La revolución de 1868: Hace 150 años los borbones huyeron de España (1ª parte)

Aniversario de «La Gloriosa» y del comienzo del Sexenio Revolucionario

El 18 de septiembre se cumple el 150º aniversario de una de las grandes gestas populares de nuestra historia: la Revolución de 1868, conocida como “la Gloriosa”, que dio paso a un sexenio revolucionario que vio entrar por primera vez en la escena de una forma generalizada a la clase obrera española. Como explicamos en este artículo, los historiadores convencionales han silenciado sistemáticamente el protagonismo indiscutible de las masas populares y de los trabajadores en este acontecimiento. El régimen y los medios de comunicación burgueses tratarán de que este aniversario pase desapercibido. Una revolución popular que derriba la monarquía borbónica y culmina en una república no es motivo de celebración para la clase dominante y puede inspirar conclusiones similares en la actual etapa de crisis de régimen del capitalismo español. Justamente por eso, estamos obligados a conocer en detalle esta parte de nuestra historia para sacar lecciones para nuestras luchas y aspiraciones presentes.

Antecedentes

El siglo XIX en España está vinculado al proceso por el cual el capitalismo destronará definitivamente al Antiguo Régimen feudal, convirtiéndose en sistema dominante en todos los órdenes: económico, político, social y cultural. En base a la entronización del nuevo sistema socioeconómico que destrona al viejo, y a las gigantescas fuerzas que desata el proceso, la historia española del siglo XIX es la historia de la Revolución con mayúsculas, que tiene lugar una y otra vez, irguiéndose sobre sus conquistas o derrotas previas.

El proceso revolucionario comenzó por los levantamientos insurreccionales de las masas contra la invasión napoleónica en 1808. Hay unos cuantos de ellos en ese año que dejan «chiquito» al archiconocido 2 de Mayo madrileño. Los reyes que han empobrecido al país durante décadas abdican en su hijo. Éste abdica en el hermano de Napoleón, que todo el mundo sabe que es un títere. Mientras los señores van a Bayona a rendirle pleitesía por primera vez, entran en escena las masas al mismo tiempo en el conjunto de la geografía peninsular, siendo conscientes de ese fenómeno. Es decir, se es consciente en el conjunto del país de que el levantamiento de los campesinos gallegos, por poner un ejemplo, ha expulsado para siempre a las tropas napoleónicas de Galicia desde 1809. El que los ejércitos españoles fuesen derrotados mayormente y que muchos decenas de miles pasaran a engrosar las filas de las guerrillas jugó un papel en la conciencia popular no pequeño. Al igual que lo jugó la creación de órganos revolucionarios, provincia a provincia, para cubrir la volatilización física del poder del rey.

El final de las guerras napoleónicas trazó el retrato de España: un país en ruinas con un Estado en bancarrota, fruto de una deuda contraída por los Borbones tras décadas de guerras casi ininterrumpidas. En los devaluados títulos de Deuda se enterró periódicamente el capital comercial de la acumulación llevada a cabo por parte de las zonas más avanzadas durante décadas.

El «Dios, Patria y Rey» con el que la reacción intentó galvanizar el apoyo popular en torno a Fernando VII se fue deshaciendo o, mejor dicho, fue llenándose de un contenido de clase diferente al pretendido originalmente por sus promotores en las décadas siguientes en la mente de los oprimidos. Un alud de acontecimientos dejó claro a todos que la Patria no defendía a todos por igual, que Dios quería seguir cobrando diezmos (que muchos campesinos dejaron de pagar entre 1808-1814) o que los reyes y reinas eran unos golfos y ladrones redomados que siempre estaban a bien con los ricos.

La independencia de las colonias latinoamericanas multiplicará todos los males. La ruina que ello ocasiona al comercio peninsular, los vaivenes económicos que origina el nuevo sistema económico internacional capitalista que lleva penetrando en tierras hispanas bastante antes del principiar el siglo XIX…, todo ello arruina a ciudades y regiones enteras. Arruinadas quedan igualmente una gran parte de las viejas clases que componían el caduco orden social anterior que se resisten al cambio: artesanos de los viejos gremios, pequeños campesinos, parte del clero. Arruinada queda la autoridad del país, despreciado en todos los órdenes, crecientemente ignorado, salvo para mejor apropiarse de sus pocas riquezas por parte de las naciones más avanzadas.

