barricadas en las calles y banderas rojas por todas partes.

El miedo a la revolución fue un factor importante que condujo al Zar y a su camarilla a la guerra. La movilización tuvo éxito en obstaculizar el movimiento revolucionario. Los jóvenes trabajadores que componían la columna vertebral del movimiento fueron reclutados para el ejército donde se vieron inmersos en un mar inmenso de campesinos retrógrados y analfabetos. El partido Bolchevique estaba hecho trizas, sus dirigentes encarcelados. Lenin y Trotsky se vieron obligados a exiliarse una vez más.

Con todo, la guerra misma planteaba peligros que los representantes de la clase dirigente más previsores entendían muy bien. Las palabras de Sir Edward Grey sobre que “las luces se están apagando en toda Europa” son bien conocidas. No tan conocidas son otras palabras que expresan muy claramente los temores de una parte de la clase dirigente sobre las consecuencias definitivas de una guerra mundial. Así expuso sus advertencias en su obra autobiográfica: «es el mayor paso hacia el socialismo que posiblemente podría haberse dado. Tendremos gobiernos laboristas en todos los países después de esto«. (E. Grey, Twenty-Five Years, Vol. II, p. 234)

Las previsiones de Sir Edward demostraron ser correctas. La guerra, a pesar de todos sus horrores, finalmente se convirtió en una gran escuela para la revolución, arrasando reyes e imperios y elevando a la clase obrera a un nivel en el que el poder estaba a su alcance en un país tras otro.

La Batalla del Marne

Al principio, todo el mundo estaba convencido de que la guerra sería corta. Todas las potencias beligerantes basaron sus planes en esta suposición. Los británicos ni siquiera creían que fuera necesario enviar a sus soldados de infantería; la contribución de Gran Bretaña, pensaron, se limitaría a la fuerza naval. En realidad, la potente marina británica desempeñó un papel relativamente menor. El inmenso costo de los acorazados hacía demasiado arriesgado el conflicto en alta mar, así que la mayor parte del tiempo permanecieron cuidadosamente anclados en sus puertos. La guerra en Europa, como en el pasado, sería librada por tropas de tierra.

Pero al principio, esto no estaba previsto. «Estaremos en casa por Navidad», ésa era la ilusión general de los soldados de todos los ejércitos. Y es obvio que todos regresarían victoriosos. Iban a experimentar una terrible lección en las trincheras y campos de la muerte del Marne y del Somme, en Tannenberg y Gallipoli. Pero eso estaba por llegar.

Las primeras batallas fueron diferentes de las posteriores sangrientas batallas de desgaste que se libraron en las trincheras. Por el contrario, el inicio de la guerra fue un asunto extremadamente móvil en el que por última vez (al menos en el frente occidental) la Caballería desempeñó un papel prominente. La primera batalla del Marne ocurrió en Francia sólo a 30 millas al noreste de París, en el valle de río Marne, entre el 6 y el 12 de septiembre de 1914. Siguiendo el Plan Schlieffen, ideado antes de la guerra, los alemanes esperaban una rápida victoria en el oeste antes de que los rusos pudieran atacar desde el este.

Tan seguros del éxito estaban los mandatarios en Berlín que creían que se podría vencer a los franceses en tres semanas. Eran previsiones muy optimistas, pero al principio parecían dispuestos a cumplirlas. Los alemanes avanzaron rápidamente hacia París, dejando al ejército francés desmoronado ante la violencia de la embestida. En la primera semana de septiembre, el gobierno francés había huido de París. El 1er y 2º Ejército alemanes (dirigidos por los generales Alexander von Kluck y Karl von Bülow, respectivamente) siguieron caminos paralelos hacia el sur, el 1er ejército ligeramente hacia el oeste y el 2º Ejercito ligeramente hacia el este.

Kluck y Bülow habían ordenado llegar a París como una unidad, apoyándose mutuamente. Pero en lugar de dirigirse directamente a París, Kluck decidió perseguir al exhausto 5º Ejército francés. Embriagado por sus primeros éxitos, Kluck siguió presionando. Sus telegramas a Berlín eran triunfalistas y demasiado confiados, como si de un agradable paseo por el campo se tratara. Pero al abrir una brecha entre los dos ejércitos alemanes, expuso al flanco derecho del 1er Ejército a un contraataque francés.