A la primera movilización revolucionaria le sigue un cuarto de siglo después, a la muerte de Fernando VII, otra ruptura del Estado por arriba, cuando la familia real se disecciona en dos buscando el apoyo de las clases sociales que les son más o menos afines. Los carlistas serán los defensores del viejo orden feudal y sus reminiscencias, comandados por lo más retrógrado de la nobleza e Iglesia, que intentan enrolar tras de sí a las clases medias en crisis ante las nuevas fuerzas capitalistas. Los liberales, que ya han perdido el pulso revolucionario inicial que reflejaba en parte la Constitución de 1812, pactan con un sector de la aristocracia una transacción. Pero la quiebra abierta del Estado hace que afloren a la lucha nuevamente las clases trabajadoras y pequeños propietarios en crisis, en el campo y en la ciudad, emergiendo de una manera revolucionaria (y contrarrevolucionaria) todas las tensiones crecientes entre las clases, entre 1835 y 1843. Hasta que el último alzamiento revolucionario es derrotado, al final de 1843, y el último reducto que representaba la lucha de obreros y artesanos, la comuna republicana de Barcelona que ejerció su poder durante tres meses, es derrotado.

La desamortización agraria y sus consecuencias

Las viejas clases en disolución lucharán por su supervivencia, aliándose unas veces, enfrentándose otras, a alguna de las nuevas clases sociales que se desarrollan con vigor en este proceso: la burguesía y el proletariado. Este último no sólo se robustece en las ciudades con las flamantes industrias que surgen en la España periférica, en Cataluña en primer lugar, sino con el desarrollo de la desamortización agraria.

Ésta es pactada por la burguesía comercial propietaria de devaluados bonos de Deuda del Estado y la vieja aristocracia terrateniente, posibilitando, aparte del pago en metálico, el canje de los depreciados bonos del Estado por tierras, por lo que ambas clases acaban entroncando en una nueva clase poseedora que se acomoda a la explotación capitalista del agro español. Eso sí, esta unidad de intereses de la nueva clase dominante española llevará consigo, en lo cultural e ideológico, como carga genética que se replicará sucesivamente, todo lo fundamental que de opresión, injusticia y oscurantismo caracterizó a las retrasadas clases dominantes de las Españas durante los siglos pretéritos.

Esta apropiación capitalista de la propiedad de la tierra lleva a que se vendan a los viejos y nuevos ricos la mayor parte de las tierras de la Iglesia, pero también las tierras comunales y de «bienes de propios» de los pueblos. Las tierras comunales aliviaban la falta de alimento en las épocas en que no había trabajo en el campo, y las tierras de los bienes de propios de los ayuntamientos eran utilizados por estos para alquilarlas a aparceros, obteniendo así dinero con el que pagar impuestos y llevar a cabo «gastos sociales» en los pueblos. [1]

La desaparición de estas tierras, que mitigaban de una u otra manera la situación de la mayoría de la población humilde, fue una auténtica contrarrevolución, una calamidad que la empobreció aún más. Al término de este proceso, al final del siglo XIX, la clase jornalera se ha engrandecido en la mitad meridional con antiguos aparceros, y con pequeños campesinos que intentan entrar en este juego, saliendo endeudados. Al mismo tiempo, este proletariado rural se ha hecho más dependiente y vulnerable ante los nuevos señores. En la mitad norte del país, por contra, donde había pocos latifundios, sí se consolidó aún más el reparto de la tierra entre pequeños y medianos propietarios.

El jornalero o labriego será consciente durante muchas, muchas décadas, de que el monte que había al lado había sido usado por su padre, o por su abuelo, para recoger unos pocos espárragos, tagarninas, pan de pobre, un conejillo con suerte, para aliviar el hambre en la época de escasez… Rumiará en la cabeza su desesperación mientras intentará ajustar cuentas con el hambre, la penuria y sus consecuencias brutales, además de soportarla físicamente hasta más no poder: marchando a la ciudad en la naciente industria; emigrando, al nuevo Mundo preferentemente, una nueva tierra en permanente descubrimiento y desarrollo por entonces; o levantándose, levantándose para cambiar esa vida tremendamente injusta.

El desarrollo de este proceso durante las primeras dos terceras partes del siglo XIX creó conciencia, vaya que si la creó, sin necesidad de textos socialistas o de ningún agitador anarquista. Un bisabuelo había luchado contra los franceses. Un abuelo participó de alguna manera en el proceso revolucionario de 1835-44, quizás también con las armas en la mano, cuando llegó a haber unos 400.000 hombres en la milicia nacional, dependiente de las ciudades y principales pueblos. Un padre quizás vivió la derrota de este proceso, y los estallidos populares posteriores, cuando intentaron imitar a sus abuelos echándose al monte, en partidas de cientos y de miles, en las sublevaciones populares de Motril, El Arahal, La Carolina, Málaga, Loja y de otros pueblos desconocidos aún donde los vencedores enterraron la verdadera historia. Por no hablar de lo que significó el breve bienio progresista, en 1854-56, en toda la geografía nacional, con fusiles y barricadas en casi cualquier ciudad, y otra vez decenas de miles armados intentando tomar el cielo por asalto…

Partidos políticos. El surgimiento del socialismo

Los alzamientos revolucionarios, las traiciones de los líderes irresolutos que fallaban al pueblo, las pujantes clases en desarrollo, el nuevo orden económico que se impone con sus renovadas reglas, crearon y rompieron los partidos políticos en líneas de clase, en función de que cumpliesen o no las aspiraciones de las nuevas y viejas clases existentes. Los liberales se dividieron en moderados y exaltados, más radicales estos últimos. Estos, a su vez, se fraccionan posteriormente en progresistas y demócratas. Una mayoría de estos últimos, una mezcolanza de republicanos y socialistas utópicos con algunos monárquicos «demócratas», jugarán un papel fundamental en la articulación inicial del movimiento obrero a partir de 1840.

Los artesanos en decadencia, que intentan resistirse a su marcha definitiva hacia la ruina, entroncan con la clase obrera naciente en un movimiento donde intelectuales burgueses y sectores de las clases medias sensibles a estos cambios traicionan a las clases pudientes, para llevar a las clases bajas las nuevas ideas que intentan mejorar la condición de este Cuarto Estado que se está forjando. El socialismo de los «utópicos» Cabet, Fourier, Owen o Proudhon, entra en España a través de las dos ciudades que serán la punta de lanza del país durante todo el siglo, Cádiz y Barcelona, la una en cada vez mayor declive, y la otra que multiplicará su valor, riqueza y población repetidamente. En decenas y decenas de ciudades y pueblos las asociaciones, cooperativas y sindicatos obreros jugaron un papel cada vez más importante en incontables huelgas y protestas antes de 1868. Un Fernando Garrido o un Pi i Margall se convertirán en dirigentes nacionales que redactarán las tesis del primer congreso obrero, celebrado en Barcelona en 1865. Una década antes ya habían dirigido una campaña estatal de recogida de firmas para legalizar las asociaciones obreras por todo el país.

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Órgano de la Federación Obrera Balear, publicado en Palma de Mallorca (1869)

El asociacionismo obrero, republicano y socialista, que es casi todo uno entre 1840 y 1868, será aplastado una y otra vez, con centenares de activistas asesinados o fusilados en ese periodo, miles de encarcelados y dirigentes exiliados, si tuvieron suerte. Los pequeños avances logrados serán arrebatados, de tal forma que al alborear el año de «la Gloriosa» se seguía trabajando en las nuevas fábricas doce y hasta catorce horas por un salario de subsistencia. En el campo, la ínfima supervivencia impuesta por los regímenes de Narváez, Serrano y O’Donnell después de la revolución de 1843, durante más de dos décadas, tendrá consecuencias calamitosas.