Soldados alemanes en la primera batalla del Marne

El 3 de septiembre, el ejército de Kluck cruzó el río Marne y entró en el valle del río Marne. En 1914, el ejército francés era muy inferior en número. Pero estaban peleando de espaldas a París y cuando organizaron un ataque sorpresa en la primera batalla del Marne la posición se revirtió dramáticamente. Las tropas de ambos bandos estaban agotadas, pero los franceses, más cerca de París, tenían la ventaja de tener líneas de suministro más cortas, mientras que la de los alemanes se fueron agotando hasta el punto de no poder seguir avanzando.

La batalla del Marne fue la primera de una serie de matanzas sangrientas. Parecía imposible que un ejército roto y desmoralizado pudiera revertirse y luchar, pero eso fue lo que pasó. Los franceses lucharon con valentía desesperada. Fue durante esta batalla en la que se dice que el soldado Foch envió el famoso telegrama al general Joffre: «Mon centre céde, ma droite recule, situation excellente, j’attaque” [Mi centro cede, mi derecha se retira, situación excelente, yo ataco].

El avance alemán pudo detenerse pero a un costo humano terrible. Las bajas en los ejércitos franceses y alemanes (muertos y heridos)  se estiman aproximadamente en 250.000 hombres cada uno. Los británicos perdieron 12.733.

Los alemanes se replegaron hacia el valle de Aisne, donde se dispusieron a contraatacar. En la batalla de Aisne, las fuerzas aliadas fueron incapaces de romper las líneas alemanas y los combates degeneraron rápidamente en un callejón sin salida, sin ninguna de las partes dispuesta a ceder terreno. Debilitado en gran medida por las pérdidas causadas en la batalla del Marne, el ejército alemán se vio obligado a abandonar su idea de una victoria rápida y se vio obligado a cavar trincheras para fines defensivos.

El freno del avance alemán en el Marne transformó profundamente la naturaleza de la guerra. Al principio, el sistema de trincheras sólo estaba destinado a ser una medida temporal, pero marcó un cambio fundamental en las tácticas militares. Se puso fin a la guerra abierta. Ahora ambos lados estaban atascados en el barro y la sangre de las trincheras. Los hombres quedaron atrapados en estas guaridas subterráneas hasta el final de la guerra. La guerra, que debía terminar en Navidad, iba a durar cuatro largos años.

Pero los cambios revolucionarios en las tácticas no llevaron inmediatamente a su correspondiente cambio en la mentalidad de los generales. El Comandante en Jefe francés, Joffre, incluso si se lo compara con los muchos generales incompetentes y brutales de la I Guerra Mundial, destaca como un brillante ejemplo de la falta de talento militar y de humanidad, en igual medida. Detrás de un gran rostro caritativo de expresión imperturbable se escondía una mente tan rígida como un faraón momificado. En lugar de tenacidad y audacia, que son cualidades necesarias de cualquier comandante que se precie, se caracterizó por una terquedad de mula e inflexibilidad estúpida.

Estaba firmemente convencido de su superioridad absoluta sobre la raza humana y, sobre sus compañeros; en particular, Joffre se veía a sí mismo como el divino Salvador de Francia. Foch dijo de él que, a pesar de su falta de originalidad, nunca titubeó en tomar una decisión y que «no sabía lo que Francia haría sin él». No hace falta decir que, Le Pere Joffre, como era conocido, nunca cambió de opinión una vez tomada, o dejó que nada le quitara el sueño.

Mostrando la más completa indiferencia ante la pérdida de vidas entre sus propias tropas, Joffre presionaba constantemente para pasar a la ofensiva. El ejército francés se vio obligado a realizar una serie de ataques sin sentido que sólo causaron como único resultado mayores bajas. Las unidades de ataque fueron aniquiladas por las ráfagas de los despiadados rifles y ametralladoras, mucho antes de que incluso llegaran a las trincheras enemigas. Muchos heridos murieron agonizando, abandonados en tierra de nadie o colgados como espantapájaros en la alambrada enemiga. Pero el general Joffre no perdía el sueño.