Los pronunciamientos

La historiografía tradicional presenta al siglo XIX como el siglo de los «pronunciamientos», golpes o alzamientos militares en los que el pueblo jugó un papel subordinado. Varias decenas de ellos se sucederán a lo largo del siglo, aquí conservadores, allí de signo más progresista. A los historiadores se les forma en las facultades partiendo de este axioma, de tal manera que uno, quizás, sale licenciado sin que le hayan explicado, por ejemplo, que desde un mes antes de la «sargentada» del palacio de La Granja, en agosto de 1836, se sucedían Juntas revolucionarias en las principales ciudades, la gente se negaba a pagar impuestos o había regiones enteras del país que se habían sublevado contra el gobierno. Lo que hicieron los sargentos no fue más que acompañar el movimiento que habían desencadenado sus padres y hermanos. Pero bueno, la historia la escriben los vencedores. Los vencedores pagan y mandan. Y no lo hacen para que la gente tome conciencia de que en condiciones peores que las actuales, gente analfabeta y con muchas taras se unió a sus hermanos, compañeros y vecinos para, entre todos, cambiar su condición y luchar por la posibilidad de transformar sus vidas, haciendo todos los sacrificios necesarios para ello, poniendo sus vidas en riesgo una y otra vez. O dándola. Eso tiene que ser ocultado.

Incluso cuando los militares tomaban la iniciativa, no hacían otra cosa sino reflejar de una u otra manera el fantástico torbellino de fuerzas sociales divergentes y contradictorias en las que se veían envueltos todos estos actores sociales. Pero el siglo XIX en la historia oficial es el de los pronunciamientos, no el de las revoluciones. Nosotros, sin embargo, queremos intentar acercarnos a las verdaderas raíces sociales de este complejo fenómeno.

Justo antes de 1868

El régimen de Isabel II, una dictadura en toda regla, sin ningún apoyo de masas, estaba podrido desde hacía años, con una camarilla real en su derredor donde brillaban con luz propia financieros y promotores de todo tipo de obras, como el marqués de Salamanca, que arrendaba obras, derechos y explotaciones de todo tipo… previa comisión.

Durante más de 20 años un falso desarrollo había tapado las vergüenzas nacionales del raquitismo industrial y del atraso económico merced al boom económico ligado a la construcción de vías de ferrocarril -con casi todo el material utilizado para tender las vías importado desde fuera de España-. En torno a él se habían sucedido diferentes sociedades para instalar los diferentes ramales, algunos de ellos sin ningún sentido económico, pero con jugosas comisiones siempre de por medio. Todo ello dio lugar a la afluencia de capitales para crear bancos y cajas de ahorros, de los que participaron no sólo la burguesía y terratenientes, sino las clases medias con ahorros.

Después de 20 años los pretendidos beneficios y retornos de las inversiones se revelaron casi nulos. En 1864 suspendió pagos la primera entidad de crédito ligada a esta burbuja. Las suspensiones bancarias se sucedieron por todo el país, arrastrando a negocios de todo tipo. La crisis internacional de 1866 pone la puntilla y la mitad de los principales bancos desaparecerán, fundamentalmente en las que hoy son las regiones más atrasadas de España.

En este contexto, a pesar de la dictadura, era inevitable que surgiese la agitación política. Los estudiantes salen a la calle cuando el republicano Castelar denunció públicamente el latrocinio real sobre los bienes de la nación, siendo brutalmente reprimidos, con muertos incluidos.

Al poco, 1200 artilleros de Madrid se sublevan y reparten armas entre quizás un par de millares de republicanos y demócratas. Son aplastados. O’Donnell, jefe de gobierno cuyo esplendoroso nombre jalona el nombre de innumerables avenidas declara en las Cortes que si el motín hubiera triunfado «los horrores de la Revolución francesa no se hubiesen parecido en nada a lo que habría pasado aquí…». Los ricos, comisionistas y negociantes de toda laya se topan otra vez de bruces con la realidad de la insurrección de los de abajo, con una mezcla de horror, pánico y sed de venganza. La reina, sabiendo que había mil presos, exigió que se fusilase a todos ellos antes del amanecer. Cuando O’Donnell quiso contenerla diciendo que no había fusiles para ello la soberana le replicó con un «pues haz uso de la metralla». 66 serán fusilados. La reina echó a O’Donnell del poder por ser demasiado blando.

1866 será año de sequía y en 1867 la cosecha de cereal es un desastre. Aquí y allá se suceden mítines y protestas. Más represión, más encarcelados, pero no cambia la situación que genera el creciente malestar. En el extranjero, los líderes de todos los partidos opositores del país (progresistas y demócratas) se habían concertado para organizar un levantamiento contra el trono. Los intentos de pronunciamiento del caudillo liberal progresista Prim, por su cuenta, desconfiando de la participación popular, son un fracaso, en 1866 y 1867.

Los sectores más conscientes de la burguesía definitivamente renuncian a reformar a una reina y su camarilla que viven ajenos a la realidad, haciendo ostentación de su corrupción y robo. Las sublevaciones y motines se suceden por todo el país. La Unión Liberal del difunto O’Donnell se convertirá definitivamente en «revolucionaria» y participará de los pactos entre progresistas y Demócratas para hacer caer al trono.

Mientras tanto, una nueva generación se apresta a hacer cuentas con la historia.

«La Gloriosa»

O septembrina, es el nombre que la historia oficial utilizó para denominar al levantamiento militar que desencadenó una situación insurreccional por todo el país, ocasionando la marcha de los Borbones. Los libros de historia nos describen cómo los grandes jefes militares ligados a las diferentes banderas liberales, basándose en la flota militar radicada en Cádiz, se sublevaron el 18 de septiembre de 1868.

Pero no cuentan casi nunca que en San Fernando (Cádiz) los demócrata-republicanos se sublevaron antes de que lo hiciera la flota, lo que llevó a los militares conjurados a adelantar su pronunciamiento. Ni que en Madrid había Juntas revolucionarias en diferentes barrios, formadas fundamentalmente por demócratas y republicanos desde muchos meses antes, al igual que en otras muchas ciudades.

En cualquier caso, septiembre de 1868 inaugura seis años de periodo revolucionario, el Sexenio Revolucionario de 1868-74 que da lugar al final del mismo a la I República española. Ojo, hay revolución y hay contrarrevolución. Hay lucha de clases total, y no sólo participan asalariados contra capitalistas, sino también artesanos y pequeños campesinos, o nobles ultracatólicos, que quieren volver hacia atrás el reloj de la historia.

Los objetivos iniciales de los partidos «de orden»  (Partido Progresista y Unión Liberal) eran llevar a efecto un pronunciamiento militar controlado. Para ellos, y la clase dirigente a la cual representaban, «orden, legalidad y respeto a la propiedad» eran la quintaesencia de su programa, entendiendo por «legalidad», en primer lugar, la no vuelta atrás en las desamortizaciones agrarias efectuadas.

Aprendiendo de otros procesos revolucionarios, querían disolver cuanto antes a las Juntas y milicias revolucionarias, ofreciendo cargos y privilegios para integrar al sistema a una parte decisiva de los líderes insurrectos. Su discurso público intentaba responsabilizar a los Borbones de todos los males del país habidos y por haber, mientras buscaban un nuevo rey que «uniese a la nación». Rápidamente, con el general Prim a la cabeza, los liberal-progresistas y la Unión Liberal se erigen en gobierno provisional, apartando a los demócratas, cuya base popular está luchando desde el principio por una revolución social.

Sin embargo, la revolución les superó a todos, incluida la oposición demócrata. En todas las ciudades, y en la mayor parte de los pueblos, las masas impusieron la abolición de los impuestos, junto con cualquier clase de nuevos enrolamientos militares para la guerra. En una provincia tan atrasada como Huesca, en los meses siguientes al 18 de septiembre se crearon juntas revolucionarias locales en más de 60 pueblos, que se federaron en una Junta Provincial. Hubo bastantes provincias más donde el proceso adquirió las mismas vastas proporciones. En Cádiz se encarceló a los responsables de la quiebra bancaria. Desde la comarca de Jerez como epicentro, las ocupaciones de tierras se sucedieron «en días» por todo el valle del Guadalquivir y comarcas montañosas aledañas. Pero igual ocurre en otras partes de Andalucía y de la geografía nacional.

En diferentes ciudades, el pueblo llano ajustó cuentas con los ricos más odiados, atacando sus propiedades, como fue el caso de los Larios en Málaga, que tuvieron que huir de la que era «su» ciudad, durante años. Tal era el estallido de fuerzas desencadenadas que habían estado contenidas durante décadas que en la campaña de las elecciones generales de enero de 1869 hasta los partidos monárquicos se comprometieron a abolir los impuestos indirectos y a que no hubiera nuevas levas militares.