La Navidad de 1914 en las trincheras

La derrota alemana en el Marne puso fin a los sueños de Berlín de una victoria rápida. También puso fin a la carrera militar de Moltke, que era Jefe del Estado Mayor alemán. Fue despedido de forma sumaria. Pero en todo caso, la decepción del lado de los aliados fue aún mayor. Los alemanes, a pesar de su derrota, se quedaron con el control de alrededor de una décima parte del territorio francés. Además, los territorios ocupados incluían algunas de sus mejores tierras agrícolas, el 80% de su carbón, casi la totalidad de sus recursos en hierro y gran parte de sus industrias. Los aliados habían ganado una batalla pero no la guerra, que había terminado en un punto muerto.

Las primeras trincheras eran meramente improvisadas, a menudo meros agujeros en los cuales los soldados aterrorizados se refugiaban de la devastadora lluvia de balas de las ametralladoras. Pero pronto adquirieron un carácter más estable y más complejo, especialmente en el lado alemán, donde los soldados disfrutaron de mejores condiciones que sus homólogos franceses y británicos. Sus trincheras eran más profundas, mejor protegidas y provistas de cocinas y otros servicios.

Todas las guerras consisten en breves ráfagas de actividad violenta separadas por largos períodos de aburrimiento. La naturaleza estática de una guerra de trincheras y el simple tedio condujo a una creciente curiosidad acerca de lo que pasaba en el otro lado. La proximidad del enemigo significaba que podían oírse aunque pocas veces podían verse. Los olores del desayuno llegaban hasta el otro lado, los hombres se enfrentaban a las mismas condiciones de frío y humedad en ambos bandos. Hubo conversaciones ocasionales entre las trincheras y, en algunos casos, intercambio de mercancías. De esta manera, un mutuo respeto comenzó a crecer y preparó el camino para la confraternización.

En los primeros meses de inmóvil guerra de trincheras, hubo una especie de estado de ánimo de «vive y deja vivir», mediante el cual los soldados próximos unos de otros dejaron de luchar y confraternizaron en pequeña escala. En algunos sectores, hubo treguas no oficiales para permitir a los soldados salir de las trincheras y recuperar a camaradas heridos o muertos. A veces, llegaron a un acuerdo tácito para no disparar mientras los hombres descansaban, entrenaban o trabajaban a la vista del enemigo.

El 1 de enero de 1915, los diarios Norfolk Chronicle y Norwich Gazette publicaron la siguiente carta que da cuenta de ello:

“Incidente gracioso en la trinchera. ‘Tommy’ y ‘Fritz’ intercambian regalos. Una de las curiosidades de la guerra en los campos de batalla occidentales (dice el Daily Chronicle) es, sin duda, la proximidad de las fuerzas opositoras en las trincheras, dando así oportunidades para conversar. Pero, seguramente, lo más curioso debe haber sido el incidente descrito por el soldado H. Scrutton, del Regimiento de Essex, en una carta a sus familiares en Wood Green, Norwich. Escribe:

«Como dije antes, nuestras trincheras están sólo a 30 ó 40 yardas de las de los alemanes. Esto provocó un incidente emocionante el otro día. Nuestros compañeros se han acostumbrado a gritar al enemigo y nos hemos acostumbrado a obtener respuestas de ellos. Nos dijeron que habláramos con ellos y esto es lo que pasó: – del otro lado de la trinchera: ‘Buenos días, Fritz’. (Sin respuesta). ‘Buenos días, Fritz’ (todavía sin respuesta). ‘BUENOS DÍAS, FRITZ’. Desde las trincheras alemanas: ‘Buenos días’. Desde nuestra trinchera: ‘¿Cómo estás?’ ‘Bien’. ‘Ven aquí, Fritz.’ ‘No. Si voy me disparan’. ‘No, no te dispararemos. Venga’. ‘Sin miedo’. «Ven a por unos cigarrillos, Fritz’. ‘No. Acércate hasta la mitad del camino y me acerco hasta ti’. ‘Está bien’. Enseguida, uno de nuestros compañeros se metió cigarrillos en el bolsillo y salió de la trinchera. El alemán salió de su trinchera, y se reunieron justo a medio camino y se estrecharon la mano, Fritz cogió los cigarrillos y le dio queso a cambio. Fue bueno ver a los alemanes fuera de las trincheras y a los ingleses también, con las gorras agitando en el aire, y todos vitoreando. Unos 18 de nuestros hombres salieron a medio camino a encontrarse con aproximadamente el mismo número de alemanes. Esto duró una media hora, luego cada bando regresó a sus trincheras para dispararse otra vez unos contra otros. Lo que he escrito es verdad pero no creo que nos hiciéramos amigos ya que dos de nuestros compañeros murieron esa misma noche, y no sé cuántos otros del otro lado».