Expectativas en los Republicanos

El partido Demócrata reflejaba un deseo muy hondo de cambios fundamentales por parte de un sector importante de la clase trabajadora, artesanos y pequeños campesinos en crisis terminal. Buscaban transformar radicalmente sus vidas y la monarquía, con Borbones o sin Borbones, era la expresión diáfana de los males que perseguían dejar atrás. En un mitin público en la plaza de toros de Madrid, una gigantesca multitud votó a mano alzada que el partido Demócrata pasara a defender una República federal, ocasionándose inmediatamente la ruptura de la pequeña ala derecha del partido, que engrosará la alianza electoral con los otros partidos monárquicos.

El republicanismo, que vence en las elecciones municipales en 20 de las ciudades más importantes, inspiraba asimismo al naciente movimiento obrero. En diciembre, ya con las asociaciones obreras legalizadas por la revolución, se celebra en Barcelona el segundo congreso obrero, que aglutina a 61 sociedades y sindicatos catalanes, que aprueba una declaración a favor de la forma de gobierno republicana democrático-federal. Decenas y decenas de nuevas sociedades se están creando por todo el país, junto con miles de trabajadores entrando a la organización obrera.

Un representante de las sociedades obreras catalanas ya ha acudido en septiembre como delegado al III congreso de la AIT, la Asociación Internacional de Trabajadores. En noviembre llega a España un activista italiano de la Internacional, Giuseppe Fanelli, enviado por el anarquista Bakunin sin conocimiento de la dirección de la Internacional. Fanelli, a pesar de no saber español, viaja por varias de las principales ciudades entusiasmando con la idea de una Internacional de trabajadores a una capa de dirigentes obreros que conformarán la base de la novel organización. Al mismo tiempo, organiza la fracción anarquista no declarada de la Internacional, ligada a Bakunin, que realizará un trabajo sectario, no público, para controlar la AIT.

A pesar del mandato imperativo del nuevo gobierno «revolucionario», muchas Juntas provinciales se niegan a disolverse y durante el periodo posterior varias de ellas funcionarán en la clandestinidad en un contexto en el que a algunas zonas la autoridad del nuevo gobierno no llega. En Cádiz (en toda la bahía) y Málaga hubo levantamientos generales en diciembre ante la negativa de las Juntas Revolucionarias a disolverse. En ambos casos, después de días de combates ante miles de soldados a los que hacen retroceder, los insurrectos deponen su actitud ante el cañoneo existente y las multiplicadas fuerzas militares mandadas para aplastarlos. Los muertos y heridos graves se cuentan por centenares. En Cádiz, Fermín Salvochea se niega a huir, responsabilizándose del levantamiento para eximir de responsabilidades a otros alzados, convirtiéndose en héroe popular. Enfrentamientos armados se dieron también en Sevilla, Béjar, Alcoy, Badajoz, Tarragona, Ourense…

1869, auge republicano

En enero se celebraron las primeras elecciones generales con sufragio universal masculino donde podían votar todos los mayores de 25 años. Cuando se están celebrando las mismas, Andalucía aparecía a los ojos del cónsul francés en Sevilla «como un país (…) ocupado militarmente y que, en la práctica, recibía el trato de país enemigo». Sin embargo, el primer día de enero, en Málaga, los republicanos locales, ante todas las autoridades, ocupan orgullosos los primeros bancos de la catedral de Málaga ante el sepelio de los muertos habidos durante el levantamiento de diciembre. No se sienten derrotados.

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Grabado de la insurrección republicana de otoño de 1869 en Málaga

Vence en las elecciones la candidatura «unitaria» monárquica, lo cual era perfectamente normal. Votaba todo el país, hasta la aldea que nunca hizo una movilización, hasta las comarcas más sumisas con mayor aquiescencia católica. En esta primera etapa de la revolución, la candidatura monárquica, comandada por los generales que habían «echado a los Borbones» a los ojos de las masas más despolitizadas que nunca participaron en política, concitaba el mayor consenso ¿Acaso no figuraba allí incluso un sector de demócratas monárquicos que siempre estuvieron perseguidos, con nombres tan sonoros como Francisco Salmerón?

El ejemplo de Salmerón es paradigmático. En Almería, la familia Salmerón, plagada de luchadores, emigrados y encarcelados contra el poder de los Borbones desde principios de siglo, se escinde: el respetado hermano mayor, que se había batido fusil en mano en las barricadas madrileñas en 1854, se queda con los demócratas monárquicos, enfrentándose en las elecciones de enero a su hermano menor, republicano. Éste, Nicolás Salmerón (uno de los cuatro futuros presidentes de la I República), al que derrota, amparándose en la «alianza unida revolucionaria que había echado a los Borbones», que había acabado «con los censos y las quintas», frente a los «rupturistas» republicanos, que ya querían poner en la picota al nuevo Régimen. Almería, que ya había enviado a las Cortes con un sufragio mucho más restringido al poeta revolucionario republicano Espronceda, en 1842, no envió a ningún republicano ahora.

Como en todo proceso revolucionario, la mayoría de la población, que vive de esperanzas en los viejos nombres y partidos, necesita aún de más conmociones y desengaños para poder desenmascarar a los gatopardianos , que laboraban para que todo siguiera igual. Además de esto, Sagasta, al frente del ministerio de Gobernación ya empezó a demostrar sus habilidades, falsificando actas y votos allí donde los republicanos tenían menos presencia.

A pesar de ello, los 80 diputados republicanos, contando a todos los diputados electos de Cádiz, y con mayorías claras en Barcelona, Valencia, Sevilla, Málaga, Alicante o Zaragoza, representaban una oposición amenazante. En Madrid los republicanos sacaron un  tercio de los votos. Los carlistas sacaron 20 diputados, con representación en las zonas más atrasadas del país, no sólo en el País Vasco o Navarra.

La revolución desata todas las fuerzas que palpitaban bajo la superficie. Al otro lado del Atlántico, la revolución estimula a los insurrectos cubanos, que inician la guerra por su emancipación.

El llamamiento a filas por parte de Prim de una quinta de 25.000 hombres para la guerra contra los independentistas cubanos origina tumultos por todo el país, con levantamientos populares como el de Málaga, que tardan días en ser apagados, con grandes esfuerzos militares. Si entonces no hubo una insurrección generalizada, además de por la orientación cada vez más institucional de los dirigentes republicanos, es decir, de desconfiar de organizar un auténtico levantamiento revolucionario, organizado y serio en todo el país, fue porque muchísimos ayuntamientos se aprestaron a crear empréstitos populares con los cuales librar a sus conciudadanos de la leva. Entonces se podía comprar el no ir a la guerra.

Igualmente se suceden todo tipo de manifestaciones en el país cuando las Cortes aprueban la Constitución de 1869, monárquica. La efervescencia es grande.

Qué programa y estrategia

Sin embargo, a pesar del gigantesco movimiento de la sociedad a la izquierda, los principales dirigentes del nuevo partido, ya oficiosamente republicano, carecían de un programa y estrategia de lucha adecuados. Fernando Garrido, ya en contacto con Bakunin en 1864 en uno de sus variados exilios a que se vio forzado cuando no estaba preso, fue el que facilitó los contactos a Fanelli entre los dirigentes obreros que él sabía más combativos. Él era el auténtico medium entre el movimiento obrero organizado y la dirección republicana.

Garrido defendía el cooperativismo obrero. Viajó incansablemente por todo el país, creando todo tipo de sociedades y cooperativas obreras. Éstas, en última instancia, funcionaban como pequeñas empresas que no hacían sino competir unas con otras en el mercado, independientemente de que en el corto plazo muchas de esas cooperativas presentaran ciertos beneficios para los asociados. El ideal suyo y el de Pi i Margall era el de una sociedad de pequeños productores, asociados o no, sociedad que poco a poco se estaba desmoronando frente a la gran propiedad en la Europa más avanzada.

En particular, los dirigentes republicanos no contemplaban la nacionalización de los principales recursos económicos, pues aspiraban a pactar y convencer de la justeza de sus propuestas no sólo a los industriales, sino a los medianos propietarios agrícolas, que en los pueblos eran la base principal del cacicazgo. Así, Fernando Garrido parará la acción de las masas reunidas en Álora (Málaga) de todos los pueblos cercanos, con más de 5.000 campesinos armados y aprestados para la toma de tierras. Y en otros lugares… Todo ello a pesar de que los republicanos defendían en su programa el reparto de las tierras desamortizadas.