Los peligros inherentes a esto no pasaron desapercibidos a los generales. Se mostraron particularmente preocupados con la llegada de la época navideña. El 5 de diciembre de 1914, el General Sir Horace Smith-Dorrien, emitió una instrucción a los comandantes de todas las divisiones:

«Este período es el de mayor peligro para la moral de las tropas. La experiencia de ésta y de todas las otras guerras demuestra, sin lugar a dudas, que las tropas atrincheradas en proximidad a las trincheras enemigas se deslizan muy fácilmente, si se me permite decirlo así, en una teoría de la vida del tipo ‘vive y deja vivir’… y los oficiales y soldados se hunden en un letargo militar del que es difícil despertarlos cuando surge el momento de hacer nuevos sacrificios… la actitud de nuestras tropas puede entenderse fácilmente y hasta cierto punto provoca simpatía… tal actitud es, sin embargo, tanto más peligrosa en cuanto que desalienta la iniciativa en los comandantes y destruye el espíritu ofensivo en todos los rangos… el Cuerpo de Comandantes ordena, por tanto, a los comandantes de las Divisiones inculcar a los comandantes subordinados la necesidad absoluta de fomentar un espíritu ofensivo… las relaciones amistosas con el enemigo, los armisticios no oficiales, aunque puedan ser tentadores y divertidos, están absolutamente prohibidos».

Soldados alemanes y británicos confraternizando en la navidad de 1914

Tales prohibiciones no pudieron detener la tendencia a la confraternización. Los fragmentos de villancicos que se dejaban oír en las trincheras en la semana previa a la Navidad alentaron a los soldados alemanes y británicos a intercambiar felicitaciones y canciones a través de las trincheras. Terminaron aventurándose a salir de la seguridad relativa de sus trincheras y establecer un contacto directo con el otro lado intercambiando regalos y souvenirs.

Instintivamente, los trabajadores de uniforme se dieron cuenta de que los hombres en las otras trincheras eran trabajadores como ellos, comprometidos en una matanza sin sentido para proteger los intereses de los capitalistas, terratenientes y reyes. Muchos soldados de ambos bandos espontáneamente se acercaban hasta la “tierra de nadie” (el área situada entre las trincheras alemanas y británicas), donde se intercambiaban alimentos y cigarrillos e, incluso, celebraban funerales conjuntos, a veces terminando las reuniones con villancicos.

Los alemanes comenzaron colocando velas en sus trincheras y en los árboles de Navidad, luego continuaron la celebración cantando villancicos, a lo cual los británicos respondieron con sus propias canciones. En la Nochebuena de 1914, ambas partes declararon una tregua no oficial y jugaron un partido de fútbol en tierra de nadie. En algunos lugares la tregua duró una semana. Se calcula que participaron unos 100.000 hombres.

Una conmovedora historia, que resulta ser cierta. Pero no tuvo un final feliz. La casta de oficiales de ambos bandos se enfureció por este acto espontáneo de confraternización con «el enemigo». La siguiente Navidad, centinelas a un lado y otro de las trincheras recibieron órdenes de disparar a cualquier soldado que intentara difundir el mensaje de Navidad de «paz en la tierra y buena voluntad a todos los hombres». Cualquier soldado que saliera del parapeto recibiría una bala en la cabeza como regalo de navidad.

El objetivo de la clase dominante siempre es dividir a la clase trabajadora en líneas nacionales, raciales, lingüísticas y otras. Esto es aún más necesario en la guerra que en tiempos de paz. Los generales estaban horrorizados por la confraternización instintiva de los trabajadores de uniforme. El mantenimiento de francotiradores a lo largo de la línea del frente fue diseñada precisamente para prevenir cualquier confraternización posterior y fomentar el odio contra «el enemigo» en todo momento. Esta barbarie terminó finalmente con la Revolución Rusa, que inmediatamente rompió las barreras de hierro que habían separado a unos soldados de otros, a unos hombres de otros, y a hermanos y hermanas de otros hermanos y hermanas, estableciendo las bases para la unidad del proletariado internacional, que es la condición previa para la emancipación de la clase obrera y de toda la humanidad.

26 de septiembre de 2014

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