La timidez de las propuestas de los más conocidos dirigentes republicanos, originó una respuesta por abajo, donde las masas que entran en acción imponen una acción revolucionaria contra la dirección estatal en diferentes asambleas regionales republicanas. Tiene lugar la Asamblea de Tortosa, que aglutina a la base republicana de Cataluña, Baleares y Levante. En junio se celebra la Asamblea de Córdoba, representando a Andalucía, Murcia y Extremadura. Otras asambleas o conferencias en Éibar, Valladolid y La Coruña, organizan las otras tres áreas geográficas de la península, en una suerte de división que será repetida en el futuro por la AIT en sus primeros años. En estas Conferencias regionales hay un llamamiento por parte de las provincias más avanzadas de boicotear la asistencia al Congreso, así como de preparar una insurrección.

Pi i Margall, el dirigente republicano con más autoridad, intenta evitar una escisión. Pocos años antes había habido una gran disputa en el republicanismo, cuando Castelar arremetió contra el «socialismo» dentro del partido Demócrata. Entonces, hasta Nicolas Salmerón inclusive se opuso a Castelar. Pi i Margall, dirigente entonces del ala izquierda, que se batió entonces contra Castelar, ahora se sabe superado por la mayor parte de su base social.

Al final, la dirección republicana estatal reacciona, temerosa de una nueva ruptura en el partido. Pero el pacto con el que Pi i Margall intenta evitar dicha ruptura, aceptando en una Conferencia estatal en Madrid el federalismo de los republicanos exaltados, es letra muerta. Al final, la cuestión, la polémica de fondo, era: o preparar la revolución, lo que también significaba levantar la necesidad de la misma con una campaña seria de propaganda en un futuro próximo; o la aceptación del nuevo régimen sine die.

El federalismo no significaba dar una solución de conjunto a los problemas del país. Era un comodín, utilizado de diferente forma en cada ciudad o región, para resolver los problemas particulares de cada zona, que marchaban en líneas de progreso opuestas, con soluciones contradictorias entre sí. A la Barcelona en franco desarrollo se oponía la Cádiz decadente. Al proteccionismo de los catalanes se oponía el librecambismo de los andaluces. El revolucionario Fermín Salvochea, puesto al frente del cantón gaditano en 1873, declarará el «puerto franco» para su ciudad, que beneficia a la misma, y no a la de más allá… Este programa, alimentado por las ideas proudhonianas de la preeminencia ante todo de la libertad del individuo, donde cada ciudad o región buscó en el fondo su solución particular, se concretó a su vez en una forma de lucha dispersa y desorganizada, donde la iniciativa la tomó la mayor parte de las veces la reacción.

Nuevos líderes surgen a la izquierda, de la propia revolución. En la primera mitad de 1869 Fermín Salvochea, liberado tras una amnistía, recorre el sur del país, mitin tras mitin, siendo aclamado.

Los principales líderes republicanos más importantes reflejaban las presiones de clases ajenas y de una opinión pública hostil. Defendían a ultranza expandir su línea de apoyo hacia los propietarios medianos. Al actuar así, paralizaban una respuesta organizada de su base principal de apoyo, formada por asalariados y pequeños propietarios, que eran mayoría en el país. Como dijimos antes, todas las clases se expresan en uno y otro sentido: hay revolución y hay contrarrevolución. En enero de 1869 los carlistas linchan al gobernador civil de Burgos. En determinadas zonas, ante las dudas republicanas, la frustración con las primeras medidas del gobierno la capitaliza la reacción abierta.

El nuevo gobierno quiere solucionar el problema de la oposición armada republicana, que dirige las milicias ciudadanas en la mayor parte de las ciudades. Pi i Margall contendrá a sus bases para evitar una insurrección prematura durante el verano. Pero será al final de septiembre cuando el gobierno decida la lucha. Continuará

Parte II >>


[1] Los ayuntamientos tuvieron durante el siglo XIX las responsabilidades que hoy tienen las instituciones locales, más bastantes de las que detentan actualmente las autonomías: enseñanza, sanidad, asistencia social, carreteras…

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